miércoles, 27 de marzo de 2019

LIBRERÍA LUQUE


Desde que recuerdo, me fascina contemplar esas pequeñas plantas que crecen en una grieta en el cemento, en la junta de dos baldosas, entre las tejas, expuestas al sol, a la sequía, a la nieve, a la permanente extenuación. Admiro esa capacidad de adaptación y, sobre todo, de supervivencia. Sobrevivir en un mundo hostil, sobrevivir en el páramo, sobrevivir a pesar de todo. Sobrevivir a todo. La Librería Luque, que recientemente ha cumplido 100 años, todo un siglo, desde que abriera sus puertas por primera vez, bien puede considerarse como esa planta, esa flor, que sobrevive y se adapta hasta al entorno más duro y cruel. Porque la suya es una historia de resistencia, de vocación inalterable, sin duda, pero también de asombro y de admiración. Una historia que se merecería no una novela, no cualquier novela, todo un novelón, como poco, en consonancia con todo lo acumulado en la ya gruesa maleta de su longeva existencia. Un joven de Priego, Rogelio Luque Díaz, en 1919, tuvo la ocurrencia de montar una librería en la Córdoba de la época. En un primer momento, la librería estuvo en la calle de la Plata, por muy poco tiempo, tampoco fue mucho el que permaneció en Diego de León, para ocupar a partir de 1923 y hasta los años 90 el emplazamiento por el que más conocida fue, en la calle Gondomar. Rogelio Luque no fue nunca un librero al uso, aunque también podríamos decir que fue mucho más que un librero, hasta el punto que expresiones como como “activista o agitador” cultural se le ajustan como un guante. Impresor, editor, articulista, impulsó varias revistas y ediciones, y tuvo una presencia más que significativa en la actividad cultural de la Córdoba de entonces.
Entre sus amistades podemos encontrar a algunos de los intelectuales más significativos y singulares de la época, como el escultor Enrique Moreno, Rafael Castejón o Ángel López-Obrero. Como es de suponer, la represión franquista no tardó en tildar a Rogelio Luque como peligroso o delincuente, ya que no dejaba de ser lo contrario de lo que promulgan: un activista intelectual de izquierdas. En agosto de 1936 fue asesinado, por “tener libros marxistas en su establecimiento”, como burda explicación. Este hecho, lejos de acabar con el sueño de Rogelio Luque lo impulsó, ya que su viuda, Pilar Sarasola, es la que se hace cargo del negocio, hasta pasarle el testigo a sus hijos, Antonio y Rogelio. Si la historia de Rogelio Luque merece ser reparada y dignificada como se merece, otro tanto sucede con la de Pilar Sarasola: en un mundo de hombres, solo de hombres, sacó adelante un negocio señalado por el franquismo, y lo hizo sin renunciar al legado de su difunto marido, denominando el establecimiento Viuda de Luque. Un establecimiento que contaba con el busto que le dedicó su amigo Enrique Moreno, el Fenómeno, y que la mayoría hemos contemplado en numerosas ocasiones.
Que una librería abra sus puertas es un motivo para la esperanza, que permanezca en el tiempo es casi un milagro, pero que cumpla un siglo es un auténtico hito que tenemos que clasificar como histórico. Todos los que amamos la cultura en Córdoba le debemos mucho a la Luque, su resistencia, el ofrecernos un espacio de libertad, conocimiento y creatividad. Yo, particularmente, me he sentido mimado en sus instalaciones: fue la primera librería que me colocó en su escaparate y siempre he sido muy bien recibido, al igual que mis libros, y sé que la mayoría de mis compañeros piensan y sienten lo mismo. En la despedida, vuelvo a Rogelio Luque, ese librero que vino de Priego y que fue asesinado por defender sus ideas o por respetar las ajenas, ahora que se solicita desde la extrema derecha que el marxismo sea prohibido por ley o que las armas de fuego estén a nuestro alcance. Un escalofrío me sacude hasta el dolor. No aprendemos del pasado y tenemos la capacidad de involucionar, de retroceder, cuando ejemplos como los de Rogelio Luque o Pilar Sarasola trazaron la senda por la que ha de transcurrir el futuro, aunque sea abriéndose paso en las grietas del más duro cemento.

lunes, 18 de marzo de 2019

EL TRATO


Sara tiene ojos de Luna llena y sonrisa de niña en su fiesta de cumpleaños. Una sonrisa blanca y nacarada, como el fondo de sus ojos. En realidad, es lo habitual en la familia de Sara. Desde que recuerda, todos tienen la misma piel y los mismos ojos. Así son la mayoría en Mundo C, que no es lo mejor si quieres alcanzar Mundo B o Mundo A. Porque en Mundo C todos sueñan con algún día llegar, como poco, a Mundo B, A es un sueño al alcance de solo unos pocos elegidos. Sara tuvo una tía que pasó un tiempo en Mundo A, o eso le han contado desde pequeña. Nunca la conoció Sara, ya había fallecido cuando ella nació, pero aun así se ha convertido en su modelo y espejo, en la personificación del sueño que algún día querría alcanzar. Porque en el mundo de Sara es difícil vivir, no vivir bien, simplemente vivir. Las enfermedades, las guerras y la pobreza han transformado la temporalidad en permanencia. Desde que recuerdan, el eco y memoria de los que pasaron antes, siempre ha sido así y por eso el sueño es escapar, huir, llegar a alguno de los otros dos mundos. Según cuentan los más viejos del lugar, viejos que no superan los cuarenta años, hubo un tiempo en el que era posible alcanzar los otros mundos, y conseguir un empleo, y tener una casa y que tus hijos fueran al colegio, y que tuvieran un médico, y pasar noches descansando, sin tener miedo, sin tener este miedo arrebatador que trae cada nueva noche en Mundo C. Cuando Sara y sus hermanos escuchan están historias no pueden llegar a imaginarse ese mundo tan diferente, tan radicalmente diferente, al que viven. Yo no creo que eso sea verdad, dijo Sara la primera vez que lo escuchó, y todos a su alrededor asintieron, dándole la razón.
En ese tiempo tan lejano y tan imposible de asimilar no había muros entre los mundos y el mar era un espacio navegable, transitable, y no la fosa abisal de muerte que es hoy. Hoy el mar, para los habitantes de Mundo C es el terror, la muerte, sin más explicaciones. Nadie sobrevive al mar, nadie regresa para contarlo, nadie alcanza otro mundo. Sara, así como sus hermanas y primas, así como sus amigas, tienen al menos una oportunidad para llegar, por lo menos, a Mundo B: entregar un hijo a cambio. En realidad, ha de ser un niño, sano, fuerte, sin ninguna marca corporal, ya que si no se cumplen todos estos requisitos la mujer debe entregar algo más a cambio. Su cuerpo, para disfrute de hombres que la fecunden con un nuevo niño o su tiempo, trabajando sin recibir nada a cambio. Ese es el trato, que la mayoría de las mujeres que pueblan Mundo C aceptan, ya que permanecer es un mal garantizado, solo es una cuestión de tiempo, sufrimiento y resistencia. Por eso las mujeres de Mundo C hacen todo lo posible por no querer a los hombres, conscientes de que tendrán que separarse de ellos, aunque lleven a sus hijos en las entrañas.  
Sara está a punto de iniciar el trascendental viaje, por fin está embarazada, de José. Tras tres semanas de hacer el amor sin besos ni caricias, casi sin mirarse, lo ha logrado. En dos días subirá a un avión que la trasladará a un punto cualquiera de Mundo B, donde le espera la familia que la acogerá hasta que dé a luz. Entonces, y solo entonces, sabrá si puede quedarse en el nuevo mundo y cuáles serán sus condiciones. Por eso, hasta que llegue ese momento, Sara está predispuesta a disfrutar de estos meses que, si no cumple con todos los requisitos, serán los mejores de su vida, el oasis en medio del desierto. La última noche en su mundo ha transcurrido en una pesadilla que le ha dolido como si fuera real. Daba a luz a una niña, bonita, sí, pero pequeña y menuda, con un gran lunar blanco en la espalda. La expulsaban de Mundo B y las dejaban en mitad del mar, a bordo de una pequeña e inestable embarcación. Se ahogaban y los pasajeros de los barcos que pasaban al lado contemplaban la escena sin inmutarse. Antes de salir de su casa por última vez, Sara se examina, centímetro a centímetro, ante el espejo, tratando de adivinar el resultado del trato.

martes, 12 de marzo de 2019

DECIDIR LA VIDA


Durante mucho tiempo, Ana le ha pedido a su madre que, en su cumpleaños, no sacara el viejo álbum fotográfico que guarda en un cajón de su cómoda, en el dormitorio. Con el álbum entre las manos, su madre siempre le recordaba la misma fotografía. Ana, acababa de cumplir 3 años, lloraba mientras abrazaba a una muñeca. Y no lloraba porque no le gustara la muñeca o porque le doliera la garganta o porque no quisiese que la fotografiasen. Lloraba porque hubiese preferido que la retratasen con el balón de fútbol que tenía en las manos solo cinco minutos antes y que su padre le quitó para la fotografía. Déjale la pelota. Una pelota no es cosa de niñas, eso es una extravagancia. Vaya tontería. Claro, y luego salen como salen. Lo que más le gustaba a Ana del colegio era el recreo, poder jugar al fútbol con sus compañeros. Era el único momento en el que podía hacerlo, porque una vez en clase de educación física el profesor dividía a los alumnos por sexos. Los niños podían escoger entre fútbol o balonmano y las niñas entre voleibol o baloncesto, pero en las canastas pequeñas. Ana siempre escogía voleibol porque la pista estaba más cerca del campo de fútbol y así tenía la oportunidad de patear las pelotas que a sus compañeros se les escapaban.
Le habría gustado a Ana jugar al fútbol con mayor asiduidad y durante más tiempo, pero no lo fue posible. Para poder hacerlo en algunos de los clubes de la ciudad debía estar federada y por aquel entonces no se les permitía a las chicas. Tampoco lo entendió Ana como una ofensa, era lo habitual, lo normal, las chicas no jugaban al futbol. Y, por lo tanto, lo suyo era una extravagancia. Esa era la palabra que su padre más empleaba: extravagancia.
En el instituto nadie jugaba al fútbol, ni los chicos ni las chicas, nadie. El campo de tierra era un páramo de porterías maltrechas, charcos con sus propios habitantes y balones olvidados en las esquinas. En ese campo de fútbol se besó por primera vez con Pedro, un compañero de clase. No duraron mucho, apenas unas semanas. Simplemente no conectaron. Sí creyó conectar con Luis, y de hecho durante cuatro meses lo pasaron muy bien. Pero una tarde de viernes todo cambió: Luis le dijo que no entendía que esa noche solo quedase con sus amigas. Tras una discusión de 15 llamadas interrumpidas, Ana decidió que no quedaría con sus amigas. Y hasta llegó a entender los motivos de Luis. Seis meses después, cansada de discusiones similares, Ana rompió con Luis.
La nota no le dio para Periodismo y se tuvo que conformar con Filología Hispánica, que le acabó gustando más de lo que podría haber imaginado en un principio. Recuerda que en esa época discutía con frecuencia con su madre, que tras divorciarse de su padre había comenzado a colaborar en una asociación de mujeres. Esas son cosas de otro tiempo, le solía decir Ana a su madre, cada vez que la veía marchar a una manifestación o concentración. No le costó terminar la carrera, siendo uno de los mejores expedientes de su promoción. Sin embargo, no la invitaron a ser profesora asociada ni tampoco pudo acceder a la beca de investigación, como hubiera sido su deseo. Su novio de entonces, Ricardo, sí comenzó a dar clases unos meses después de finalizar los estudios. Empezaron una vida independiente, gracias al sueldo de él y a lo que ella sacaba con las clases particulares. Cuando Ricardo consiguió ser profesor titular se mudaron a una casa más grande y más céntrica. Ana empezó a preparar las oposiciones de secundaria cuando llegó Julia, la semana que viene cumple 14 años. No aprobó las oposiciones Ana, si con una hija era complicado, con dos más, Roberto y Quique, lo entendió como un imposible. Ahora, mientras espera a su madre, han quedado para ir juntas a la manifestación del 8 de marzo, Ana recuerda la fotografía con la muñeca, los partidos de fútbol y aquel novio cascarrabias del instituto, cuyo nombre no recuerda. Repasa su vida, lo que podría haber sido y no fue, no es. Y piensa en lo que quiere que sea para su hija. Una vida decidida por ella.


lunes, 4 de marzo de 2019

LA CORTE DEL CALIFA



Isà al-Razi, un funcionario constante, paciente y voluntarioso de la corte del califa al-Hakam II, entre junio de 971 y julio 975 redactó, casi diariamente, todos los avatares, acontecimientos y circunstancias que contemplaba en el califato. Hablamos del relato continuado, durante prácticamente cuatro años, de una de las épocas de mayor esplendor de la Córdoba de los Omeyas, marcada por las obras de ampliación de la Mezquita, por la consolidación de una de las más imponentes bibliotecas de ese momento, con legajos procedentes de multitud de países y culturas, y hablamos, muy especialmente del gran momento de ese palacio enigmático y suntuoso, origen de mil leyendas, situado a solo unos pocos kilómetros de distancia, llamado Madinat al-Zahra’. De estos mimbres, de este documento excepcional, se vale el historiador Eduardo Manzano, uno de los más prestigiosos especialistas en al-Andalus, de cuantos contamos, para trazar y desarrollar en La corte del Califa, que ha publicado la editorial Crítica, una milimétrica panorámica de un tiempo, de una ciudad y de una expresión cultural, social y política tan fulgurante como breve. Los anales escritos por al-Razi han sobrevivido al demoledor paso por el tiempo gracias a una sucesión de circunstancias y personajes que bien podrían protagonizar una nueva entrega de Indiana Jones, como poco, tal y como detalla Manzano. El texto original fue refundido por Ibn Hayyân en la composición de su nuevo Muqtabis, que cabe entenderse como una antología de la narrativa de aquel tiempo. Una nueva copia de este volumen, realizada por un autor desconocido, acaba en la biblioteca de Constantina, propiedad de la familia al-Fakkün. A finales del siglo XIX, en 1888 concretamente, el arabista español Francisco Cordera descubrió este manuscrito, reelaborado, y consiguió que la familia propietaria le cediera una copia, que el historiador depositó en la Real Academia de Historia, ubicada en Madrid. Durante el siglo XX se llevaron a cabo dos traducciones, al menos, del citado texto, con desigual resultado, hasta este luminoso volumen, recién publicado, obra de Eduardo Manzano. Es decir, hablamos de un texto que ha tenido un recorrido milenario y rocambolesco, hasta llegar hasta nuestros días, para ofrecernos luz, mucha luz, sobre un tiempo que aún sigue siendo muy desconocido.
Con toda probabilidad, si se tiene en cuenta la datación y la posición de al-Razi, escribió el detallado diario de esos cuatro años desde el mismo interior del palacio de Madinat al-Zahra’ o dentro de los muros del alcázar de Córdoba. En cualquier caso, hablamos de una atalaya privilegiada desde la que contemplar el auge, esplendor y caída de lo que, tal y como se reitera en esta obra de Eduardo Manzano, fue realmente un Estado, ya que contaba con todos los elementos, capacidad y autonomía para ser considerado como tal. Y contaba, sobre todo, con el poder. En muchos aspectos, cabe considerarse como una maquinaria política muy bien engrasada. Y no solo política, también cultural o socialmente, el califato omeya creó y definió sus propios ritos y definiciones. Ninguna de las manifestaciones políticas que podemos encontrar en ese tiempo, en la Europa occidental, alcanzaron tan nivel de orden, rigor y perfección, como las ofrecidas por el califato cordobés. Al-Hakam II, con su resolutiva y contundente puesta en escena en todos los actos que se celebraban en el Salón Oriental de Madinat al-Zahra’, asumido a la perfección el papel de hombre-Estado, tuvo la habilidad de establecer vías de comunicación e intercambio con el exterior, especialmente con el Mediterráneo occidental, y como muestra los que mantuvieron con Barcelona, Arlés o Narbona, entre otros. Externalización que dio como resultado el florecimiento de un sistema comercial muy fluido y de cuantiosas ganancias. Especialmente el oro, con toda probabilidad dinares andalusíes, era el producto más requerido y valorado.
Llama la atención, tal vez porque en demasiadas ocasiones contamos con imágenes y concepciones preconcebidas, ya que relacionamos directamente líder todopoderoso con cruel, que Al-Hakam II contara con una especial sensibilidad, cuando no preocupación, por el bienestar de sus súbditos, tal y como desgrana Eduardo Manzano, en La corte del Califa. Sin embargo, y tal y como sucede en cualquier organización de considerable dimensión, en la estructura creada por el Califa se cuelan traidores y corruptos que utilizan su estatus para beneficio propio. Como se puede extraer en la lectura de esta obra, hay rasgos de las estructuras políticas que se han perpetuado en el tiempo, por lo que no debemos extrañarnos de su permanencia. En cualquier caso, tal y como se nos muestra con todo lujo de detalles, es una sociedad muy activa en todos sus estamentos, con una ciudadanía muy implicada y bulliciosa. Con toda probabilidad, pocos textos nos ofrecen una imagen tan nítida, tan concreta, tan al detalle, como en La corte del Califa, de Eduardo Manzano. Una obra que se caracteriza por su amenidad y pedagogía, evidentes habilidades del autor, y que es un estupendo y clarificador fresco de un tiempo de esplendor, leyenda y fascinación.