jueves, 29 de abril de 2010

LA NUBE DEL VOLCÁN









Desde que me pasó lo que me pasó, y ya me callo, que el silencio dicen que es la primera parada hasta alcanzar el olvido, hago todo lo posible por no viajar en avión. Invento toda clase de excusas, justifico lo injustificable, renuncio, reculo, trato de escaparme, cualquier cosa con tal de no separar los pies del suelo. Pero a veces no logro mi propósito, más de las que desearía, y me veo obligado a subirme en un avión, y vuelvo a revivir, varias noches antes, en forma de crueles pesadillas, lo que me pasó con el realista y dramático convencimiento de que me volverá a pasar. Sevilla, Madrid, Bruselas, apenas un trayecto de tres horas, cuatro despegues, cuatro aterrizajes, turbulencias y demás condimentos, ante mí. Creo que habían pasado como tres años desde mi último viaje en avión: todo en mi interior permanecía intacto, no había conseguido superar u olvidar lo que me pasó. Cuando llegué al aeropuerto estuve a punto de darme la vuelta, mientras esperaba recibir la tarjeta de embarque las piernas comenzaron a flaquearme, las rodillas dejaron de cumplir con su función y temí dar con mis huesos en el suelo. Una vez dentro del avión, antes intenté salir corriendo como una docena de ocasiones, comencé a sudar como si la temperatura hubiera ascendido a los 200 grados y una taquicardia martilleante empezó a retumbar en mi interior. Por fin despegamos, turbulencias, vaivenes, giros pronunciados -¿no pueden despegar en línea recta-, oídos taponados, más sudor, el corazón en la garganta. Y nada, no pasó nada, como en el segundo vuelo. No pasó nada, porque lo normal es que no pase nada, tal y como nos demuestran las estadísticas, situando a los viajes aéreos como el medio de transporte más seguro que podemos escoger, a una diferencia más que considerable sobre el resto. Esto me lo repito una y mil veces, y mil veces más, y de nada me sirve desde que me pasó lo que me pasó.

Lucía un sol inmenso sobre Bruselas. Es una excepción, el sol trabaja poco por estos lares, me dijeron. A las dos de la tarde un mensaje de texto me alertó de que, como consecuencia de la nube de polvo originada por la erupción de un volcán en Islandia, acababan de cerrar el aeropuerto de Londres y que en apenas un par de horas sucedería lo mismo con el de Bruselas. Como se pueden imaginar, a mí lo del volcán me sonó a cuento chino o a argumento de megaproducción norteamericana, y hasta que no tuve acceso a la edición digital de la prensa y comprobé con mis propios ojos la noticia no me la creí. Sentado en una terraza, abrumado por un sol de justicia que nos obligó a desprendernos de chaquetas y jerseys, mientras en Andalucía llovía, busqué con la mirada un rastro de la nube del volcán islandés y sólo me topé con un inmenso y azulado cielo. Seguía sin dar crédito. Alguien comenzó a leer las primeras explicaciones sobre los efectos que el polvo volcánico provoca en los aviones: motores parados, llamas, desconexiones… Si a estos efectos le unimos el terror, pánico, que me producen los aviones –desde que me pasó lo que me pasó-, ya se podrán imaginar que tuve muy claro, desde el primer instante, que regresaría en barco, a pedales, en patinete o haciendo dedo antes que poner mis pies en un avión. Se acabaron las estadísticas.

Primero lo intentamos en tren, canceladas las compras por Internet nos desplazamos a la estación y las colas eran interminables, varios cientos de metros. Si a esto le añadimos la huelga ferroviaria francesa, imagínense, Bruselas la ciudad sitiada, la Numancia de la nueva era. Chocolate, en caso de apuro, no nos iba a faltar. Dificultades para encontrar una habitación de hotel, un autobús, un automóvil, lo que fuera. Increíble pero cierto, alguien como yo, temeroso de los aviones, en mitad del mayor colapso aéreo de la historia de la aviación. Cuando partimos de Bruselas seguía luciendo un sol inmenso y veraniego, ni rastro de la nube provocada por el volcán cuyo nombre me niego a reproducir en solidaridad con mi garganta y sus oídos. Miles de kilómetros hasta llegar a casa, cansados pero contentos, Europa seguía bloqueada, el precio de los alquileres de coches se había multiplicado por diez, por quince, imposible conseguir una plaza de tren o autobús. Alguien me ha dicho que he vivido un acontecimiento histórico, que ya tengo una batallita más que contarle a mis nietos. Y puede que esté en lo cierto, claro, y si es a mis nietos, mejor, aunque yo sólo me conformo con contarlo. Que desde que me pasó lo que me pasó, créanme, es más que suficiente.

El Día de Córdoba

domingo, 18 de abril de 2010

MAGIA BLANCA









Me encantaría que este artículo, a tenor de su título, estuviera dedicado al equipo de mis amores, en sincero y apasionado homenaje tras el baño que le propinamos al equipo de la Ciudad Condal el sábado pasado, pero no, nada de eso, va a ser que no. Mi blanco equipo está más para la reflexión que para los homenajes, me temo. Hablemos de otra blancura que nos es más cotidiana, y que nada tiene que ver con los colores de uno u otro equipo, y que a todos y todas nos afectan. Hablemos de las marcas blancas, que es ese fenómeno comercial que se extiende sobre las baldas y mostradores de las grandes superficies, especialmente, y gracias al cual nos ofrecen a precios más ventajosos productos que bajo su denominación original, la marca que todos conocemos, serían mucho más caros. Es decir, y pongamos un ejemplo que siempre es más ilustrativo y pedagógico: en tal supermercado, esa leche que luce en la etiqueta el nombre del establecimiento de marras, en realidad está producida y envasada por esa empresa de postín que se anuncia en televisión exhibiendo vacas orondas y verdes prados. Me acuerdo de las marcas blancas tras recibir el mismo detallado y minucioso correo electrónico por séptima vez en los últimos cinco días. Un correo en el que se identifica y facilita el listado de un sinfín de productos, de las galletas a los refrescos, del detergente a las natillas, junto a la denominación de los productores reales y las grandes superficies en las que se pueden encontrar. Porque si las marcas blancas comenzaron de una manera accesoria, hoy en día ya forman parte del guión habitual de nuestra lista de la compra. De hecho, algunas marcas blancas han triunfado de tal manera que hasta se solicitan en los establecimientos de la competencia. Piense en verde y se dará cuenta de que no exagero.

No me cabe duda de que las marcas blancas forman parte de una de las grandes estrategias de la mercadotecnia comercial, esa ciencia o método que consigue captar nuestra atención y adelgazar nuestra cartera –sin asperezas, sintiéndonos reconfortados-. Una ciencia que cada día más me fascina, porque es capaz de apuntar a la diana de nuestras sensaciones, consiguiendo despertar nuestro interés o consumismo. Si usted se detiene un instante a examinar cómo se ofrecen los productos en un supermercado, sus diferentes alturas, su orden, su situación espacial o visual, pronto descubrirá que nada es producto del azar y que, tras la aparente armonía, se esconden rocosas negociaciones financieras, concienzudos estudios psicológicos y toda una milimetrada estrategia con un solo y claro objetivo: vender. Los productos estrella, las grandes marcas, exhiben su poderío en las estanterías, de la misma manera que lo hacen en la Bolsa, mientras que las firmas más modestas tratan de abrirse un hueco a duras penas, a la altura de nuestros tobillos, o donde no alcanzamos los que no pasamos del metro ochenta. Esas mismas firmas que se entregan con frenesí a todo tipo de descuentos y promociones, que no deja de ser el precio a pagar por estar ahí, en un inmenso mostrador por el que desfilan cada día miles de futuribles consumidores.

Tal y como sucede en el correo que he recibido siete veces, todo un despliegue de investigación comercial, es fácil toparse en el supermercado con una persona que examina concienzudamente los fabricantes o, incluso, el domicilio fiscal de cualquier producto de marca blanca, esperanzado en descubrir una nueva ganga, tesoro o como se quiera calificar. La proliferación de las marcas blancas han instaurado una especie de leyenda del chollo, del ahorro inteligente, de comprar a precio muy reducido un determinado producto por el simple hecho de que muestra otra etiqueta y denominación. Truco, magia, estrategia, escoja usted la palabra. Desde pequeño, he escuchado un dicho que esconde una gran verdad: nadie da duros a pesetas, y que si lo aplico al asunto que hoy nos ocupa me genera ciertas dudas, al menos, de si el producto que adquirimos a menor precio es exactamente el mismo que el ofrecido en su envase y precio habituales. Supongo que, como se formula en otro célebre dicho, habrá una excepción que se cumple en toda regla. Esperemos, en este caso concreto, que las excepciones sean varias o muchas, que horno no está para bollos y las penas con pan son menos, sigamos echando mano del refranero que, aunque puñetero, suele ser cumplidor con la sabiduría que esconde en su interior.


El Día de Córdoba

domingo, 11 de abril de 2010

SIGLAS





Todavía, cada cierto tiempo, por suerte se está distanciando en el tiempo, sueño que regresa nuestra adorable, querida y rubia peseta, finiquitando esta europeísta época de céntimos y billetes de valores extraños y ampulosos. Puede ser que se trate de un sueño pueril el mío, no lo niego, pero es que aún no contamos con la posibilidad de ordenar, organizar y planificar nuestros sueños. Ya quisiéramos. Me temo que el sueño de la peseta cambiará en breve por el de la TDT que, de un día para otro, ha transformado mi mando a distancia en un incomprensible galimatías. Pulso el botón y aparece en la pantalla un episodio de Farmacia de Guardia de cuando Carlos Larrañaga era el galán español por antonomasia, cuando no un partido de polo o una vendedora escotada que nos ofrece, dos por el precio de uno, un infalible cuchillo de cocina. Ya sé que, tal y como sucedió con el Euro, nos han advertido, informado y casi preparado para la llegada de la TDT, pero son avisos que no tenemos en cuenta porque, como el treinta y uno de agosto o el siete de enero, no queremos que lleguen nunca y nos alivia sentirlos o creerlos instalados en la lejanía. Pero llegan, ya lo creo que llegan. Ya ha llegado. Los lingüistas nos alertan y advierten, cuando les dejan, que cada día le propinamos más mordiscos al lenguaje, que estamos reduciendo nuestro vocabulario hasta límites insospechados, que simplificamos, que hemos perdido el gusto por las palabras y sus posibilidades. Yo creo que el tema es todavía más serio y dañino, no es que estemos enanizando nuestro idioma, es que nos hemos empeñado en transformarlo en una especie de código Morse científico y escuálido, mediante la adopción de una sinfín de siglas, que en la mayoría de las ocasiones proceden de términos y vocablos anglosajones. Siglas que, como las modas, las estaciones o los números uno de los Cuarenta Principales, son fulgurantes durante un tiempo, hasta desaparecer en el olvido o, por el contrario, ya formar parte de nuestras vidas como si siempre hubieran estado a nuestro lado.

Las instituciones políticas o públicas, sindicales o benéficas, tal vez fueran la avanzadilla de esta era de las siglas, por la necesidad de contar en un poco un mucho. Una ideología, una idea, una definición, una historia, en cuatro letras. Este es el origen y gran propósito de la sigla estrella de los últimos años, el SMS, que todavía sigo sin saber lo que significa. El SMS que, por su parte, también ha propiciado un nuevo alfabeto rocoso y mínimo, siglas de un lenguaje que contiene una gran información y ningún respeto hacia el vocabulario. Escuchamos música o vemos películas gracias a aparatos que conocemos por sus siglas: VHS, DVD, CD, MP3, JPG, TFT, etc., etc. Siglas que cambian al mismo tiempo que avanza la tecnología. En este punto, no nos podemos olvidar de otra sigla de grandísima aceptación popular: GPS. Gracias a las calculadoras hemos olvidado las “cuatro cuentas”, gracias a la agenda de nuestro móvil ya no ejercitamos la memoria y gracias al GPS hemos comenzado a perder el sentido de la orientación. Un aparato curioso, habitualmente con voz femenina, con el que discutimos con frecuencia, poniendo en duda constantemente sus habilidades. Porque nos encanta poner a prueba a nuestro GPS, y así le indicamos que nos guíe hasta nuestra casa y disfrutamos con sus errores, exhibiendo un extraño machismo que bien merecería estudiarse por los especialistas de la psicología.

Las siglas, los SMS en concreto, nos hablan de una existencia reducida, comprimida, concentrada en lo mínimo, en lo indispensable. Tal vez esta era de las siglas sea la representación más gráfica y real de nuestras propias vidas, de esta desmedida ambición nuestra por la velocidad y lo concreto. Familiarizados con las siglas, nos entregamos a una extraña competición por poseerla todas, como si detrás de ellas se encontrara la definición más afrodisíaca y totalizadora del bienestar y de la felicidad. Nos dicen que el futuro, lo que vendrá, se esconde tras unas siglas, y puede que sea cierto, pero jamás renunciemos al valor y poder de las palabras. Palabras completas, frases encadenadas, que cuentan todo, todo, lo que somos y sentimos.


El Día de Córdoba

domingo, 4 de abril de 2010

LA PUREZA DE LA SERPIENTE





Todo aquel que siga esta columna desde sus comienzos, que ya son años y espero que sigan siendo muchos más, usted decide, sabe perfectamente que tengo una especial predilección por los elementos puros, por toda aquella iniciativa, experiencia, personaje o suceso que se define por su pureza, por mostrarse como tal es, sin disfraz, sin máscara, sin poses. El mediocre que exhibe una brillantez fingida, el cateto que juega a ser moderno, el aburrido que intenta por todos los medios ser gracioso o el ignorante que aprende tres coletillas para proclamar una sabiduría inexistente suelen ocupar el blanco de mi diana dialéctica. Eurovisión me parece un evento fascinante cuando es el mayor escaparate de lo hortera protagonizado por horteras convencidos y orgullosos de serlo y me parece lamentable cuando un actorzuelo se cuela, pretendiendo ser hortera. Lo que calificamos como friki, en multitud de ocasiones, consigue hipnotizarme, aunque se me revuelven las tripas cuando alguien se empeña en construirse el personaje sobre una piel de mentiras y oportunismo. El primer Gran Hermano, por ejemplo, sigue siendo una de las mayores aportaciones que el mundo de la televisión nos ha ofrecido en las últimas décadas: era real. Las siguientes ediciones no han dejado de ser un inocuo y repetitivo sucedáneo de la semilla inicial. Hace años, le dediqué un artículo a explicar como la epidemia de lo Light se extiende sobre nosotros, de la comida a la cultura, con mayor velocidad y permisividad de la que deberíamos desear. Huimos de los sabores, lenguajes y comportamientos puros, todo lo matizamos, lo suavizamos, lo envolvemos bajo una tenue neblina que nos mantenga a salvo, que no nos escueza, que no nos hiera. La pureza de la serpiente al otro lado del cristal, aún sintiéndonos a salvo intuimos el peligro.

Obviamente, hay elementos puros que, aún consiguiendo captar mi atención, se sitúan en el extremo opuesto de mis percepciones, posicionamiento o deseo. En muchos casos, la pureza es como esa serpiente que contemplamos adormilada en el terrario: no es deseable estar en contacto con ella. Dentro de la política podemos encontrar algunos ejemplos de pureza que esquivan la demagogia, la indefinición y el cartel publicitario. Y la pureza, como el vino o como el jamón, con frecuencia necesita de tiempo, de reposo, de construcción hasta mostrarse en su plenitud. Esperanza Aguirre, por ejemplo, en sus anteriores responsabilidades políticas, no era tan pura como ahora, genuinamente pura. La recordamos en su etapa ministerial como una Mr. Bean de la cultura o de la educación, a ratos despistada, a ratos sobrepasada, pero Esperanza Aguirre no ha sido la Esperanza Aguirre que hoy conocemos hasta su llegada a la Comunidad de Madrid. Transformada en una Agustina de Aragón de la derecha, con algunos ramalazos de la Angela Channing de Falcon Crest, cada poco ha tenido la habilidad de regalarnos algunas de sus perlas o dardos, según la sensibilidad de cada cual. La última ha sido su ya célebre “pitas, pitas, pitas”.

Me da igual que Esperanza Aguirre dude de la moralidad de la madre de Ruiz Gallardón, que fulmine a sus colaboradores o que haga gracietas sobre sus tacones, lo que me parece absolutamente inaceptable es que trate de ridiculizar a los andaluces. Nos tocó soportar que nos calificaran de indolentes, de analfabetos y de mal hablados hasta llegar a este compararnos con dóciles gallinas que acatan la voz de su amo por un puñado de trigo. Calificativos que luego pasan factura a los populares, como no podía ser de otra manera, cuando nos convocan a las urnas. Curiosamente, estas aseveraciones, que no dejan de ser más que una evidente muestra de falta de educación y respeto, castigan más a los populares que sus Gürtell y Matas, que son auténticos atracos, nunca mejor dicho, a la Democracia. Nunca comprenderé, estableciendo un símil futbolístico, a aquel árbitro que muestra la tarjeta roja a un futbolista por escupir un improperio y apenas castiga a ese jugador que destroza la pierna de un adversario. Pero retomemos la pureza de Esperanza Aguirre, esa capacidad de decir lo que se le pasa por la cabeza sin temor a la respuesta, a la reacción o a la reprimenda. Una pureza que, como la de la serpiente, es preferible contemplar desde la distancia, desde la lejanía, donde su veneno no pueda alcanzarnos.


El Día de Córdoba