jueves, 17 de julio de 2008

LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES




Les puedo asegurar que soy un lector muy selectivo: aprecio demasiado mi tiempo y si una novela no me convence en sus primeras -30 ó 40- páginas no dudó en archivarla en la biblioteca del olvido. Hacía demasiado tiempo que no me sucedía. Y ha sido muy excitante, incluso electrizante, volver a sentir como una novela me atrapa, me secuestra, me hipnotiza, me obliga a tenerla entre mis manos obviando el sueño, el reloj o esa noticia tan relevante que escupe el televisor. Es una sensación extraña y antagónica, deseas concluir cuanto antes la lectura pero, al mismo tiempo, desearías que nunca acabara. No exagero si me atrevo a calificar Los hombres que no amaban a las mujeres, del sueco Stieg Larsson, como la novela del año, aún teniendo en cuenta los meses que restan hasta diciembre. En esta obra, de reciente aparición, se pretenda o no, coinciden dos variantes que influyen, cada una a su manera, en su capacidad de atracción, en su mimetismo. Por un lado, indiscutiblemente, la novela en sí misma, y, por el otro, la silueta y perfil de su creador. Stieg Larsson falleció a los cincuenta años sin ver su novela en los escaparates y en los suplementos más prestigiosos, sin disfrutar de los millones de ejemplares vendidos, sin conceder una sola entrevista, sin recibir un solo premio. Como un Kafka de nueva generación, el Larsson novelista sólo aparecía en las noches, en la soledad, cuando había conseguido acostar al Larsson periodista. Un periodista combativo e intrépido, guardián de los derechos fundamentales, azote de los grupos violentos de la extrema derecha. Ese es el recuerdo que deja el Larsson vivo; el que ya no está, créanme, permanecerá para siempre gracias a Millenium, la saga de novelas que tenía ideada, y cuyo primer título, Los hombres que no amaban a las mujeres, ya podemos encontrar en las librerías.
Centrémonos en la novela. Obviamente, Larsson no es un estilista/esteta del lenguaje, tampoco lo pretende. Obviamente, Larsson no ha inventado nada nuevo, no es un innovador, tampoco un transgresor; fiel a los géneros y a las formas. Sin embargo, concibió una historia en la que da cabida a todos los ingredientes y aderezos que han de estar presentes en una buena novela –amor, muerte, sexo, intriga, ambición... -. Escrita de manera ágil y directa, increíblemente visual, escrita con las tripas, tratando de controlar en cada momento una pulsión desenfrenada, Los hombres que no amaban a las mujeres te atrapa desde el primer renglón y sólo puedes escapar alcanzando el punto y final. En ese preciso momento, y me remito a mi experiencia personal, un sentimiento de felicidad, de satisfacción, dio paso a otro de conmoción, de cierta melancolía. Sentimiento éste que desapareció cuando recordé que, por lo menos, aún quedan dos entregas más de la saga pergeñada por Stieg Larsson, Millenium. Y me volveré a encontrar de nuevo con el persistente periodista Mikael Blomkvist, la atractiva Erika y, sobre todo, con la fascinante Lisbeth Salander, una investigadora canija y tatuada, propietaria de un pasado tan tenebroso como poliédrico, y que ya se ha convertido en uno de los personajes femeninos más fascinante que he podido encontrar en una novela.
En cuanto a la historia, qué contarles. Harriet, siendo una adolescente, desaparece de la isla en la que conviven buena parte de sus familiares y, treinta y seis años después, su anciano y millonario tío necesita saber qué fue de ella. En realidad, les he contado muy poco, apenas el comienzo, ya que la novela de Larsson abarca multitud de historias que se entremezclan, que se alejan, que se precipitan, que no son lo que parecen, pero que finalmente conforman un perfecto puzzle en el que no sobra -ni falta- ninguna pieza. Introduzcan en una coctelera el Cluedo, Twin Peaks, Ciudadano Kane, Seven, Corto Maltés, y mil referencias más de la cultura contemporánea, agítenlo con cuidado, y bébanse esta novela muy despacio, disfrutando de sus múltiples matices y sabores. Y no puedo concluir sin una referencia al título: Los hombres que no amaban a las mujeres. Stieg Larsson, en el comienzo de cada capítulo, incluye datos relativos a la violencia que padecen las mujeres en su país. Porque tal y como indica el título, la mayoría de los hombres que aparecen en la novela no sólo no aman a las mujeres, es que las tratan muy mal, física, mental o socialmente. A su manera, Larsson consigue reivindicar y mimar a todas sus mujeres, posibilitando que los hombres, los lectores, las amemos y las admiremos gracias a esta deslumbrante novela.








El Día de Córdoba

miércoles, 2 de julio de 2008

EL VIEJO Y EL TORERO



Regresó a España después de muchos años de ausencia, aunque su corazón y buena parte de su memoria nunca hubieran emprendido el viaje. Más viejo, más blanco, más lento, más experto. Desde su primera visita, no dudó el escritor en calificarlo como el mejor país del mundo. Disfrutó de nuestras mujeres todo lo que –éstas- le dejaron, se entregó a nuestros vinos con nocturnidad y alevosía, descubrió una gastronomía de sabores diferentes y chispeantes. Pero, sobre todo, se encontró de frente, como si las llevara esperando toda la vida, con las corridas de toros. Asombrado por la muerte en la tarde, buscó el vuelo de la muleta de Belmonte en destartaladas plazas ocultas en el mapa, admiró a Villalta con devoción religiosa, el corazón le latió sobresaltado ante los arrestos de Maera, brindó hasta la madrugada con el Niño de la Palma. Conoció la España republicana, y la España en Guerra, que se encargó de contarla al mundo entero, en periódicos y novelas. Durante la España franquista se alojó en el verano peligroso, y arriesgó en las curvas más peligrosas de la emoción. Y, sobre todo, conoció la España que permanecía intacta en las entrañas del pueblo, la España de vino peleón y bacalao seco, la España de los caminos sin dirección y las noches hambrientas. A pesar de los años y sus avances, de lo que sus ojos contemplaban, esa España seguía estando viva en el interior del escritor.
El tren se acercó lentamente a la costa, la bruma y la sal se colaron por las ventanillas; el viaje estaba a punto de concluir. Muy temprano, a primera hora de la mañana, el reloj no había marcado aún las siete, el viejo ya tenía preparadas sus cañas, los aparejos y el cebo. Entró en una cafetería junto al puerto, y pidió un café largo y una copita de anís seco –con nombre legendario-, no le vaya a poner usted hielo. Tal y como le habían dicho, el torero no tardó en aparecer: despeinado, en vaqueros y camiseta, con un aro en la oreja, tan serio como de costumbre. El torero, un hombre joven de pelo rizado, nada más reconocer al escritor se acercó a saludarlo. Tímido, entrecortado, superado por la blanquecina presencia. Lo mío son las truchas de Colorado, pero seguro que aquí se sacan buenas piezas. Unos minutos después de conocerse, el viejo y el torero abandonaron el puerto, en una pequeña embarcación de casco blanco. Un sol luminoso e intenso avivaba el azul del mar, fabricando hilos de oro que se perdían en el horizonte. Sin apenas hablar, sin apenas dirigirse una mirada, navegaron durante más de una hora, hasta que dejaron de ver la costa, completamente solos en mitad del inmenso mar. Ya hemos llegado, dijo el torero, y con destreza dejó caer el ancla en el agua. Tú mandas, dijo el escritor, al tiempo que extrajo un puro habano del bolsillo de su blusón blanco.
El torero se despojó de su camiseta y dejó a la vista un atlas de cornadas y varetazos que, prácticamente, cubrían todo su torso. El precio de la gloria, murmuró el viejo. El precio de la verdad, le rectificó el torero, con gesto muy serio. El escritor, no fue un recuerdo premeditado, regresó mentalmente a una calurosa y trágica tarde de agosto, en Linares, muchos años antes, y creyó ver como el joven torero que tenía enfrente protagonizaba la escena. Creo que le están picando, avisó el torero al viejo. El hilo de la caña se tensó inesperada e instantáneamente, el corcho desapareció de la superficie y el carrete comenzó a girar enloquecido. Tira como cien truchas, exclamó asombrado el viejo, creo que no voy a poder subirlo. El torero buscó con la mirada el lugar exacto en el que el sedal se hundía en el agua y siguió el movimiento. No se preocupe, ya me ha picado a mí varias veces y lo mejor es dejarlo ir y seguir esperando el día que lo podamos sacar, dijo el joven matador. ¿Tú crees? El viejo recordó una jornada de pesca similar, semejante energía tirando de su caña y brazo. Tras un instante de indecisión, el escritor rebuscó en el interior de una caja azul durante unos segundos, hasta que pudo encontrar una pequeña navaja con mango de madera. Toma, córtalo tú, le dijo al torero mientras le acercaba la navaja. El diestro, de espaldas al viejo, cortó el hilo y durante varios minutos se quedó mirando el mar, como si pudiera seguir el recorrido de la pieza en la profundidad.




El Día de Córdoba