martes, 19 de diciembre de 2017

DIGNIFICAR LA POLÍTICA


No es que me guste la política, que me gusta, y mucho, me encanta, hablarla, discutirla, posicionarme, enfrentarme, siempre desde el respeto, por supuesto, es que la entiendo como un elemento esencial para el desarrollo y evolución de cualquier sociedad, si pretende cumplir con su primera definición académica:  conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes. Yo añadiría, si me lo permiten, pacíficamente y en libertad. La política, entendida como servicio público, yo no la entiendo ni concibo de otra manera, es la que propicia que evolucionemos, que nos gobernemos según así considere la mayoría, respetando nuestras libertades y derechos, y recordándonos nuestras obligaciones, porque todos los ciudadanos, de un modo u otro, tenemos obligaciones, también. Hablo de Democracia, claro, que la política ha de garantizar, velar, promocionar y mimar. Lo otro, llámese como se llame, venga de venga, es otra cosa, póngale usted el nombre, no es política. Entendiendo la política como un elemento fundamental de nuestras vidas, de nuestra sociedad, jamás podré comprender a todos aquellos que se empeñan en difamarla, ensuciarla, menospreciarla o ridiculizarla, porque esa estrategia, perversa y habitualmente malintencionada, se vuelve contra todos nosotros tarde o temprano. Contra todos, sin excepción. Soy de los que piensan, fíjese usted, que hay que dignificar la política y, por tanto, hay que dignificar a quienes la ejercen: los políticos. No hablemos de esa entelequia que es “la clase política” que no la humaniza, que la deja sin rostro, sin alma. Hablemos de los hombres y mujeres que la ejercen, desde los más diferentes posicionamientos ideológicos, y a los que considero en su inmensa mayoría honestos, comprometidos y trabajadores. Sí, me ha escuchado bien. Y sí, claro que he oído hablar de los casos de corrupción y que afectan a todos los partidos políticos, claro que sí, pero eso no cambia ni mengua mi concepción de la política y de quienes la ejercen. Porque lo queramos o no, los corruptos siguen siendo una casi insignificante proporción del total, le pido que haga la cuenta.
Si aplicásemos ese “todos son unos chorizos” a los diferentes ámbitos sociales, deberíamos dar por supuesto que todos los sacerdotes son unos pederastas, todos los futbolistas unos defraudadores de impuestos, todos los médicos unos negligentes, todos los mecánicos, taxistas o fontaneros unos ladrones y todos los hombres unos machistas que maltratan y asesinan a las mujeres, y no, no es el caso, porque afortunadamente hablamos de excepcionalidades. Que retumban mucho, que cuentan con gran espacio y eco en los medios, claro, y es lógico que suceda, ya que los políticos se ocupan de algo muy preciado, de eso que llamamos lo público, lo común, lo que es de todos. Por eso no puedo entender, no me cabe en la cabeza, ese permanente empeño por menospreciar la política y... sigue leyendo en El Día de Córdoba.

lunes, 11 de diciembre de 2017

PATRIA


Lo dejo claro desde el principio. Estoy plenamente a favor de los denominados “fenómenos literarios”. Me encantan, me gustan todos, sí, he dicho todos. Y sí, me gustaría protagonizar un fenómeno literario, por todos los motivos, aunque solo fuera un fenomenillo. No soy uno de esos puristas que relaciona consumo generalista con baja calidad, no, a veces se pueden combinar, y no creo que sea necesario citar cualquiera de los cientos de ejemplos que podemos encontrar en la Literatura, pero también en el Cine o en la Música, y hasta en el Arte –la Capilla Sixtina o el Guernika, por ejemplo, son auténticos bestsellers de la Pintura-. Adoro los llamados “fenómenos literarios” porque el que un libro, sea cual sea el libro, se convierta en un producto de consumo preferente me transmite una felicidad indescriptible, porque eso supone colas en las librerías y en las ferias del libro, libros envueltos para regalo y pilas de libros en los centros comerciales, miles y millones de libros. Supone compradores no habituales de libros, algunos de los cuales caerán bajo el hechizo de la lectura y optarán por seguir comprando libros en el futuro, e incluso evolucionando como lectores, y así alguien que comenzó con la trilogía de Grey puede que acabe leyendo a Durrell. Lo sé, me paso de optimista, pero es que de vez en cuando es necesario abrazarse a la utopía. Aplaudo y me congratulo de los fenómenos literarios porque tengamos en cuenta que, aunque algunos parezcan no entenderlo, especialmente los últimos ministros de Cultura y el inmisericorde Ministro de Hacienda, la Literatura se mantiene y articula en torno a una industria, editorial, que necesita de estos fenómenos literarios que son, en resumidas cuentas, los que colorean de negro las cuentas de las editoriales. Y gracias a estos beneficios se pueden publicar e incluso arriesgar con otros autores que no alcanzan, ni remotamente, las ventas deseadas.
Me gustan los fenómenos literarios porque en multitud de ocasiones se ha hecho justicia con un autor, se han premiado abnegadas y constantes trayectorias de años y años de silencioso trabajo, se le ha descubierto a ese ente invisible y expansivo como un gas que conocemos como gran público. Stieg Larsson es un ejemplo de esto último, reconozco que devoré con pasión y pulsión su trilogía, o Javier Cercas y también lo es el autor que da título a esta columna, Fernando Aramburu. Porque aunque muchos lo hayan conocido por Patria, su fenómeno literario, Aramburu cuenta con una extensa y prolífica carrera literaria a su espalda. Poeta, cuentista, ensayista, articulista, traductor, en sus casi 40 años de trayectoria se ha zambullido en todos los géneros, con notable éxito en la mayoría de las ocasiones. Años lentos y Los peces de la amargura, que tal vez sea el germen de Patria, son dos libros, novela y colección de relatos, espléndidos, provistos de una textura narrativa, tan artesanal como luminosa, solo al alcance de narradores muy dotados. He de reconocer que he tardado en leer Patria, no sé si frenado por lecturas atrasadas o porque necesitaba encontrar el momento propicio. Y he de reconocer, también, que, desde un punto de vista meramente literario, no me ha impresionado. De hecho, no la considero la mejor obra de Aramburu, las dos citadas anteriormente me parecen de una mayor calidad. Sin embargo, hay que considerarla como una obra importante, grande, más allá de sus hallazgos estilísticos, algo que a veces sucede, si tenemos en cuenta sus otras habilidades y bondades. 
Salvando las distancias, espero que entiendan la analogía –no trato de establecer un paralelismo, válgame-, me ha sucedido con Patria lo mismo que con 8 apellidos vascos, en cuanto a lo que supone de normalización, a que ya podamos hablar de ciertos temas, del terrorismo de ETA, con naturalidad, sin tener en cuenta al que nos escucha tras la esquina, sin temor. Patria pasará y quedará por su pedagogía, que en determinadas ocasiones, como sucede en este caso concreto, es infinitamente más importante. Y es que Aramburu ha tenido la capacidad de crear una obra que sana heridas, que cose costuras deshilachadas, sin necesidad de recurrir a alcohol del que escuece o a hilo gordo, que deja gruesas y visibles cicatrices.  Méritos más que suficientes, junto a todos los intrínsecos a cualquier fenómeno literario, para catalogarla como una obra necesaria e importante. Especialmente ahora, que la palabra cotiza a la baja.

El Día de Córdoba 

martes, 5 de diciembre de 2017

CUATRO MILLONES DE GOLPES

Hace dos años justamente, Eric Jiménez, batería de Los Planetas, Lagartija Nick, el Omega de Morente y una larga lista de bandas, míticas en su mayoría, presentó en su bar, que os recomiendo muy encarecidamente, El bar de Eric, por carta y decoración, mi novela Biografía Autorizada. Una novela en la que narro la trayectoria, la vida, de una supuesta estrella del rock nacional, que comienza su andadura en los ochenta, y que continúa en la actualidad, en solitario. Una novela que escribí como tributo a la música, pero también por leer esa obra que la literatura rock aún no me ha ofrecido. Una literatura repleta de biografías que repiten estándares muy comunes, infancias desoladas, todos nacieron en el seno de una familia muy humilde, de escasos recursos, pobres a más no poder, de las afueras de Manchester, Londres, Dublín o Nueva Jersey, siempre hay un poquito de trapos sucios, para alimentar el morbo y demás, y sin embargo hay muy poca música, se quedan en la estratosfera, nunca descienden, nunca cuentan cómo se produjo el milagro, cómo llego, que chispa originó el incendio, la creación, ni cómo lo llevaron a cabo; en definitiva, se guardan y se callan su fórmula de la Coca Cola. La mantienen a salvo, no quieren compartirla, como si hacerlo los convirtiera en mortales. Escribí Biografía Autorizada porque quería leer la historia de un músico hablando de música, y no de chismes, adicciones y familias desestructuradas. Quería retratar al músico en la intimidad, lejos de los focos. Si Eric ya hubiera publicado Cuatro millones de golpes con anterioridad tal vez no habría escrito mi novela: habría encontrado lo que andaba buscando.
Eric Jiménez es el máximo común divisor del rock español, también lo podemos considerar como una especie de Forrest Gump musical, siempre está ahí, en el momento propicio de la historia más reciente, en el lugar adecuado. Batería del grupo español más importante de las últimas décadas, Los Planetas, participante, además de una manera muy decisiva, del disco con mayor repercusión internacional del rock español: Omega y para rematar lo que sería la Pagana Trinidad Roquera, Eric coprotagoniza, junto a J y Gaizka Mendieta, el himno más coreado en los festivales españoles: Un buen día, que hasta la reina Letizia, eso cuentan, baila en la intimidad. No me cabe duda de que Eric es uno de los nombres imprescindibles de la escena musical española, y por tanto la información que aporta en esta biografía es esencial, fundamental, para conocer la historia más reciente de la música española, desde los ochenta hasta la actualidad. Una historia narrada con una sinceridad pasmosa, tanto que se podría haber titulado Honestidad brutal, apropiándonos del maravilloso trabajo de Andrés Calamaro. Una infancia, la de Eric, en unas condiciones durísimas, pero que él recuerda con cariño, incluso desde la felicidad. Infancia que nos habla de ese otro tiempo, no tan lejano, aunque pudiera parecerlo, y que nos ayuda a comprender los grandes cambios sociales, políticos o culturales que se han... sigue leyendo en El Día de Córdoba