viernes, 15 de febrero de 2008

SPIN OFF (fragmento)



Casi todo se lo debo a mamá. Aparcó el sufrimiento junto a la cafetera -papá nos había dejado tres meses antes-, le puso la capota al cochecito y me empujó bajo la lluvia hasta las afueras de la ciudad. Mamá me llevó a mi primer casting cuando aún no había cumplido el año. Todo se lo debo a ella. Aunque bien es cierto, todo hay que decirlo, que yo era un niño rollizo y rubio -como sueco criado con caldo de cocido-, muy mono, y los del anuncio de pañales me escogieron a la primera. Un papelito corto, sin diálogo, claro está, pero intenso, el que me tocó interpretar. De cuando en cuando lo veo y me emocionó. Me anima: yo he nacido para esto.
Gracias a éste y otros anuncios me convertí en el hombre de la casa. Papá estaba en paradero desconocido (yo creo que mamá llegó a telefonear a Quién sabe dónde) y sobrevivimos con el dinero que yo ganaba. Era el chico más famoso del parvulario, del barrio y casi de la ciudad. Los periodistas me preguntaban y mamá respondía. Fui tan famoso que Julita, mi hermana pequeña, tuvo que ir al sicólogo, por un extraño caso de rey destronado, pero al revés. Ya le he perdonado todas las perrerías a Julita.
Hasta llegar a Tres generaciones participé en más de una docena de spots, mi cara la pegaron en las cabinas telefónicas y hasta desfilé en la pasarela. No guardo un buen recuerdo de los desfiles –e incluyo aquellos en los que participé posteriormente-. Ya podían ser diseños exclusivos de Agatha Ruiz de la Prada, pero yo no me encontraba cómodo dentro de aquellos vestiditos con forma de corazón y con las chapetas pintadas de morado. Pedrito, el más gordo -y cruel- de mi clase, recortó la fotografía de la revista y la pegó en el tablón de anuncios. La broma duró hasta final de curso. “Mamá”, le dije, “ya no quiero hacer más cosas de niña, no creo que sea bueno para mi carrera”. Mamá se sopló el esmalte de las uñas antes de responderme: “tú, todavía, no estás en edad de saber lo que es bueno o malo para tu carrera”. Pedrito, el más gordo de la clase, tuvo más argumentos para seguir burlándose de mí.
Dos meses después hice de niño de El libro de la selva, en un extraño desfile de ropa para niños. Cubierto por un ridículo taparrabos caminaba a cuatro patas por la pasarela mientras unas niñas disfrazadas de panteras hacían como si me arañaban. Nunca comprendí muy bien aquel montaje. Por suerte, en las fotografías no se me reconocía y no tuve que soportar la venganza del gordo Pedrito, el cruel.
Al cumplir los ocho años, dos días antes de mi cumple, para ser más exacto, superé la última prueba de Tres Generaciones. Os lo cuento con detalle. Mamá se quejaba del calor, del taxi sin aire acondicionado que habíamos tomado y de los cercos que el helado de vainilla estaba dejándome alrededor de la boca. También se quejó mamá, a los de la productora, de la cola que tuvimos que esperar hasta ser recibidos. Yo ya era una pequeña estrella -con un currículo avalado por spots y desfiles- y aquellos chavales repeinados y de chapetas coloradas no pasaban de meros animadores en fiestas familiares. Mamá siempre ha sabido cómo defenderme. A lo que iba: por fin me nombraron. Un señor con pinta de peluquero de cuartel nos indicó que lo acompañáramos, al tiempo que nos daba una pequeña libreta donde se podía leer el nombre de la serie.
En el trayecto -a través de un pasillo repleto de polvo y cables, y de niños que iban y venían-, mamá, andando casi en cuclillas, no cesaba de repetirme al oído: “tú repite todo lo que te digan, no pienses en la cámara, ni en los focos, ni en nada, hazlo como en el anuncio del perrito, igual, y seguro que nadie te quita esto, porque este papel lo han hecho para ti, ¿te enteras? No pienses en nada, en nada, sé tú mismo”. Mientras más asentía, más repetía mamá sus consejos. Que no dejaban de ser los mismos consejos de los otros castings. Y yo, claro, mientras, a lo mío, pensando en el abejorro que había acabado con Sonic en la quinta pantalla. Era un niño, sólo un niño –de ocho años-.
En el centro de un plató con las cortinas raídas, bajo la luz de unos focos capaces de obrar el milagro en José Feliciano, había una mesa con tazas y cajas de cereales. Enfrentados, a un lado, un vejete con nariz de cacatúa de zoo, y al otro, un tipo con más o menos la edad de mi madre, pero más guapo y aparente, como recién duchado. Un hombre con perilla me sentó en el centro de la mesa, en el lado izquierdo y me dijo que hablara cuando me tocara. No soy tonto, era un niño. “Tú eres el niño, él es Javi -el de la edad de mamá- y Paco es aquel -el abuelo-“. Sólo de nuevo, con aquellos dos desconocidos. Mamá, escondida en las sombras, tras los focos calentorros. Una voz, como de presentador de telediario, dijo: acción.



Spin Off (DVD Ediciones, 2001)

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