viernes, 29 de mayo de 2015

MAGICAL GIRL: LA INCIERTA BELLEZA DE LA FRAGILIDAD

Acabo de ver Magical Girl, del debutante Carlos Vermut, ¿por qué he tardado tanto tiempo? Todavía no sé si me ha gustado, si la he asimilado, lo único cierto es que me siento conmocionado, atropellado a ratos. Bárbara y la incierta belleza de la fragilidad. Bárbara Lennie, el rostro, el cuerpo estigmatizado, de la fragilidad. Recordamos a Marilyn, sus faldas vaporosas, su lunar y sus morritos, del mismo modo que recordamos a Elvis, tupé y pelvis, dos de los grandes iconos que la cultura del siglo XX nos dejó. Marilyn, débil y curvilínea, enigmática y dócil, novia americana por excelencia. Las caderas de Elvis, el concepto de un nuevo hombre, bailarín y tierno, el primer roquero. Los dos se entregaron al sueño eterno de los barbitúricos, los dos dejaron docenas de preguntar sin responder, los dos supusieron una ruptura con el pasado, diferentes. Y, sobre todo, los dos fueron seres tremendamente frágiles. Una fragilidad que marcó sus vidas, en todas las direcciones, hacia el abismo y hacia la cima; una fragilidad que les acarreaba terribles consecuencias, soledad, dolor, pero que también los revestía de un aura que los diferenciaba del resto de los mortales. Cuando más frágil era Marilyn, más bella se mostraba en público, cuando sus ojos se encontraban en la antesala del llanto, más hipnotizaba. Elvis resucitó en Hawai, aparentemente ya no era el chico delgado y danzarín, pero la fragilidad indestructible de su voz en Suspicious Minds aún consigue emocionarnos. Camarón de la Isla también es un buen ejemplo de fragilidad, emocional, física, íntima. Cuando su voz parecía agotarse, cuando se intuía la fragilidad en el siguiente instante, Camarón nos ofrecía sus mejores registros, era más único e irrepetible. La fragilidad le acompañaba más allá de los escenarios, en la intimidad, ante las drogas, en la fama, en sus relaciones personales. Salvador Dalí es un gran homenaje a la fragilidad. Jamás consiguió aceptarse, jamás pudo saber quién era realmente. Parapetado tras la fragilidad siempre necesitó de alguien a su lado, de una protección, de un refugio, de García Lorca a Gala.
Woody Allen ha transformado su fragilidad en un humor amargo que nos ha cautivado durante décadas. Un hombre superado por sus fobias, por sus manías, acechado constantemente por las –supuestas- enfermedades. Almodóvar ha creado un universo propio en torno a la fragilidad, que hemos podido ver en sus mujeres, al borde de la angustia, atacadas por entornos tremendamente hostiles. También encontramos magníficos ejemplos en el mundo del deporte. Maradona y sus carencias y adicciones, la supuesta fragilidad de Leo Messi, la emotiva fragilidad actual de Nadal, la leyenda contra el peso de los años. La fragilidad cuenta con una esencia mágica, a veces trágica, que nos hipnotiza. Nos situamos al lado del frágil con suma facilidad, lo mimamos desde la distancia, lo acurrucamos si lo tenemos cerca.

En muchos casos, la fragilidad es la máscara bajo la que se esconde la diferencia, la personalidad, la autenticidad. A menudo tengo la impresión de que con nuestra corrección, con la cuadrícula globalizada y alienada en la que hemos convertido nuestras vidas y sociedades, encerramos en el torreón de la fragilidad a todos aquellos que son diferentes, y que no pretenden recorrer el mismo camino siguiendo los pasos señalados en el alquitrán. Tal vez por eso la fragilidad nos embauca, ya que nos muestra el feliz sueño que nos invade cuando cerramos los ojos. En Magical Girl la fragilidad es la ventana abierta a un mundo desconocido. Ese mundo que, aparentemente, no queremos conocer pero que contemplamos abriendo una rendija entre nuestros dedos.

martes, 19 de mayo de 2015

SABER PERDER

Comienzo a escribir este artículo nada más caer eliminado el Real Madrid por la Juventus en semifinales de Liga de Campeones, ese nombre moderno para un torneo de siempre: la Copa de Europa. Y recuerdo a David Trueba, ese narrador cineasta que nos enamora cada vez que agarra un micrófono, y a su célebre novela: Saber perder. Un título duro, seco, directo, que entraña un desgarro, una aceptación del no. La verdad es que llevo unas semanas con Saber perder en la cabeza, repito la frase en sueños, la escucho nada más despertarme cada mañana, hasta creo que la tarareo en la ducha. Benditas duchas sanadoras en estas noches de julio en este mayo desmayado. Comencé a repetir Saber perder mientras leía Blitz, la última novela de Trueba. Y no porque se traten de obras similares, o sí, puede. Saber perder, le refresco la memoria, es una maravillosa fábula sobre el desencanto, las relaciones y el fracaso, que pueden entenderse como la Santísima Trinidad de nuestras vidas. Más que fracaso, seamos más precisos, hablemos de derrumbe. Como una de esas imágenes que tanto gustan en los informativos de fin de semana, la dinamita cumple con su cometido en menos de un segundo, dejando tras de sí una inmensa nube de polvo donde antes se alzaba un colosal rascacielos que pellizcaba las nubes con sus afiladas antenas. La adolescencia, tal y como narra Trueba, es una época de derrumbe, el niño se evapora, como ese rascacielos que parece ser engullido por el polvo. En Blitz, Beto, el protagonista, también debe aprender a saber perder, y debe hacerlo en muy poco tiempo, las circunstancias y los kilómetros mandan. No spoileo más.
Puede que se trate de la lección que más nos cuesta aprender, cuando es la lección que más se repite a lo largo de nuestras vidas. Saber perder no es fácil y, sin embargo, el que lo consigue, el que lo asimila, puede que en cierto modo esté aprendiendo a saber ganar. Que tampoco es fácil, pero gusta más, evidentemente. Pobre miopía. Pero si uno se detiene un instante a pensarlo, es mucho más inteligente y práctico aprender a saber perder, ya que es lo habitual, forma parte de nuestra rutina y hasta de nuestra ruina. Perdemos los amores, las ilusiones y los sueños, perdemos las emociones, perdemos el pelo y perdemos el tiempo, perdemos las facultades, perdemos la elasticidad y las ganas de festear, perdemos los años en muchos casos, perdemos los sentidos, perdemos el compromiso, perdemos el reloj y las pinzas de depilar, perdemos la orientación, perdemos la memoria, perdemos el deseo y perdemos el dinero, perdemos. Pérdidas inevitables, en la mayoría de las ocasiones, que si encajamos sin amargura, y aprendemos la lección que conllevan, nos transformarán en personas más sabias y felices, más contentas con lo que tenemos, con lo mucho o lo poco que tengamos, más allá de la cuenta corriente y el listado de posesiones en el Registro de la Propiedad. Aprenderemos, en definitiva, a saber ganar, o a ganarnos a nosotros mismos, a aceptarnos. Somos lo que somos, y llegamos hasta donde llegamos, no hay más. Tampoco está tan mal.

Aunque alguien lo pueda considerar un ejemplo pueril, en realidad la mayoría de los ejemplos lo son, pensemos en el partido del pasado miércoles. Si Morata no hubiera colado su golito como todo buen ex que se precie, este Real Madrid arrítmico y atropellado no pensaría que tiene serios problemas, que necesita pasar por la planta de reciclado para volver a brillar en el futuro. Estaría convencido de que sigue la dirección correcta y empleando la fuerza necesaria. Y no. O apliquemos la fórmula a la clase política, qué poquitos los ejemplos para ilustrar una derrota que ha sido la semilla de una victoria en el futuro. Ruedan cabezas o justificaciones extraídas de la ciencia-ficción, antes que saber perder. Y es que saber perder es encender la luz, limpiar con Cristasol y bayeta la superficie del espejo y contemplarnos desnudos en él. Y examinarnos con mirada científica, y hasta forense, con el único propósito de descubrirnos en toda nuestra realidad, sin obviar nuestras miserias y carencias, que siempre serán superiores a nuestras virtudes. Saber perder es vivir conforme a nuestras posibilidades. Y eso es ganar.

domingo, 17 de mayo de 2015

UNA ÚLTIMA CUESTIÓN, CARMEN MORENO

Prosigue la jovencísima editorial gaditana Cazador de Ratas ofreciendo nuevos y sugerentes títulos, con un denominador común: la calidad. Una última cuestión, de Carmen Moreno, es el mejor ejemplo para ilustrar la afirmación. Una autora que conocimos gracias a su vertiente poética, donde no tardó en mostrarse como una personalísima y sugestiva voz a tener muy en cuenta. También la hemos conocido en su faceta de dinamizadora y comunicadora cultural, merced a su colaboración con multitud de eventos e instituciones, en muy diferentes actividades, todas ellas llevadas a cabo con gran eficacia y pasión. Y desde hace pocos meses, Carmen Moreno nos muestra una nueva faceta: narradora.
Su debut se produjo en 2014 con Principito debe morir, una relectura futurista del clásico de Saint-Exupéry, en el que esta autora gaditana demuestra no temer los riesgos y, sobre todo, no estar encasillada en un género en concreto, como tampoco en las técnicas y lenguajes a emplear. Y así, en Una última cuestión, el título que nos ocupa, se adentra en la novela negra. Pero, tal y como exhibió en su primera obra narrativa, Carmen Moreno asume riesgos y se aleja de la “novela negra al uso”, esa a la que nos estamos acostumbrando con tanta frecuencia, en los últimos tiempos, desgraciadamente, donde se repiten tramas y personajes.
En Una última cuestión, Carmen Moreno se abraza al género, demuestra en cada línea que no le es un lugar extraño, no transita de puntillas, temerosa de caer en cualquiera de sus trampas, todo lo contrario. Cumple con lo que podríamos definir como ‘decálogo’ del género, es respetuosa, pero esto no impide que aborde un sinfín de temas, como son la actualidad de nuestros días, las nefastas consecuencias de esta interminable crisis, la obsesión por la fama y el dinero fáciles y, sobre todo, la desigualdad de género.

Carmen Moreno visibiliza esas mujeres coraje, que no se amedrentan ante las adversidades, y que suelen ser invisibles en nuestras vidas y, por tanto, también en la Literatura. Verónica Lago, la indiscutible protagonista de la novela, y que tanto nos recuerda a una célebre actriz de los años dorados, representa en gran medida a ese prototipo de mujer invisible que Carmen Moreno coloca sin pudor bajo los focos. Igualmente, Una última cuestión rezuma cotidianidad. Y es que lejos de esa novela negra que nos muestra secuencias y personajes que escapan del decorado de nuestros días, Moreno no duda en incorporarnos a su trama, consiguiendo que desde el principio, sin artificios, de manera natural, nos sintamos identificados con lo que leemos... sigue leyendo en La Tormenta En Un Vaso 

miércoles, 13 de mayo de 2015

DESMAYO

Ponte el sayo con el agua de mayo o algo así dice ese refrán que nunca he llegado a memorizar. Y miras hacia el cielo y las únicas gotas que contemplas son las que caen desde tu frente hasta tu barbilla, tras salto olímpico en la nariz. Pues ya estamos en mayo, ese mes entre meses, en Córdoba sobre todo, que suspira todos los días de cada mes hasta que regresa su mayo de nuevo, como ese hijo que emigró al extranjero. Parece que, cuando se va, lo hace para no volver, pero siempre lo hace, sí, de verdad, y siempre nos parece nuevo, más bello y radiante, más mayo. Patios y Cruces, rejas y balcones, pinchitos y pimientos, toneladas de flamenquines, un río de salmorejo –la cama cerca y el agua lejos-, barras de aluminio, altavoces impertinentes e impenitentes, faralaes y albero, el tostón de los caballos, astas y pañuelos, ¡música!, vete a la discoteca, responde un anónimo al grito anónimo y repetido de cada mayo. Feria de la Salud, con lo malito que uno acaba, pues no vamos a recordar lo de Vistalegre, las Quemadas y los Olivos Borrachos. Corramos un tupido velo, eso. Este mes que rima con desmayo, y con rayo, y con callo, y con serrallo, Mozart compuso un rapto violento y enérgico, muy a su estilo; este mes, mayo, que rima con sayo, y que significa luz, diversión, madrugadas, juventud, cal y geranios, y todo eso que a usted le suscite el nombre del mes, que las emociones son libres como ese viento que pronto echaremos de mes, cuando el termómetro apriete y añoremos hasta la rebequita más fina del armario. Este mes, sí, especial siempre, y diferente, y trascendental en este año, así lo ha querido el calendario electoral, que no epistolar.
Cómo no está apretado el calendario, pues eso, cuarto y mitad más, que con suerte reventamos. Tampoco lo creo, que estamos acostumbrados a lo que nos echen encima, eso es así. Tocará desmayo. Lo prefiero a diana, pues también. Entramos de lleno en la campaña electoral, lo que ya no tengo tan claro es si la campaña electoral entra en nosotros o nos resbala soberanamente, como si estuviéramos cubiertos por una piel de parafina, a lo Pacquiao. Todavía no entiendo como no le ganó al Mourinho del boxeo, el otro. A mí no me resbalan las campañas electorales, no, soy uno de esos votantes que se leen los programas y que escuchan las propuestas. Y veo los debates, también, que una mirada... sigue leyendo en El Día de Córdoba 

lunes, 4 de mayo de 2015

LA PELÍCULA DE NUESTRA VIDA

Han celebrado los 25 años de Uno de los nuestros remasterizando una nueva versión, empleando un negativo original. Presentaron la recuperación en la clausura del festival de cine de Tribeca, en Nueva York. Para la ocasión, acudieron buena parte los protagonistas: De Niro, Liotta, Paul Sorvino o Lorraine Bracco, que narraron a los presentes las anécdotas acaecidas durante el rodaje, así como lo que les supuso intervenir en la citada película. No pudieron acudir, aunque enviaron sus mensajes, Scorsese y Joe Pesci, cerebro y puño de la historia. No puedo recordar las veces que he visto Uno de los nuestros, pero sí recuerdo perfectamente la primera que la vi. Fue en un cine de verano, el de la Plaza de la Magdalena, entre aroma de caracoles y geranios, con el trasero fustigado por esas sillas diseñadas por un especialista en torturas. El plano-secuencia en el que Liotta agarra la mano de Bracco y, en una exhibición de poder, la cuela en el restaurante de moda, atraviesan la cocina y toman asiento en el comedor me sigue dejando sin respiración. No solo es perfecta técnicamente, también en su narración, en lo que cuenta y cómo lo cuenta. Uno de los nuestros es una de las películas de mi vida, indudablemente, como también lo fue Ben-Hur en su momento. Otra vez cine de verano: Olimpia, en la calle Zarco, esa hermosa arteria que une San Agustín con el resto de la ciudad. Recuerdo que mi madre me preparó un bocadillo exagerado, más de media barra, y una gaseosa de litro. Una de esas gaseosas vintage que ahora empleamos como elemento decorativo. Son muchas horas, me dijo. Pero a mí me parecieron diez minutos. Y eso que cuesta creerse que Charlton Heston es un romano de la época, pelillos a la mar. En ese mismo cine, Olimpia, había descubierto a Bruce Lee anteriormente, aquel héroe de leyenda de las artes marciales sobre el que circulaban un sinfín de rumores, en ese tiempo sin Google ni periódicos digitales.
Las películas de Bruce Lee tenían algo contagioso, y tras su finalización podías ver a cien chavales tratando de emular los movimientos del actor, y no fuimos pocos los que nos fabricamos unos nunchacos con el palo de una fregona, como si fuéramos a protagonizar la secuela de Operación Dragón. Recuerdo, con absoluta nitidez, la cola para sacar la entrada para ver La guerra de las galaxias en el Cabrera Vistarama, aquel cine cosmopolita en esa nueva Córdoba de Ciudad Jardín, con edificios de cinco plantas y porteros electrónicos en las entradas. La ciudad del futuro acogió el estreno de una película sobre un futuro creado por la imaginación de George Lucas. Alucinado, no cerré la boca durante la proyección, no podía creer lo que contemplaba. Algo similar me sucedió... sigue leyendo en El Día de Córdoba