miércoles, 28 de agosto de 2019

LA CANCIÓN DEL VERANO



En los últimos años, cada vez es más frecuente que los antropólogos desarrollen y cataloguen los denominados “mapas o paisajes sonoros”, que no deja de ser otra forma de estudiarnos y reconocernos. El sonido de nuestras calles, de nuestro portal y hasta el griterío de marketing directo e intestinal de los vendedores ambulantes nos definen como sociedad; somos como sonamos. No es poca cosa, todo lo contrario, hablamos de un vector investigador de primera magnitud. Porque la realidad es que nuestras calle, portal y vendedores suenan de diferente manera a como lo hacen otras calles, portales y vendedores del resto del mundo. Nuestros sonidos hablan de nosotros, nos representan, son únicos e irrepetibles. ADN sonoro. La música, que no deja de ser otra cosa que sonido o ruido organizado, por abreviar, también nos define individual o colectivamente. De hecho, tengo muy claro que nuestro consumo cultural, las películas o series que vemos, los libros que leemos y las exposiciones o conciertos a los que asistimos, nos definen, igualmente, individual o colectivamente. En realidad, si lo pensamos un instante, se tratan de elecciones, pequeñas y grandes elecciones, que definen el perfil de nuestra personalidad, y no se preocupe que no voy a volver a repetir lo de individual o colectivamente porque considero que se entiende con claridad, y no es cuestión de andar repitiendo la coletilla.
Durante años, hablamos de varias décadas, cada verano ha tenido su canción. Designada, tarareada, bailada y proclamada, como una miss con su banda, todo un año de reinado, hasta el verano siguiente. Aquí no hay playa, Ave María, María (a secas), El venao o Tractor amarillo, ¿le suenan, verdad? La expresión “canción del verano”, para los que tenemos cierta edad, nos remite irremediablemente a Georgie Dann, que por cierto sigue vivo, como si se tratara del gran rey en esta modalidad estival. Y tal y como les sucede a Pajares y Esteso, a los que les adjudicamos doscientas películas juntos, y no, no fueron tantas, aunque las que hicieron marcaron tendencia, no sé si por saturación o por creación de un nuevo e incatalogable género o por motivos que es mejor obviar, no ha sido Georgie Dann tantas veces el autor de la canción del verano. Es cierto que el parisino lo ha intentado con insistencia y tesón, del Africano a la Barbacoa pasando por el Chiringuito, aplicando casi con exactitud los mismos tres acordes y el mismo registro “poético” a sus letras pegamentosas, pegadizas me parece poco adjetivo en esta ocasión. Contemplamos en Bisbal, cuando irrumpió, un digno y fiable sucesor de Georgie Dann, con esa oferta suya que puede llegar a ser una deconstrucción del Manolo Escobar más excelso, y es que lo del paisanaje marca más de lo que imaginamos. Y este verano nos lo ha demostrado de nuevo, con esa coplilla híbrida y agotadora, en la que se hace acompañar del inefable Juan Magán, esa versión casiotone del reguetón más reiterativo. Aunque han pasado y desfilado decenas de canciones del verano con mayor o menor incrustación en nuestra memoria emocional, hay una que destaca por encima de todas por méritos propios y me refiero, como ya se habrá imaginado, a Paquito El Chocolatero, ese himno que supera astronómicamente a cualquier hit indie festivalero, ya quisieran Los Planetas tal profusión y repercusión.
Ese momento, en el que la cantante con mosaico de lentejuelas anuncia la gran melodía de las verbenas patrias es irrepetible, tan solo comparable en emoción a cuando una pareja del 1, 2, 3 se llevaba el apartamento en Torrevieja o Paco Lobatón reunía a una familia tras veinte años de rencillas y desapariciones, el gran, gran, momento. Tan ilógico e indescriptible que, algo que pienso con frecuencia, si unos extraterrestres llegaran a la tierra justo cuando la bailamos dudarían de nuestra capacidad mental, por no decir de nuestro gusto musical, que lo doy por supuesto. Aunque me temo que convivimos con demasiados éxitos del momento, veraniegos o no, que podrían generar las mismas dudas. En cualquier caso, como canta Bunbury, debería estar prohibido prohibir, y todas las canciones tendrían que ser libres, buenas o malas, pegadizas o pegamentosas, provocativas o livianas, tanto de escuchar como de interpretar. Así como de bailar, aunque los extraterrestres duden de nuestras entendederas. 


viernes, 23 de agosto de 2019

MARADONA, LA PELÍCULA, DE ASIF KAPADIA


Paolo Sorrentino, el director italiano al que la inmensa mayoría conocimos por su deslumbrante, felliniania y deliciosa La gran belleza, contaba con cierta frecuencia durante la promoción de su siguiente película, Juventud, que la idea de la misma surgió a partir de la conocida estancia de Diego Armando Maradona en un hotel, rehabilitándose de su adicción a la cocaína, durante sus últimos meses en el Nápoles. De hecho, un falso Maradona, muy bien caracterizado, por cierto, aparece en la cinta, compartiendo baño con Michael Caine y Harvey Keitel.
Maradona ha sido la inspiración, el tema y la trama de multitud de músicos, Charly García, Calamaro o Manu Chao, así como de diferentes cineastas, como el citado Sorrentino, Kusturica o, el más reciente, Asif Kapadia, que en estos días llega a las pantallas con la película documental Diego Maradona. Este guionista y director británico de origen indio, a pesar de su juventud ya cuenta con una extensa y avalada trayectoria, en la que destacan otros dos excelentes documentales, Senna y Amy, así como su participación en la serie de televisión Mindhunter, proyecto original del siempre inquietante y deslumbrante David Fincher.
Diego Maradona arranca con una especie de persecución automovilística, al más puro estilo el Torete, adalid del cine quinqui patrio, que concluye en un estadio, el de San Paolo, abarrotado por 85.000 enfebrecidas personas que esperan la llegada de Maradona, el día de su presentación ante su nuevo público. Diego, el chaval del arrabal, que emocionado les puede ofrecer un “departamento” a sus padres, con apenas quince años, tras firmar su primer contrato con Argentinos Junior; Diego, el emergente jugador que apenas cuajó en España, en las filas del Barcelona, permanece dentro del vehículo y es Maradona el que desciende y se entrega a los aficionados. Esta bipolaridad o latente esquizofrenia está muy presente en la película de Kapadia. Y así, desde el principio, Diego y Maradona son conceptos muy distintos, incluso contrarios, pero que definen al mismo sujeto.
La cinta de Kapadia deja claro que Maradona nunca ha dejado de ser el chaval que jugaba en el barro en Villa Fiorito, ese espacio desolador, de herrumbre y pobreza cronificada, del que procedía. En gran medida, y de un modo u otro, nunca dejó de estar en Villa Fiorito, a pesar de que su gran sueño, desde su niñez, no fue otro que el de huir lo más lejos posible de sus orígenes. Y eso lo consiguió, tal y como se puede escuchar en el documental, gracias a Maradona, el futbolista mesiánico, el Dios con botas de tacos, el autor de los goles imposibles, el fulgor del arrabal.
Para los amantes del fútbol, revive Kapadia momentos cumbres de la trayectoria deportiva del Pelusa Maradona. Ese gol imposible a la Juve, la física no contempla que el balón pueda subir y bajar de esa manera, tras esquivar la barrera. Mil remates trazando nuevos ángulos. Geniales pases no antes imaginados. Y su gran obra maestra, claro, su gol a Inglaterra en el Mundial de México en 1986. Recupera el director británico la jugada completa con la narración original de la televisión argentina y es inevitable sentir un escalofrío de emoción, de admiración, al contemplarlo de nuevo. Un gol que es la gran comparación y la definición del gol total, todavía hoy, casi 35 años después. Tengamos en cuenta que buena parte de la gloria que acumuló Maradona fue como consecuencia de la emoción, tan simple como real, que conseguía transmitir. Pura emoción, en las jugadas, pero también en las celebraciones.
Marca el Mundial de México, tal y como destaca la película de Kapadia, un antes y después en la trayectoria de Maradona. Ya no es solo el futbolista más grande del mundo, tal vez el mejor de la Historia, es algo más, como ya había comenzado a ser en Italia. Equivocado o irreverente, calculador o inconsciente, inocente y peligroso, al mismo tiempo, Maradona articuló en sus años de esplendor un discurso que le hizo contar con una personalidad propia, diferente, única, más allá del campo.
En plena contienda de Las Malvinas, Maradona es el titán que doblega a Inglaterra. Tal y como había hecho en Nápoles, donde pasó a convertirse en el arcángel del Sur, el elegido para derrotar al todopoderoso Norte. Maradona llega en 1984 a un equipo a punto de descender, que es recibido en muchos estadios con cánticos racistas y vejatorios que hoy serían motivo de gruesas sanciones deportivas. Los apestados, los que no se lavan, los piojosos del Sur, les gritan desde las gradas de los equipos rivales. Solo tres temporadas después, Maradona lo convierte en campeón del Scudetto, provocando el éxtasis colectivo de una sociedad marcada por la tiranía de la camorra, la pobreza y la exclusión social.
La extrañeza, la fascinación y, sobre todo, la incomprensión, rodean al Maradona que nos muestra Kapadia. El comienzo de su ocaso, implicado en casos de posesión de drogas y prostitución, sus delatores ojos cromados, su amistad con los nombres más significativos de la camorra, forman parte de un equilibrio imposible que mantiene con su propia leyenda y con su otro yo, Diego. A pesar de su físico, propenso a acumular kilos y bajito, a pesar de las violentas tarascadas que recibe, a Maradona le golpearon, y muy fuerte, los defensas rivales, algo inconcebible que pudiera sucederle a cualquier estrella del momento, a pesar de su vida extradeportiva, donde la cocaína es su mate y los asados forman parte habitual de su dieta, es un futbolista que marca una época en el terreno de juego. Genial, determinante y eléctrico.
Curiosamente, Diego Maradona aborda temas que ya había tratado Kapadia en sus anteriores obras. En Senna, tal y como sucede en esta película, también retrata con precisión al ascenso de alguien que ha nacido en la miseria, que parte de la nada y en el deporte encuentra la puerta de entrada a sus sueños; y como en Amy, el excelente documental, con el que ganó el Oscar en su categoría, nos muestra el ocaso del ídolo, incapaz de escapar de su adicción, superado por su propia gloria. Diego Maradona es una nítida y luminosa narración del auge y caída del ídolo, la destrucción del hombre y la confirmación de la leyenda. Barro y oro, fulgor y ocaso, de ese chaval bajito y regordete de Villa Fiorito.



lunes, 19 de agosto de 2019

EL CHIRINGUITO


Si tuviéramos que establecer un día mundial o internacional, aunque solo fuese nacional o andaluz, del chiringuito, tendría lugar este próximo jueves, 15 de agosto, el festivo entre festivos, el padre, hijo y abuelo de todos los festivos. Eso es así. Y basta con acercarse a cualquiera de los que pueblan nuestro litoral, para comprobarlo. Prepare los codos, la cartera y la paciencia para celebrar la ocasión como se merece, que puede ser un ratito bueno entre todos los ratitos buenos del año, a pesar de las estrechuras. Y es que ese momento en el que te enfundas la camiseta o camisa (floreada, que jamás te atreverías a ponerte un lunes de noviembre), recorres la playa esquivando tumbonas, sombrillas, castillos de arena y cuerpos asalmonados hasta por fin llegar al chiringuito, donde con un gesto similar al de Magallanes en el preciso instante de partir desde Sanlúcar de Barrameda en dirección a las Islas de las Especias, examinas la concurrencia, en busca de ese amigo, cuñado o similar con el que tomarte una cervecita fresquita y lo encuentras, sí, al fondo, bien colocado, en su mesa alta, con su camisa floreada, también, él que es de castellanos marrones y pinzas de lunes a viernes, sientes en tu interior algo parecido a la victoria, a la burbujeante celebración de un gol en el minuto 93, ya sea con VAR o por la escuadra. Inigualable momento, raíz o premisa indispensable de lo que queda por delante, que en un día como éste, Día Mundial del Chiringuito, cuenta con una máxima que nunca falla: la improvisación, y sálvese quien pueda.
Al chiringuitero profesional, la RAE debe admitir esta palabra a la mayor brevedad, ni el laboratorio del FBI en su sede central de Baltimore podría encontrar un grano de arena o un resto de salitre en su cuerpo o ropa. El profesional no pisa la playa, aunque le guste verla desde la distancia, acodado en la barra. Conoce al dueño/encargado del establecimiento de quince veranos seguidos o tiene la habilidad de parecer que lo conoce de todo ese tiempo (aunque lo acabe de conocer). Para eso, nada mejor que la táctica de la vitrina del pescado, asomarte con poderío, como si tuvieras la intención de encargar ese pargo de doce kilos que arrincona a los lenguados, y decirle al dueño/encargado: buen género, a cómo sale eso, y a continuación mueve la cabeza con gesto de conformidad, sin confirmar o negar la posible adquisición. Y cuando está en su mesa alta, o planchando barra de aluminio, el chiringuitero profesional formula la gran pregunta al camarero que lo atiende: ¿cuál está más fría, botella o tirador? Las dos igual. Ponme una que me duela la garganta. Y así, sin quererlo, en una buena jornada chiringuitera no hay nada previsto, van llegando amigos, amigas, cuñados, suegros, la abuela con la silla plegable y una legión de niños pidiendo un refresquito. Si os lo tomáis ahora, en la comida toca agua, amenaza uno de los chiringuiteros, aunque ellos ya lleven seis consumiciones, como poco. Entre estas disputas, grandes decisiones: ¿aceitunas o altramuces?, los fichajes del verano, varias rondas, inciertos viajes planeados y recuerdos recuperados, con las bocas calentitas ya, el encargado/dueño del establecimiento te avisa que ya tienes la mesa lista. Pongamos que hablamos de las cuatro y media de la tarde, en el mejor de los casos.
Dieciocho, sin contar a Juanito, que tiene tres años y duerme en el carrito. Fuera de carta, nada, que nos la clavan, dice alguien, pues yo le metía a un rodaballo, eso no merece la pena para los que estamos, reniega otro, tres de ensaladilla, dos de tomates aliñados, unas sardinas y lomitos para los niños, yo no me voy a comer un lomito, protesta Carmen, con la vista puesta en las gambas que porta un camarero. Arroz para cuatro nada más, que luego se queda, avisa la abuela. En el remate, el chiringuitero profesional exige su chupito con esa gracia que solo él contempla y que más de uno califica como chulería, y luego organiza un brindis que decora con una de sus frases impostadas. Mientras, los más pequeños no cesan de abrir la puerta del congelador, a la caza de un helado. Guiña el ojo y hace como que firma sobre un papel invisible, el chiringuitero más curtido pide la cuenta. Miradas de asombro, alguna de rencor, ya te lo dije, pagamos por familia, claro, y yo que no traigo niños pago lo mismo, alguien murmura. Pues yo lo veo hasta barato, que si quitamos los helados, las tartas, los cafés, los batidos, las patatas fritas y los refrescos no es tanto, explica con ese desparpajo suyo el chiringuitero de mayor edad. Y hasta la siguiente. Feliz Día Mundial del Chiringuito.

viernes, 16 de agosto de 2019

OTRO PLANETA, MEMORIAS DE UNA ADOLESCENTE EN EL EXTRARRADIO, DE TRACEY THORN


Tracey Thorn
Traducción de Ismael Attrache
Alpha Decay

Dudo entre cuál debería ser la primera apreciación. No sé si debería informar, en primer lugar, para quien no lo sepa, que Tracey Thorn fue la cantante de Everything but the girl, uno de los grupos más elegantes del Pop británico que se recuerda, o si estas memorias noveladas, o autoficción, que es un término en auge, no narran la adolescencia de una estrella del Pop, sino la de una adolescente cualquiera que acabó siendo una estrella del Pop. Suena muy parecido, pero no es lo mismo.
Tracey Thorn, tras la muerte de su padre, encuentra el diario que comenzó a escribir en su adolescencia, el 29 de diciembre de 1975, concretamente, cuando tenía 13 años. Una desmemoriada Tracey, se sorprende al leer la primera entrada de su diario: He ido a St. Albans con Debbie. Me he comprado un cinturón. No he encontrado un jersey ni una falda. A esta entrada, le siguen otras similares, en contenido y forma. Escueta la forma, y escasísimo el contenido. He ido a Welwyn con Liz. No me he comprado nada más allá de una bolsa de patatas Kentucky.
Sin embargo, la autora, en la actualidad, sí conserva muchísimos más recuerdos de los que puede encontrar en su diario. Se recuerda activa, plena de energía, comprando y escuchando sus primeros discos o libros, manteniendo sus primeras relaciones, bulliciosa y efervescente, en un sentido amplio. Algo que no refleja en sus escritos juveniles, ni muy lejanamente. Por lo que decide reconstruir ese pasado adolescente, rellenar los enormes vacíos, ayudándose de su memoria. Amparándose en esta excusa, decide tomar un tren que la lleve desde su residencia actual, al Norte de Londres, al pueblo (no pueblo) de su infancia y adolescencia, Brookmans Park, hacia el Sur.
En el trayecto de 53 de minutos, pero de muchos años si se cuenta desde un plano meramente emocional, del presente a la década de los 70, Tracey Thorn realiza con el paisaje, con lo que contempla al otro lado de la ventanilla, un ejercicio similar al que está realizando con su diario: contar a partir de lo que falta y que aún permanece en su interior. Su mirada y su memoria suplen las carencias de un diario demasiado escueto, juvenil y amnésico.  
Sin ajustar cuentas con el pasado, al que considera como periodo esencial en la construcción de la persona que es hoy, Tracey Horn narra cómo ha sido la evolución de la población en la que nació, su tránsito desde el mundo rural al extrarradio actual, la definición de las nuevas clases sociales, la llegada y casi invasión de una nueva población, procedente de la ciudad, muy diferente a la que conoció durante su infancia.
Sin llegar al nivel de detalle, recuerda Otro planeta al ejercicio de memoria familiar que lleva a cabo Paul Auster en buena parte de su obra, y muy concretamente en 4321, recuperando Thorn historias y singularidades de sus tatarabuelos, una especie de colonos del Siglo XIX, así como de todos sus descendientes, hasta llegar a sus padres y, por tanto, a su propia vida. Este rescate familiar no rompe, tampoco frena, la narración que realiza del presente, ambos tiempos congenian apaciblemente en el texto, ofreciendo un todo de ágil y entrañable lectura.
Es deliciosa, y también muy sincera, la exposición que realiza Tracey Thorn sobre todas las referencias y expresiones culturales o sociales que han definido su voz creativa. Los programas de televisión que le apasionaban, como The Dave Allen Show, Monthy Phyton`s Flying Circus, Kojak o Los Walton, sus primeras películas, Adivina quién viene esta noche o Cantando bajo la lluvia, las primeras lecturas, El señor de las moscas o Frankenstein, o los primeros discos, de los Beach Boys, los Eagles o Jefferson Starship, entre otros.
A propósito de esto, teniendo en cuenta que se trataba de una sociedad donde la información aún viajaba en un tren muy lento y con demasiadas paradas, reflexiona sobre los cauces de información a los que acudía, fanzines, bibliotecas y amigos o familiares, fundamentalmente. Entré en contacto con la música gracias a ciertos chicos mayores, vi la luz del rock reflejada a través de su prisma, reconoce la autora.
Pero no solo había déficit en la información política o cultural, también en la sexual, lo que propiciaba que los jóvenes de su generación fueran autodidactas, básicamente, en cuanto a su propia sexualidad, sin fuentes a las que acudir y con unas relaciones paterno filiales mucho más abruptas y distintas que las actuales. Contrapone Thorn esa realidad con la que contempla en sus hijas, y la compara con la relación que mantiene con ellas y la información que manejan.
La irrupción del Punk es un elemento determinante en la adolescencia de Tracey Thorn, como lo fue para toda su generación. Y tal y como estaba sucediendo con su propia vida, como había sucedido con Bowie y buena parte de los nombres más representativos, es un movimiento que surge en el extrarradio, que ya no es solo una localización geográfica: es un nuevo concepto social.
El Punk es más que las frenéticas noches de sábado, los primeros conciertos, las crestas y las tachuelas, es una desconocida y excitante dimensión. La llegada de Joy Division, Sex Pistols, Jam, The Cure, Siouxie and the Banshees, Suicide, Faces o los Buzzcocks representa una más que evidente ruptura con el pasado, más allá de lo estrictamente musical. También en la imagen, en las relaciones personales o en una muy diferente concepción social. Tracey Thorn, en este sentido, se refiere a la suya como una “generación irrefrenable”. 
Habrá quien, en un fácil paralelismo, quiera ver en esta obra reminiscencias de Catlin Moran y sus “mujeres”, pero cualquier parecido, salvo la pasión por la música y por vivir con intensidad el periodo que les tocó, es puramente anecdótico, cuando no residual. Memoria, reflexión, música, preocupación medioambiental, destellos y homenajes en este Otro planeta, de Tracey Thorn, una narradora a la que seguir leyendo, y escuchando, en el futuro.


domingo, 11 de agosto de 2019

DÍAS DE VERANO


No me he sentido en verano hasta que los termómetros de las avenidas y de las rotondas se han instalado en sus intimidantes 40 grados. En junio y en buena parte de julio, mientras nos hablaban de esa ola de calor donde suelen padecer las olas de fríos, rumiaba, como tantos otros, las consignas aprendidas. De momento, no nos podemos quejar. Pues a mí me gusta que en verano haga calor. Y lo que nos hemos quitado ya de encima. Es verdad, que otros años, a estas alturas, ya habíamos pasado un quinario.  Dialogábamos felices, casi sin querer creernos que, por una vez, las alertas amarillas, las naranjas y las rojas nos pasaran de largo, como si fuéramos un punto invisible del mapa que el calor era incapaz de distinguir. Felices, incrédulos, sorprendidos, comentábamos en la panadería, en la frutería o en barra del bar que nos arropábamos por la noche, hasta con edredón, proclamaba algún atrevido, que salíamos con rebequita o con un tabardito, que luego refrescaba, y hasta presumíamos de nuestros estornudos, tosidos y resfriados, como si los males fueran dones celestiales. Una noche de insomnio pensé en el título de una novela, El año sin verano, pero cuando tecleé en la ventanita de Google descubrí que ya la habían escrito, Carlos del Amor, ese periodista, alto y guapetón, que nos ofrece esos reportajes tan chulos, culturales especialmente, en los informativos del Ente Público (que siempre me ha parecido una expresión de películas de espías en la época del Telón de Acero). Siempre hay una primera vez, para todo. En la búsqueda también encontré una información que captó toda mi atención: hubo, realmente, un año sin verano. 1816.
Casi medio metro de nieve en Nueva York, fuertes y continuas granizadas en Londres, cosechas y granjas arrasadas en buena parte de Europa, que provocaron la muerte de más de 70.000 personas. Tela marinera. Sin llegar a esos extremos, para algo siempre nos hemos diferenciado de Europa, en Barcelona y Madrid marcaron 12 y 13 grados durante buena parte de aquel verano que nunca fue. Y todo por culpa, o eso cuentan, de un volcán indonesio de nombre impronunciable que, con su espectacular erupción, alteró la temperatura hasta el punto de variar las estaciones de todo el mundo. Sí, parece la trama de una película de Marvel, pero es lo que han dejado escrito en las crónicas de aquel tiempo. Solo presenciando y viviendo Mary Shelley un verano tan horrendo pudo haber escrito su Frankenstein. En Zahara de los Atunes, calentita y harta de morrillo y gazpacho lo mismo le sale Mujercitas o La pasión turca, cualquiera sabe. Por un momento, creí que, como si hubiéramos comprado un billete en una máquina del tiempo, estábamos de regreso a ese 1816, el año sin verano. Pero no, solo fue un leve aviso, una tregua o una estrategia, malvada, en todo caso, que solo ha buscado encontrarnos desprevenidos, para ser así más contundente en su agresión. Ya está aquí, sí, el verano, los termómetros de las avenidas y de las rotondas se han esparcido por las redes sociales, con sus catastróficas indicaciones, antes de derretirse sobre el despiadado alquitrán, tal vez traído de aquel misterioso y virulento volcán de Indonesia –con impronunciable nombre-. Ya está aquí, ya llegó.
Lo curioso es que, aunque eso es abrazarse a ese terrible refrán, me refiero a ese que habla del consuelo de los tontos, seguimos sin ser noticia porque no es en Andalucía donde se alcanzan las máximas temperaturas cada día. En Zaragoza, Madrid o París lo están pasando bastante peor aquí, tal vez protagonizando un remake carbonizado de aquel 1816: El año con demasiado verano. En cualquier caso, aquí ha llegado, como esa canción de Amaral sesentona y pegadiza, pero jugamos con ventaja: sabemos lo que es esto y a través de los años, las olas de calor saharianas o subsaharianas, las alertas rojísimas carmesí y las noches sin bajar de los 30, hemos aprendido a convivir con el calor y sacarle su punta a los días de verano, que sí ya han llegado.


lunes, 5 de agosto de 2019

UN ASUNTO DE FAMILIA, DE KORE-EDA


Un asunto de familia, del cineasta y escritor japonés Hirokazu Kore-eda, fue la película de habla no inglesa que mayores premios y distinciones cosechó durante el pasado año, 2018, junto a la Roma de Cuarón. Palma de Oro en el Festival de Cannes, Premio Donostia en el de San Sebastián, Premio Cesar al mejor filme extranjero o sus nominaciones a los Oscar y a los Globos de Oro atestiguan este amplio y selecto reconocimiento internacional. Una película que buena parte de la crítica especializada no dudó en calificar como la obra más personal, representativa y cautivadora de este creador nipón.
Un asunto de familia parte de una situación insospechada: Osamu, acompañado de su hijo Shota, de regreso a casa tras perpetrar el robo semanal en el supermercado, se encuentran con una pequeña niña, sola y aterida de frío. A pesar del rechazo inicial de la esposa de Osamu, la cobijan en su hogar y en muy poco tiempo, solo unos pocos días después, ya es un miembro más de la familia. Esta novedosa y aparente normalidad se rompe por un hecho que golpea directamente en los cimientos de la familia, en su unidad, así como en sus integrantes, que quedan a merced de las adversas circunstancias.
Kore-eda desgrana desde el primer momento una idea principal: la familia se puede construir o definir de muy diferentes maneras y su composición no está ligada, exclusivamente, a los lazos consanguíneos o de pareja. Y por ello, no deja de ser una familia al uso, entendida como una patria, como un caparazón y hasta como una frontera, al tratarse de un espacio afectivo perfectamente delimitado.
Un asunto de familia es, igualmente, un retrato y relato sobre la pobreza, que aborda y muestra no como un ente común, no como una etiqueta que define y clasifica a todos aquellos que engloba de manera concreta, sino que es variable y voluble en cuanto a su extensión y significado. La pobreza cronificada de los servicios sociales, de los barrios de extrarradio que concentran los tristes y grises edificios de protección oficial; la pobreza tan esencial y pura que ignora la opulencia, el lujo y comodidad de las otras clases sociales.
A ratos, puede llegar a resultarnos muy familiar la pobreza que exhibe Kore-eda en su novela, ya que en nuestro país también hemos asistido, secuela de una larguísima crisis económica, a la conformación de un nuevo estatus social/laboral compuesto por “trabajadores pobres”. Es decir, el empleo, tal y como sucedía en el pasado, ya no es suficiente garantía para escapar de la vulnerabilidad o de la marginalidad. Kore-eda aborda este fenómeno, igualmente vigente en su país, desde un realismo cotidiano, sin caer en una falsa sentimentalidad o bondad innecesaria con los hechos y personajes que muestra. Tal si fuera una versión japonesa de John Cheever, Kore-eda realiza un retrato muy exacto, fidedigno, de la precariedad de esta familia, que se puede entender prototípica en muchos sentidos, a pesar de sus peculiaridades.
Otro elemento de Un asunto de familia con el que los lectores españoles podemos conectar lo encontramos en el papel que desempeña la abuela. Canto a las relaciones intergeneracionales, que nos son tan cercanas en mayor o menor medida, y también, retomando de nuevo la precariedad imperante, a modo de sostén económico de la familia. Una realidad amplificada en los últimos años.
Kore-Eda, tanto en su filmografía como en esta novela, se caracteriza por situar a sus personajes al borde del abismo, siempre expuestos a unas circunstancias que suelen jugar en su contra. Y es en ese punto donde este autor japonés más nos sorprende, bien por la respuesta que ofrecen sus personajes, bien por la brillante disección que realiza del comportamiento de los mismos.  
En su filmografía anterior, Kore-eda demuestra en más de una ocasión su facilidad o querencia por lo tenebroso, por lo perturbador, pero siempre partiendo de lo cotidiano. Esa creencia en un mundo que alberga en su interior lo “bueno” y lo “malo” al mismo tiempo y en el mismo espacio está muy presente en Un asunto de familia. De ahí que sus personajes puedan alternar la crueldad o la bondad, en sus rutinas o en sus primeras reacciones.
Transita con habilidad Kore-eda en la frontera de los géneros, utilizándolos o acudiendo a ellos según lo requiere la narración en cada momento. Y así, pasa del negro a la crónica social, del realismo al costumbrismo, o del análisis psicológico a la paradoja, mediante un relato de apariencia sencilla, pero que cuenta con las suficientes fuentes de información, por medio de detalles en principio no especialmente llamativos o aparentemente simples comentarios, que consiguen hilar e hilvanar una trama que va definiéndose al mismo tiempo que avanzamos en su lectura.
Logra Kore-eda la construcción de un todo a partir de pequeños fragmentos gracias a un armonioso sentido de la narratividad, tan natural como preciso y premeditado. Ese hilo del que tirar, al que se suele referir con frecuencia Muñoz Molina en sus alusiones al hecho literario, y que en el caso de este autor japonés es latente en su obra cinematográfica, pero también en la literaria, tal y como podemos comprobar en Un asunto de familia.
Con traducción de Rumi Sato, Nocturna Ediciones ha publicado en nuestro idioma la novela del mismo título, sobre la que se apoyó para filmar su reconocida película, primera que nos llega de las editadas por Kore-eda en su país. No me cabe duda de que en los próximos meses tendremos noticias de nuevas traducciones de este autor, que en su literatura mantiene ese pulso tan complicado, entre lo cotidiano, lo perturbador, lo real y lo posible.


Leer en Diario de Sevilla

viernes, 2 de agosto de 2019

LA CASA DE PAPEL


Guste más o guste menos, La casa de papel tiene ya su propia baldosa, imaginaria, claro está, en el paseo de la fama televisiva de nuestro país. Ha hecho historia, y hasta puede que con mayúscula. Por su proyección internacional, se pueden ver las aventuras del Profesor y su banda en medio mundo y porque aquí, en nuestro país, a pesar de solo emitirse en una plataforma cerrada, Netflix, se ha convertido en un acontecimiento de primera magnitud. Hay que pagar para ver la serie, no forma parte de la parrilla de ningún canal en abierto. Basta con ver la cantidad de gifs que se han creado de la serie para tener conciencia de su repercusión, no se vayan a creer que eso es gratuito y que no representa nada, que en estos tiempos de contabilidades tan extrañas los nuevos parámetros son más determinantes de lo que imaginamos, o eso nos están haciendo creer. Si tuviéramos que elaborar una lista en la que anotar las claves del éxito de esta serie, creada por Alex Pina y producida por Atresmedia en colaboración con Vancouver, no me cabe duda de que serían muy similares a las que han propiciado que nos enganchemos a Breaking Bad, Juego de Tronos, Los Soprano o True Detective. O puede que no exista ese decálogo del éxito televisivo y que éste depende de otras muchas circunstancias, intangibles e inexplicables, circunstanciales, en gran medida. Tampoco le demos tantas vueltas al asunto, nos gusta porque es muy entretenida, tiene una manufactura impecable, algunos de sus personajes son muy llamativos y la trama está muy bien hilvanada. En eso consiste, básicamente, una buena narración, ya sea literaria o audiovisual.
Y frente a otras series que plantean otras lecturas o interpretaciones más intelectuales, por definirlas de algún modo, y El cuento de la criada es un magnífico ejemplo, La casa de papel es muy sincera en su apuesta y propuesta. No engaña a nadie. Es eso, lo que vemos, la acción, el suspense, urdir un plan, robar y fugarse, ya está. Mientras que en El cuento de la criada vemos en su última temporada como la trama se ha disuelto en el sinfín de engañosas cámaras lentas y planos supuestamente trascendentales, que en realidad no aportan absolutamente nada. Arranca La casa de papel en su última entrega de forma trepidante, en un despliegue geográfico y de efectos especiales como no se recuerda en nuestra televisión. Despliegue al servicio de los personajes, que no me cabe duda son el gran reclamo y el gran éxito de esta serie. El Profesor, Berlín, Denver, Tokio, Helsinki o Nairobi son muy prototípicos, en cuanto a sus registros, el listo, el bestia, la racial, la sensual, pero son las piezas que encajan a la perfección en una partida muy inteligentemente diseñada. Yo sigo echando de menos a Paco Tous, que considero uno de los grandes actores de la actualidad. El único pero que le pongo a la tercera temporada de La casa de papel, alguno tenía que tener, es la recreación que hace de la Sierra de Aracena (no spoiler).
En la Sierra de Aracena, como en la de Cazorla, o en Sierra Morena, no hay granjas al estilo texano (dixit Ángel) y sus habitantes están plenamente integrados en el Siglo XXI, el XIX ya pasó. No hablan así, no visten de esa manera, ni van con rifles por la vida, y las granjas, que son cortijos, cortijos (anotación de Concha), no tienen esa estructura, más adecuados para Grizzly Adams o Jeremiah Johnson. También chirría, apunte de Juanra, lo cortas que se hacen ciertas distancias, y es que Andalucía es muy grande. Por todo lo demás, una producción que demuestra que en España somos capaces, cuando nos los proponemos, de ofrecer obras en las que se combina la calidad con el consumo generalista. Que sí, que es posible, aunque muchos escépticos se empeñen en negarlo. Y algo que valoro cada día más y que los creadores de La casa de papel han sabido hacer muy bien: la selección de canciones. Impagable ese principio al son de Vetusta Morla (no spoiler). Ingredientes más que suficientes, a pesar de las granjas y de los granjeros texanos, para esperar con impaciencia la cuarta temporada.