martes, 24 de mayo de 2011

SALMONALIPSIS

















La pasada semana tuve la oportunidad de asistir, otra vez, a un concierto de Andrés Calamaro. En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, la actuación tuvo lugar en una sala, de tamaño medio, que, como ya he comentado en determinadas ocasiones, es donde mejor se disfruta, escucha y siente el rock. En la sala el espectáculo deja paso al sonido, a la emoción, a la cercanía, los fuegos artificiales desaparecen; sin máscaras. En una sala es muchísimo más complicado camuflar la trampa, es todo infinitamente más básico, más desnudo y esencial. Antes de continuar, porque la sinceridad no debe chocar con la imparcialidad, debo de reconocer que soy un seguidor fiel, constante y paciente de Calamaro. Constante, pasan los años y entrega tras entrega, con los ojos vendados del fans, entro en la tienda y compro sus nuevas obras. Paciente, siendo justos, no todos los trabajos de Calamaro, especialmente los que nos ha ofrecido en los últimos tiempos, están a la altura de sus grandes temas, es la única e incuestionable verdad. Y fiel por una combinación de ambas explicaciones, y es que hay que ser muy –muy- fiel para haber escuchado algunas últimas canciones de principio a fin. Tal vez en estas cosas sea donde más se note mi vertiente taurina, soporto cientos de pases descafeinados si de tanto en tanto me regalan una verónica o un natural como está mandado. Calamaro tuvo un gran acierto cuando se abrazó al sobrenombre de El Salmón, un animal que se empeña siempre en seguir la misma dirección, la difícil, guiándose de su instinto, sin tener en cuenta las posibles adversidades o los desiertos creativos, que todos los creadores tienen. Calamaro es uno de los grandes nombres que se han incluido en el próximo Festival de la Guitarra, y yo les recomiendo a todos los amantes del buen rock, calamarianos o no, que acudan a la cita programada, porque les puedo asegurar que no les defraudará.

Andrés Calamaro es, físicamente, en la actualidad una replica del Richards más esencial, roquero de gafas de espejo, cinta en la cabeza, greñas despeinadas y cigarrillo entre los dientes. Y de esta guisa, repasa su amplia trayectoria musical, y nos recupera los grandes temas de Los Rodríguez, así como de sus primeros discos en solitario, apenas deteniéndose en los más recientes. Redecora sus éxitos de siempre y hasta tiene un guiño para sus amados tangos, que interpreta con descaro y ronquera. Más allá de las lagunas, o a pesar de ellas, Calamaro tiene una ventaja sobre la inmensa mayoría de los artistas actuales, de su amplísima producción musical es complicado escoger treinta, veinticinco grandes temas, y eso es lo que hace en un espectáculo que roza las dos horas. Interpreta temas que yo creía que jamás podría escuchar en directo, como es el caso de Paloma, auténtico himno generacional y sentimental que provocó ríos de lágrimas entre los asistentes. O la euforia colectiva y taquicárdica cuando le tocó el turno a Sin documentos, o la magia sinfónica de Flaca, o esa recuperación en forma de homenaje a los ochenta y los Caligari que son Los chicos, o el conmovedor gemido de Estadio Azteca, o yo qué sé. Porque si Calamaro ha tenido y tiene una cualidad es que aborda el rock en su más amplia definición, aún respetando su propia personalidad ha sido capaz de evolucionar y casi revolucionar con los años.

Calamaro, Enrique Bunbury y Manolo García, tal vez sean los tres artistas que en nuestro país mejor están aguantando y celebrando el paso del tiempo. Los tres cuentan con discografías muy sólidas, los tres son perseguidos por una legión de seguidores y los tres saben envejecer bien, muy bien. Viendo el otro día Calamaro supe que, si no sucede nada extraño, seguiré asistiendo a sus conciertos dentro de quince o veinte años, con absoluta naturalidad. Porque Andrés, junto a Bunbury y García, han tomado el testigo de Raphael, Julio Iglesias o la difunta Rocío Jurado, mitos de una generación anterior, y que las generaciones más actuales, los que fuimos adolescentes en su mayor y febril efervescencia, más lo que se sumen del presente, los seguiremos en el futuro. Tendrán más canas, más arrugas, serán menos elásticos sobre el escenario, claro que sí, pero es que nosotros también lo seremos –más canosos, más arrugados, menos elásticos-. Aunque el rock comenzara como un fenómeno juvenil, en la actualidad ya no va de la mano de la edad, y como se suele decir: los viejos rockeros nunca mueren. Hablamos de personalidad, de actitud, de maneras de entender la vida y sus cosas. Gracias a Calamaro, entre otros, la magia del rock permanece, y el asistir a un concierto sigue teniendo algo de ritual, de ceremonia, de instante privilegiado. Pronto, aquí en Córdoba, volveremos a sentir todo eso.

http://www.eldiadecordoba.es/article/opinion/981571/salmonalipsis.html

domingo, 8 de mayo de 2011

OPERACIÓN GERÓNIMO
























Paul mantenía el gesto suyo de siempre tan característico, como permanentemente despistado, pero Nancy sintió un pellizco en el estómago justo en el momento que les entregaron sus tarjetas de embarque. Cuando miró hacia atrás, Linda, su hija, a diferencia de otras despedidas, permanecía junto a la valla de protección, moviendo su mano. Dos aviones comerciales, uno de ellos en el que viajaban Nancy y Paul, cambian radicalmente de rumbo, desoyendo las advertencias que reciben desde las torres de control. Los dos aviones, repletos de pasajeros, con escasa diferencia de tiempo, atraviesan las Torres Gemelas de Nueva York, que caen derrumbadas sobre el suelo, como dos acordeones que han perdido su fuelle. El impacto y el calentamiento de las estructuras, propician la caída. Más de tres mil personas, trabajadores y turistas, principalmente, pierden la vida. Osama Bin Laden, el líder espiritual y efectivo de la célula terrorista conocida como Al Qaeda, asume la autoría de los hechos y anuncia nuevos y más sangrientos atentados. Durante días, una nebulosa de ceniza, odio y dolor se instala sobre Nueva York. Nebulosa que no tarda en desplazarse e instalarse, igualmente, sobre el cielo de Bagdad, capital de Irak. Linda, abatida por la muerte de sus padres, meses después de la tragedia decide comenzar una nueva vida en Madrid, como responsable de marketing en una multinacional norteamericana. Casi un año después de su llegada conoce a Pablo, un risueño informático de Alcalá de Henares, con el que comienza una relación estable. Son felices, les gusta estar juntos. Como todos los días, muy temprano, once de marzo de 2004, Pablo toma el tren de cercanía dirección a Madrid. Esa mañana, como todas las mañanas, se despidió Linda de Pablo. Pero, por un instante, pudo ver de nuevo a sus padres, en el aeropuerto, con las tarjetas de embarque en las manos.

Un Suzuki blanco recorre con precisión las tumultuosas y laberínticas calles de Islamabab. Aunque su conductor no es nativo, demuestra un conocimiento escrupuloso de la ciudad. Esquivando cualquier atisbo de rutina, cada día cambia de recorrido, nunca se detiene en los mismos comercios, no mantiene relación alguna con los vecinos. Dos años antes, en Guantánamo, un preso afgano no soporta la tensión de meses de interrogatorio y desvela la identidad de un mensajero, de un hombre fiel y de absoluta confianza, de Osama Bin Laden. Lo sitúa en la capital de Pakistán, donde ejerce de puente entre el líder de Al Qaeda y el exterior. La confesión sorprende sobremanera a los agentes de la CIA, nunca jamás antes, en los años de intensa búsqueda, desde los atentados del 11 de septiembre, nadie les había proporcionado una información tan certera y cercana a Bin Laden. De ahí la desconfianza inicial. Sin embargo, las primeras comprobaciones sobre el terreno apuntan a que buena parte de lo narrado por el preso sea cierto. Meses después de ardua búsqueda y de extremar las precauciones, los agentes infiltrados descubren que el Suzuki blanco entra en una hacienda, fuertemente custodiada, rodeada por gruesos muros de cemento, a sesenta kilómetros de la capital pakistaní, en Abbottabad. Los agentes desplazados, con ayuda de los satélites espías y de nuevos refuerzos, comienzan a vigilar el recinto. Una semana después, dos circunstancias, especialmente, llaman la atención de los agentes: la ausencia de aparente actividad y el nauseabundo olor que escapa cada mañana desde el interior.

Barack Obama pide un café solo, sin azúcar, y Hillary un té, con una rodaja de limón. Se encuentran en una pequeña sala, junto a Biden y varios militares del Estado Mayor. Todos miran hacia una pantalla que les muestra unas difusas imágenes que parecen querer escapar de las interferencias. En el momento álgido, los integrantes del helicóptero entran en la fortificada hacienda, la comunicación se interrumpe. Tras unos minutos de gran tensión, pueden escuchar una voz que grita: Gerónimo EKIA. Como cada mañana, Linda conecta su ordenador personal y comprueba si ha recibido algún correo electrónico. A continuación, mientras aguarda que el café se instale en la parte superior de la cafetera, pincha la ventanita del New York Times. La noticia ocupa toda la portada del diario digital: Bin Laden ha muerto. Nancy, durante un instante imperceptible, es invadida por un extraño y desconocido sentimiento, algo así como una desconcertante alegría. A continuación, como un arco iris de sentimientos, la rabia, el dolor, el desasosiego, la melancolía, fluctúan en su interior. Quiere gritar y llora, le gustaría saltar y se encoge sobre el sofá. Recobrada en parte la calma, toma el café de un trago, trata de llamar a alguien que comunica y, por último, busca las fotografías de sus padres y Pablo en un cajón. Se introduce de nuevo en la cama, necesita soñar con una vida diferente, con un mundo diferente. Sueña.