lunes, 28 de mayo de 2012

INCERTIDUMBRE


Hace unos días, una tarde de domingo, entre tazas de café y mantel con migas de pan, un buen amigo me dijo que, si te descuidas y lo permites, el miedo te impide ser feliz. Insistió: El miedo te bloquea, te genera angustia y te impide actuar con lucidez. Miopes o ciegos, según el grado de miedo que seamos capaces de asumir/asimilar. El miedo, en la mayor parte de los casos, viene de la mano de la incertidumbre. Es miedo a no saber qué va a pasar en determinados momentos, dentro de cinco minutos o dentro de un mes. Miedo a los cambios, a que el reloj marque las horas en lugares y situaciones diferentes. Miedo a lo que no está escrito en la agenda, a lo que no sabemos. Cuando las cartas están boca arriba ya puedes actuar, ocuparte del problema o vivir tranquilamente, pero hasta que los hechos ocurren –cuando ocurren-  la preocupación alimenta el devenir diario. Necesitamos tener, sujetar si me apuran, con las manos nuestra propia vida y realidad, que el presente sea una hoja de ruta preestablecida. Actualmente, la crisis económica, con su legión de nomenclaturas, personajes y personajillos, engorda cada día más la lista de los angustiados por el futuro. Y no nos libramos ninguno de nosotros, la incertidumbre planea sobre todos los estratos sociales. La clase media considera que puede perder su estatus, que sus hijos pueden vivir mucho peor, disfrutar de menos derechos. El rico piensa que puede dejar de serlo en cualquier momento. El pobre presiente que nunca dejará de serlo. Da igual tu trayectoria profesional, tu formación, tu experiencia, lo que hayas hecho.
Tal vez sea el desempleo una de las balas más mortíferas que se esconde en la recámara de la incertidumbre. El tener que empezar de nuevo en un contexto económico que cada vez ofrece menos expectativas, es algo que ronda cada día por más cabezas. Un pensamiento privilegiado para muchos –cada vez menos- de nosotros, en cualquier caso, ya que seis millones de españoles piensan en simplemente empezar o, mejor, en escapar. Hace muy pocos años, vivíamos en una inmensa burbuja, o eso nos siguen contando. Nada nos podía pasar. Teníamos asegurado el presente y el futuro, sueldo mensual, jubilación garantizada, sanidad pública y gratuita, educación para nuestros hijos, unos días en la playa, coche nuevo de cuando en cuando. Cuando se te planteaban problemas laborales, siempre parecía que se abría una nueva puerta con mejores condiciones e incentivos; identificábamos “cambio” con “oportunidad”. Pero la burbuja de la fantasía estalló y nos sumergió en un mar de incertidumbres. Vivíamos, hasta entonces, como juguetones niños soplando pompas de jabón y no quisimos ver que el suelo, cada vez más enjabonado, podía acabar transformándose en una traicionera trampa. Y resbalamos, cada cual tuvo su propia caída, ya que no todos construimos las mismas pompas de jabón. Las hubo enormes, colosales, de vivos colores, y hubo pompas más humildes, más pequeñitas y menos vistosas. Pompas, pero también las podemos llamar fiestas, pelotazos, tacos, especulaciones, intereses, dinero, a secas.
Y ahora, no ha pasado tanto tiempo, nos encontramos en el suelo, mojados y doloridos, maltrechos los huesos y articulaciones, y nos vemos obligados a enfrentarnos a una nueva realidad capitaneada por la incertidumbre. Incertidumbre que, como decía al principio, nos provoca miedo, angustia y dificultad para que, a nivel individual y colectivo, podamos buscar soluciones. Tenemos la impresión de que no existe el remedio o el antídoto,  ni tan siquiera un engañoso placebo que nos coloque una venda en los ojos y anestesia en el corazón. Nos encontramos en un callejón sin salida fabricado desde las sensaciones: por las declaraciones de un dirigente político, por un movimiento de bolsa, por la portada de un periódico. Parece que nos sea imposible despojarnos de este miedo que nos acecha de forma permanente. Intereses minoritarios -nada desinteresados- se han cobijado bajo la negra túnica de la incertidumbre y han conseguido que la mayoría vivamos bajo la doctrina del miedo. Insisto, el miedo nos hace torpes, ciegos, dóciles y fáciles de dirigir por esa minoría que tiene toda la certidumbre, o que ha conseguido hacernos creer que es de su propiedad. Y somos más, muchos más, somos la mayoría, tantos como para crear y defender nuestra propia certidumbre o rescatar la que un día creímos tener. Repito, somos más, muchísimos más, tantos como para agarrar a esta asfixiante incertidumbre y hacerla desaparecer de nuestras vidas. 
El Día de Córdoba

jueves, 3 de mayo de 2012

PERIODISTAS (#periodigno)


Es una profesión/vocación hermosa, que siempre he admirado y homenajeado con algo de envidia, no lo oculto. Cosas de la incapacidad. Es también una necesidad, una de las patas más sólidas sobre la que ha de sustentarse la libertad, la Democracia. Y sin embargo, también es el periodismo hoy, tal vez más que nunca, una profesión peligrosa. O tal vez podamos hablar de “vocación de riesgo”. Estas afirmaciones no sólo afloran en mi interior gracias al recuerdo de Julio Anguita Parrado, nuestro paisano fallecido, del que hemos vuelto a hablar y mucho tras la concesión del premio que lleva su nombre. Por cercanía, los únicos recuerdos personales que conservo de Julio son las de un chaval moreno y menudo que jugaba por Santa María de Gracia. Ya nunca más volví a saber de él, hasta que comencé a leerlo en la prensa y, sobre todo, cuando falleció en aquella absurda e ilegal guerra en las que nos metieron por la bravucona cabezonería de unos cuantos. Contemplaba en la pantalla de la televisión su fotografía y yo seguía viendo al chaval moreno y menudo que jugaba por las callejuelas del Realejo, y con el que nunca tuve la menor relación. Julio Anguita Parrado, como tantos otros periodistas, murió en acto de servicio. Una expresión que mayoritariamente aplicamos a los militares, a los cuerpos de seguridad del estado, a los bomberos, pero que también se aplica, desgraciadamente a los periodistas, en infinidad de ocasiones. Lo hemos vuelto a comprobar en la locura de Siria, donde se juegan el tipo en las calles de Homs, mostrándonos una guerra sin orden ni concierto, si es que alguna los tiene. Hasta semana ha sido prolífica en estos tristes acontecimientos. Pero los periodistas, entendidos como un sector laboral, no sólo sufren los horrores de la guerra, padecen otros ataques, que si bien no proceden de un arma de fuego, puede acarrear el mismo final: el silencio. La ceguera.
La actual crisis económica que atravesamos, y que desgraciadamente estamos en el camino de que también sea social y generacional –lo que no deja de ser más preocupante-, se ha cebado especialmente con los medios de comunicación. Circula menos dinero y hay menos anunciantes, lo que repercute directamente en los medios, ya sean impresos, radiofónicos, audiovisuales o digitales. En estos anunciantes incluyo a las diferentes administraciones públicas, que tradicionalmente han sido buenos clientes y que hoy en día no sabríamos como definirlas. Craso error, ya que si en su momento se inyectó dinero público en el “ladrillo” se tendría que haber actuado del mismo modo con la prensa. Porque cuando los medios comunicación lo pasan mal, como ahora, no sólo estamos hablando de las dificultades que pasan sus profesionales, de la pérdida de puestos de trabajo. Hablamos de que se hace más pequeña una sociedad, un país, enmudece, pierde parte de su voz, de su transparencia. Algunos descerebrados aglutinados en torno a un supuesto grupo de comunicación que no cumple con su cometido –y que no pasaría nada si desapareciera porque no cumple con el mínimo exigible para formar parte de la definición-, han festejado con grotesca algarabía que el diario Público dejara de llegar a los quioscos. Qué pena y qué miedo me dan estos destellos de la extrema derecha.
Público no ha sobrevivido los golpetazos de esta crisis que cada vez que abre la boca consigue agitar cimientos y hasta derribar edificios que creíamos firmes y sólidos. El que un medio de comunicación desaparezca es una mala noticia que no debería celebrar nadie. El que un periodista muera es una tragedia que nos debe convulsionar, ya que nunca forma parte del conflicto, nos lo cuenta haciendo honor a su profesión. Julio Anguita Parrado murió, lo asesinaron, demasiado joven, cuando apenas nos había ofrecido un pequeño adelanto de lo mucho que nos habría de ofrecer en el futuro. Perdimos una voz u otra mirada que ya no podremos tener. Con la desaparición de Público sucede algo similar, se nos ha ido otra perspectiva, otro ángulo desde el que analizar y exponer la información. Porque esa es una de las grandezas del periodismo: la pluralidad. Pluralidad que siempre es enriquecedora y necesaria. Una palabra que molesta a algunos, a esos que festejan que un periódico no llegue a los quioscos, porque tal vez su fiesta –y hasta su orgasmo- pase por el pensamiento único, por una sola mirada. Hay quien con la ceguera es feliz, como anestesia, como estado vital. No seamos nunca una sociedad ciega, porque entonces seremos peores.

El Día de Córdoba