martes, 30 de diciembre de 2014

FITO

Siempre lo he tenido claro: más allá de los premios, de las críticas de postín, más allá de las portadas y las solapas, de los escaparates y las dedicatorias, más allá de los premios, remunerados o no, los congresos, el poco dinero, las lecturas y los viajes, lo mejor que me ha aportado esta profesión mía son las personas que he conocido en estos años de adicción legalizada y consentida. Con algunos de ellos, gracias a las afinidades, el roce y el tiempo, he establecido una auténtica amistad, que celebramos cada vez que nos encontramos como si se tratase de una fiesta –tipo Imperio Romano, en algunos casos-, y varias docenas de mañanas resacosas y maltrechas dan fe de ello. La Literatura me regaló, una tarde de primavera, la amistad de Rafael de Cózar. A Rafael, a Fito, lo conocí a mediados de 2000 en Sevilla, en la mítica Carbonería, esa referencia legendaria de la cultura en Andalucía que el Ayuntamiento de Sevilla está empeñado en desmantelar, como si todo se pudiera delimitar y establecer en una burocrática licencia. Recién llegado en esto, Pizco Lira me comentó que un profesor de la Universidad de Sevilla, un “catedrático”, estaba interesado en presentarme mi Novelista malaleche, lo que me provocó asombro y pudor, también puede que hubiera algo de estupor, ahora puedo decirlo. Desde aquella noche primaveral y suave de 2000, iniciática para mí en muchos aspectos, soy amigo de Fito. Me fue muy fácil serlo. Una de las personas más divertidas que he conocido, una de las mejores personas del mundo, tal y como lo definió su amigo Arturo Pérez Reverte, y no exageró en nada. Realmente lo era. Profundo y “gracioso” al mismo tiempo, te esquematizaba en dos minutos las vanguardias del siglo XX para a continuación contarte la historia de su antigua novia americana o te ponía al tanto de su producción vinícola. Cátedra y tasca, sofismas y chascarrillos, rimas y ripios.
Siempre vital, siempre cálido, no creo que nadie pueda conservar un mal gesto, una mala palabra de Fito, ya que no formaba parte de su naturaleza. Podría rescatar hoy, aquí, cien anécdotas de Fito, mil, y volverían a escapar las lágrimas de mis ojos, me volvería a doler la tripa, como tantas y tantas veces consiguió. Desde hace años, compartíamos mesa y mantel, unos cuantos codazos, y también cigarrillos, en la entrega del premio Lara en Sevilla. Sin necesidad de citarnos, yo siempre sabía dónde encontrarlo para tomarnos unas cervezas previas, accedíamos juntos al evento. Niño, a mí me gusta fumar contigo, porque tú sabes lo que es fumar, me decía de vez en cuando y encendíamos un nuevo cigarrillo... sigue leyendo en El Día de Córdoba

2014, ALGUNAS CANCIONES (MADE IN SPAIN)


sábado, 27 de diciembre de 2014

LLAMADME INOCENTE

Hoy leeremos en algún periódico que Zidane regresa a los campos de fútbol, que ha fichado por nuestro Córdoba para lo que resta de temporada, o tal vez sea Messi el que ha llegado a algún acuerdo con el Real Madrid para el próximo año o que Fernando Torres retorna al Atlético de sus amores –ah, que esto no es broma-. O puede que alguien vaticine que la crisis se va a acabar el 2 de abril a las cuatro menos cinco de la tarde, o que los bancos y constructoras, a partir de ahora, en agradecimiento a la solidaridad demostrada, van a repartir sus futuros beneficios entre todos los ciudadanos. Tal vez a alguien se le ocurra adelantar que el Gobierno le encarga a Leonardo Dantés y Tony Genil que escriban el nuevo himno español o que González Pons se da de baja en el Partido Popular para liderar Podemos en Valencia. Sigamos, que pueden ser muchas, muy variadas, vistosas y divertidas, las inocentadas que hoy nos regalen los medios de comunicación: Yola Berrocal representará a España en el próximo festival de Eurovisión, Pilar Urbano es la portada del próximo número de Interviú, la Casa Real se suscribe al Jueves, o Rajoy apuesta por el Pequeño Nicolás como su nuevo número dos.
Hoy, veintiocho de diciembre, celebramos el Día de los Inocentes, y, en gran medida, nos referimos a esos inocentes que somos capaces de engañar, que pican en nuestras trampas, que les tomamos el pelo con suma facilidad. Esta sociedad nuestra ha generado unos códigos estéticos y éticos un tanto malvados, y la inocencia ha dejado de ser un valor en alza. A los inocentes los despreciamos por crédulos, por lelos, por simples, y nos parecen más sensatos los incrédulos, los “largos”, los sibilinos, los cínicos. A los que todavía cuentan con la capacidad de sorpresa, a los que se creen lo que sus amigos les dicen, a los que no tienen todas las prevenciones y sus miradas son transparentes, los catalogamos como ingenuos. Desde este punto de vista, estoy encantado de que hoy me feliciten, estoy orgulloso de picar en todas las bromas, me sigo creyendo lo que me cuentan, soy una presa fácil en este día.

Me encanta pensar que sigo siendo un inocente, que en muchos aspectos conservo la mirada cristalina de la niñez, que cada nuevo día me puede deparar una gran y nueva sorpresa. Me encanta la inocencia como motor de la ilusión, aún es posible cambiar las cosas, somos capaces de dirigir nuestras vidas, aún queda por luchar. Y, sobre todo, me encanta esa inocencia que te dice que el nuevo año transformará en realidad todos nuestros anhelos, que eliminará todo lo negativo que pulula en nuestras vidas, que es posible recorrer el camino escogiendo la dirección, la velocidad. Sí, puedes felicitarme abiertamente, que no me lo tomaré a mal, todo lo contrario. 

miércoles, 17 de diciembre de 2014

MIEDO ESCÉNICO

Admiras a ese amigo, todos tenemos uno, que se atreve a contar chistes ante una legión de desconocidos, envidias a esa amiga que se arranca a cantar copla o que no duda en agarrar el micrófono y emular a Rocío Jurado en el karaoke –en el fulgor de la fiesta-, como una ola, se nos rompió el amor o la que encarte, te impresiona esa estrella del rock que berrea y salta ante miles de seguidores como si se pasease por el patio de su casa, alucinas con ese torero que cita al toro en el centro de la plaza ante la atenta y silenciosa mirada de los graderíos repletos de espectadores. Admiro al presentador de televisión que se queda mirando la cámara, sin pestañear, sin ruborizarse, y dice todo lo que tiene que decir, sin inmutarse, sin perder la voz, como si nada. Admiro, especialmente, al orador que se enfrenta a un silente auditorio y se expresa con claridad, hilvana las ideas con soltura, no duda, no amaga, los nervios no desordenan sus frases. Yo, por los menos, los admiro. Y más, de andar por casa, podríamos calificarlo, admiro esa naturalidad, familiaridad, que despliegan algunos amigos y conocidos para dirigirse, entablar conversación, conectar, con un desconocido, fabricando una casi instantánea familiaridad. Los admiro, sí, y lo dice alguien que se ruboriza cuando tiene que preguntar tal talla o número o que le cuesta reclamar la atención tras una barra en un bar repleto de clientes. Sí, me cuesta. Pudor, vergüenza, reparo, corte, timidez, pavor, incluso horror, póngale el cascabel al gato, antes de que salga huyendo por la ventana y no lo volvamos a ver.
Jorge Valdano, ese jugador abrupto, melenudo y desvencijado que con el paso de los años se ha transformado en un refinado tertuliano y hasta en un lúcido pensador, en 1986 escribió un artículo, en la emblemática Revista de Occidente, en el que abordaba la casi angustiosa sensación que padecían la mayoría de los rivales que se enfrentaban al Real Madrid en el Santiago Bernabéu. Y para explicar esta sensación, vamos a llamarla sensación, se valió de un término que acuñó con anterioridad el fallecido Gabriel García Márquez: miedo escénico. Valdano construía su definición del miedo escénico, sintetizada en una mítica noche europea en la que el Real Madrid remontó un 3-0 adverso contra el Anderlecht de Bélgica –en sus años de gloria y grandes jugadores-, basándose en la aptitud del equipo blanco, ese Juanito agarrado como un primate enloquecido a la reja que separaba a los equipos en el túnel de vestuario, la acalorada complicidad de los miles de espectadores que poblaban las gradas, plenamente convencidos, igualmente, de la gesta, así como en la propia historia del club blanco, repleta de noches mágicas y arrolladoras, grabadas a fuego en el escudo. Todos los ingredientes, llevados a ebullición, desembocaron en lo que Valdano definió como miedo escénico... sigue leyendo en El Día de Córdoba

domingo, 14 de diciembre de 2014

WHO I AM, PETE TOWNSHEND

El aquellos años de rock salvaje, loco, lisérgico y orgiástico, puede que los Who fueran uno de los mejores ejemplos de la ya célebre y cacareada leyenda: sexo, droga y rock and roll. Y si no fueron los primeros o los mejores, seguro que fueron unos de los que más se esmeraron en representarla de principio a fin, eso es seguro. Se entregaron a fondo, hasta el abismo de ellos mismos. Y así lo cuenta Pete Townshend, guitarrista y líder de la mítica banda británica, en Who I Am, su biografía. Biografía de una estrella del rock que, tras las del fallecido Johnny Ramone y Neil Young, nuevamente nos llega de la mano de Malpaso Ediciones, que acierta traduciendo y publicando en nuestro país un estupendo y honesto texto, que permite adentrarnos en ese lado oscuro de la estrella que, aún alejado de los focos, es la verdad, la realidad. La vida, tal cual, más allá del escenario.
Indiscutiblemente, los Who son una de las grandes bandas de rock de todos los tiempos, por producción, vigencia y presencia, pero tuvieron la “desgracia” de compartir biografía, vivencias, ausencias, cartel y algo más con los Beatles y los Stones, así como con una docena más de bandas míticas. Aún así, tuvieron su propio espacio y fueron capaces de forjar y de imponer su propio estilo, más agresivo, más juvenilmente rebelde, más feroz, que los anteriormente citados, consiguiendo que varias generaciones de jóvenes se sintieran representadas en las letras de sus canciones y, sobre todo, en su pose y postura. Era lo que la gente quería escuchar. Yo estuve allí.
Townshend es el epicentro de esa rebeldía ácida que impregna a toda la banda, el promotor, el guitarrista incendiario, exorcizado, envenenado de rock, el aliento de la bestia. Un Townshend, como él mismo reconoce, bipolar, exultante y depresivo, superficial y espiritual, temeroso y suicida, desgarrado y apacible. Con toda seguridad, la compleja personalidad de Townshend se forjó durante esa extraña infancia que pasó junto a su abuela, mientras que sus padres actuaban por cuarteles militares y se emborrachaban casi a diario. Esta complejidad, depresiva, excesiva, caótica, ha sido una constante a lo largo de su vida, tal y como el propio Townshend expone en el texto sin pudor ni rubor, con transparencia. Y la música, el rock, ha sido el antídoto, la terapia, o la alianza de la que se ha servido para contrarrestarse a sí mismo. No soy un experto en amistad, no tengo grandes dotes sociales.

En Who I Am se aprecia desde el principio el denodado esfuerzo de Townshend por “literaturizar” su propia biografía, y es justo reconocer que con frecuencia lo consigue, ofreciendo pasajes de brillante escritura, de narrativa envolvente, que siempre acompaña de una historia, su propia historia, que no decae en interés. Una historia alocada, estrambótica, poliédrica, siempre sincera, en la que no duda en autocalificarse como un pésimo marido y padre, un compositor a ratos genial, un peculiar hombre de negocios, y un amante desmemoriado, pero entregado. Who I Am es la entrada al laberinto del propio Townshend, la estrella que ha forjado su propio universo, dentro y fuera del escenario.


lunes, 8 de diciembre de 2014

UNA VIOLENTA MINORÍA

Esta semana nos hemos vuelto a acordar de Fernando Martín, aquel héroe mítico del deporte español, ese guaperas de pose chulesca que muchos envidiábamos como si se tratara de una estrella del celuloide, ese competidor nato que arengaba a sus compañeros en el vestuario cuando “solo” iban ganando de quince puntos al adversario: “de veinte, de veinte”, cuentan, los que le conocieron, que gritaba. Lloré la muerte de Fernando Martín, y no es una metáfora, de la misma manera que se me han saltado las lágrimas, en más de una ocasión, cuando he contemplado las dentelladas de Rafa Nadal a sus trofeos, o cuando Iniesta nos hizo campeones del mundo, o con los goles de Raúl, Zidane, Mijatovic o Sergio Ramos en las finales europeas, o cuando Casillas ha levantado al cielo las copas, como un Braveheart balompédico, entre una nube de fuegos artificiales. Y también he llorado algunas/muchas derrotas, contra ese Milan atosigante con aquellos holandeses prodigiosos, o cuando se nos heló el aliento en Eindhoven o cuando Arkonada no pudo detener esa falta lanzada por Platini que todos consideramos facilona. Y volví a llorar, enmudecí durante varios minutos, cuando Uli coló ese gol histórico que nos devolvió a la máxima categoría, o muchos años antes, con ese tanto de Valentín que nos rescató de las catacumbas. El deporte ha conseguido abrir las puertas de mis emociones, y lo sigue haciendo, puede que me suceda de por vida. Tal vez sigo siendo, en el fondo o en el exterior, ese chaval que regateaba en la Plaza de los Caballos, que tragaba albero en el majestuoso campo de los Salesianos, que cambiaba cromos en el Realejo, que seguía las retransmisiones de los partidos con una vieja radio de plástico naranja. No me avergüenzo de ello, forma parte de mí, de mi identidad.
Grito y salto viendo determinados partidos, los de alrededor se ríen, dicen que me transformo en otra persona, corro la banda del salón, remato en plancha en boca de gol a riesgo de destrozar una lámpara o jarrón, celebro los goles como Cristiano o Raúl. Y... sigue leyendo en El Día de Córdoba 

lunes, 1 de diciembre de 2014

EL PESO DE LOS DÍAS

Si fuéramos capaces de pesar los días/momentos/minutos realmente vividos, ¿cuál sería el resultado? ¿En kilos, en toneladas, en gramos?
Ya estamos en diciembre, aquí, ya, sí, con sus antigripales y sus fiebres, y sus narices entaponadas y su tonelada de pañuelos de papel, pero también con sus mantecados y sus anuncios, con sus loterías y encuentros familiares, con sus regalos y sus centros comerciales a reventar, sin su paga extra, me temo, que eso era de cuando estábamos de fiesta, aunque muchos jamás nos enteramos en dónde se celebró la fiesta. Cómo pasa el tiempo, es que ni te enteras, que hace tres días estaba guardando el árbol del año pasado, me espetó la vecina en el ascensor y agradecí, muy sinceramente, no compartir la sensación. Hago, y alguna vez consigo, que los días pesen, cuenten, que no pasen por mi vida como si tal cosa, como si no importasen, como si no fueran uno más entre otros muchos idénticos.  Porque todos los días son diferentes, especiales, o al menos hay que salir de la cama con esa pretensión, porque lo cierto es que abundan los feos, pero feos de narices, y hasta los espantosos, para qué nos vamos a engañar, que por ocultarlos no van a dejar de llegar, ojalá pudiéramos. Con frecuencia, a colación, recuerdo la teoría que se despliega en Smoke, la película de Paul Auster, que teorizaba sobre el peso del humo, y que lograba a adivinar tras calcular la diferencia entre la suma de la colilla y la ceniza obtenida  y el cigarrillo inicial. Más o menos. Hay días, muchos, desgraciadamente, que apenas han aportado unos insignificantes gramos en el peso de nuestras vidas. Esos días, no necesariamente feos o espantosos, planos, vacíos, huecos, que el corazón ha mantenido inalterable, flemático, aburrido, el ritmo de su latido, sin variar uno solo de ellos. Como un metrónomo anestesiado e inflexible, robotizado. Si importáramos la teoría de la película de Paul Auster tal vez nos sorprendería comprobar lo poco que hemos vivido, lo poco que hemos consumido, gastado, de nuestros días, lo poco, sí.
Y cuando me refiero a días gastados no me refiero a todos esos días en los que no hemos plantado nuestra bandera en la cúspide del Himalaya, que no hemos debutado en el Bernabéu, que no nos ha tocado la Primitiva, que seguimos sin cambiar de coche, moto, smartphone o piso; ya sabe, esos días que el reflejo que nos ofrece el espejo es el mismo y hasta va a peor –arrugas y canas-, y el sonido del despertador sigue siendo la gran puñalada que da al traste con el sueño por alcanzar. Esos días, muchos días, ya sabe. Indudable y afortunadamente, no todos situamos nuestras metas en el mismo lugar, y no todas, necesariamente, están relacionadas con algo material, superficial, que se puede contabilizar en cifras. Es más, las metas que mayores beneficios y felicidad nos reportan son aquellas que conectan directamente con nuestras emociones, con los que tenemos más cerca. Sentimientos, sí, tan bellos y olvidados. Sí, hay vida, y mucho más hermosa, más allá de la cuenta del banco, y seguramente esa obsesión por la cuenta del banco, que tan fácilmente aceptamos y asumimos, es el gran mal de nuestro tiempo. 
Caigo en estas cosas, no sé si divago, incluso deambulo, en diciembre, que es como el mes Selectividad del año, ya que enero es el mes “primer día de clase”, chispa más o menos. Ahora que los periódicos, las revistas y los programas más variopintos, elaboran todas esas listas, los mejores libros, películas, canciones o concursos del año, pero también los frikis más frikis de 2014 –dura pugna me temo-, o los corruptos más corruptos –más dura si cabe-, o los más populistas entre los populistas –desafío total-, ahora que repasamos lo que han dado de sí estos 365 días que buscan su pañuelo para despedirse de nosotros, tal vez sea bueno repasar cómo nos ha ido, cuánto tiempo le hemos dedicado a ser felices, o por lo menos a intentarlo, o a los nuestros; cuánto tiempo hemos amado, deseado, besado, acariciado, cuánto tiempo hemos reído, y a lo mejor sería bueno olvidar el que le hemos dedicado al llanto. ¿Somos capaces de recordar todos esos buenos momentos? Espero que no, que sería la señal más evidente de que han sido pocos, muy pocos, como para poder retenerlos con exactitud en la memoria.