domingo, 24 de enero de 2010

BAYAS DEL GOJI






Si usted todavía no ha oído hablar de este milagro alimenticio, no lo creo, yo se lo cuento. Las bayas del Goji son una especie de cerezas que crecen en el Tibet, a cuatro mil metros de altura. Cuentan que es una fruta tan delicada que nada más ser arrancada de la rama cambia de tonalidad, su rojo característico se convierte en un parduzco morado cardenalicio; tan delicada que no soporta el contacto con la mano humana. Y es que hay manos y manos, digo yo. De ahí que nosotros las consumamos en su versión arrugada y diminuta, que es también su versión más asequible económicamente o en zumo, que es una versión muy cara. Cuentan que las bayas del Goji se utilizan como remedio ante males y enfermedades desde hace miles de años, pieza esencial de la medicina tibetana y china. Porque este pequeño y preciado fruto cura o impide que te afecten la mayoría de las enfermedades; entiendo que es más corto y concreto contarlo así, ya que si nos ponemos a enumerar todas sus ventajas y cualidades no tendría espacio suficiente y tal vez tendría que invadir varias páginas vecinas para conseguirlo, y no es esa la cuestión. Si tenemos en cuenta la leyenda del Goji, si la aceptáramos como una realidad, podríamos plantearnos, con toda razón, que sería más práctico cerrar hospitales y facultades de medicina, por ineficaces, y cultivar este fruto en cuantas extensiones agrarias fueran posibles. Adiós trigo, olivos y girasol. Lástima que sólo crezcan a cuatro mil metros de altura, delicadillas ellas.

Y es que este fruto, que la mayoría tomamos en su formato desecado, parece una guindilla de las que le echamos a los caracoles, no es que cuente con propiedades antioxidantes, es que es bueno para el corazón, el hígado, riñón, pulmones, piel, vista, estómago y hasta, según dicen, para aumentar nuestra potencia sexual, que es un tema del que no nos gusta hablar en público y que puede llegar a generar más conflictos de los que uno se imagina. Eso, al menos, es lo que me cuenta un amigo, que siempre es bueno tener un amigo que te cuente estas cosas. ¿A qué saben? No están malas, no son un atentado contra nuestro paladar –cosas peores habremos probado-, pero tampoco son una delicatessen, aunque en cuestión de gustos, pues eso, como colores. A lo que iba, cada mañana, nada más abandonar la cama, me dirijo a la cocina y del tarrito extraigo veinte o treinta bayas del preciado fruto, con la esperanza de que sus vitoreadas bondades se cumplan en mi organismo. Y la verdad es que empiezo a notar los efectos, o eso creo, tampoco les puedo ofrecer argumentos analíticos/médicos que avalen mi afirmación; es una intuición. Como muchos, parto de una reflexión tan simple como extendida, mal no me pueden hacer estas diminutas bayas y si es verdad lo que cuentan, eso que salgo ganando. Una reflexión similar, con una alta dosis de amargura y desesperanza, será la que empuje a todos aquellos que padecen una enfermedad grave o incurable cuando deciden ponerse en manos de sanadores, curanderos y demás fauna.

Bayas de Goji, zumo de papaya, prebióticos a granel, Botox, cirugía, Pilates, oxígeno en cápsulas, concentrado de ozono y lo que haga falta, ya no es que queramos vivir más años, que es una aspiración lógica, razonable y legítima, es que pretendemos ser jóvenes, más jóvenes, el mayor tiempo posible; olvidar lo que nos recuerda el DNI y soplar menos velas cada año. Ya no queremos que la juventud sea esa etapa de transición entre la infancia y la vida adulta de las que nos hablaron los sociólogos, no, pretendemos y nos entregamos para llegue a ser la etapa más estable y duradera de nuestras existencias. Pero los años pasan y las etapas se suceden, y tal vez lo más inteligente sea asumirlas en su integridad, disfrutando de sus ventajas, minimizando sus inconvenientes, contemplando los cambios como el envoltorio de esa caja de sorpresas en la que se puede transformar nuestra vida. Más allá de los daños colaterales, de los escudos, de las defensas, de los miedos, el reto es vivir, vivir intensamente, cada minuto, cada segundo que nos quede. Que las bayas del Goji son más que una leyenda o una estrategia publicitaria, eso que saldremos ganando.


El Día de Córdoba

domingo, 17 de enero de 2010

REBAJAS







Salí de rebajas como el que juega a la Primitiva, sin convencimiento de poder alzarme con el premio mayor. No había andado más de doscientos metros cuando me topé con el primer escaparate que consiguió captar toda mi atención: rebajas de hasta el 80%. Como para no detenerse, aunque sólo fuera por curiosidad. El corazón me latió con fuerza, rebrincado, como la leona que olfatea la gacela en la sabana –lo que se aprende durante la siesta, con los ojos cerrados y todo-. Una vez dentro del establecimiento, como por arte de magia, el gigantesco 80% del escaparate desapareció, sustituido por otras cifras de menor atractivo y reducción: 10%, 15%, 20% en el mejor de los casos. Desilusionado, en parte engañado, me dispuse a abandonar el comercio cuando en el último instante, en esa mirada postrera y llena de esperanza en la que deseamos atisbar El Dorado tras nuestro largo viaje, descubrí el hipnótico 80% en una esquina, muy cerca de los probadores. Como quien contempla un milagro, como el que se enfrenta a una resurrección del pasado, alucinado y extasiado, me acerqué hasta la mágica esquina coronada por la mágica cifra. No me fue necesario avanzar más de dos metros para descubrir que las prendas rebajadas al 80% eran de la época en la que Madonna lanzó el Like a virgin y que, seguramente, en su momento –cuando fueron confeccionadas- tuvieron que tener un precio menor al que anunciaba la “descomunal” rebaja. Que los Spandau Ballet, en versión inflada, casi neumática, hayan vuelto tantos años después tiene su gracia, pero tampoco es como para regresar a aquella moda horrible de hombreras exageradas y desafiantes tonalidades que te dejaban los ojos y el alma en estado de shock, cuando no malheridas o mutiladas, en el peor de los casos.

La primera impresión –empleando la palabra “impresión” en su versión más impresionable- no mermó mi entusiasmo y continué como mi jornada de rebajas, intacta mi ilusión, a pesar de todo, ya que toda rebaja que se precie requiere de tiempo, paciencia y dedicación, que es la santísima trinidad de la ganga soñada. A las puertas de un gran comercio una multitud se agolpaba, me fue imposible no acordarme de aquellas películas medievales de mi infancia en las que una multitud se enfrentaba con un pelado y afilado tronco contra los portones del castillo, desafiando a la lluvia de flechas, al aceite hirviendo que caía desde las almenas y hasta al foso con puente levadizo. Aquella multitud pretendía invadir, pacíficamente, eso sí, el comercio que anunciaba sus rebajas de ensueño. Contagiado, rodeado de semejantes, me uní a la humana masa, y traté de hacerme un hueco empleando codos, regates, zancadillas y demás artimañas que he aprendido y/o padecido en mis años de rebajas. Entre la marabunta, arropado en decenas de sudores y demás aromas, por un instante pensé que ese ordenador portátil de precio escandaloso podría ser mío o que aquel abrigo de más marca que tela podría acabar en mi armario. Sin embargo, la experiencia y veteranía que intuía en las posiciones delanteras me desanimaba. Cuando las puertas al fin se abrieron, nos convertimos en esa agua que escapa rabiosa del embalse que apenas puede contenerla –una imagen de gran actualidad, por otra parte-. Ni ordenador ni abrigo, y específico la cantidad porque sólo había uno, una unidad, uno y una y no más. En realidad, la publicidad era literal y cruelmente exacta: ordenador tal y cual con un 60% de descuento. Un ordenador, sólo uno. Un abrigo, sólo uno.

Dicen que las rebajas, comprar, da igual el precio o descuento, elimina ansiedad, libera complejos, transmite placer, te ayuda a desconectar, reduce tensiones y demás satisfacciones, según le escuché el otro día a una psicóloga. Puede ser, que no seré yo el que lo niegue. Aunque, visto lo visto, las rebajas también pueden llegar a convertirse en una especialidad deportiva sin medallas en las Olimpiadas, en un safari sin rifle entre la maleza de perchas y etiquetas o en una aventura de dudosa utilidad en la que refugiarse en un triste y cansino día de lluvia, por ejemplo. También esconden las rebajas, de la manera más material, frívola si usted quiere, esa posibilidad de cambio, de ascenso, de alcanzar un objetivo, que la mayoría alimentamos o deseamos en nuestros sueños más íntimos. Y ante eso, nada podemos hacer o decir. ¿Quién no ha intentado alguna vez conquistar su 80%?

El Día de Córdoba

sábado, 16 de enero de 2010

¿POR QUÉ CARVER?











El orden de la memoria nace a partir de este poema, que es el epílogo de la novela.

Es agosto y no he

leído un libro en seis meses

salvo una cosa titulada The Retreat From Moscow

de Caulaincourt.

Sin embargo, soy feliz

cuando voy en coche con mi hermano

bebiendo una pinta de Old Crow.

No vamos a ningún sitio,

conducimos sin más.

Si cerrara los ojos durante un minuto

no sabría dónde estoy

y me tumbaría encantado a dormir para siempre

a la orilla de la carretera.

Pero mi hermano me da un suave codazo.

En un momento va a pasar algo.

Bebiendo en la noche.

Raymond Carver.


martes, 12 de enero de 2010

CARVER, UNA REFLEXIÓN IMPULSIVA






Si recordáramos a Carver (oregón, clatskanie 1938; nueva york 1988) el día de su nacimiento, o el de su muerte, o si creáramos un Día Carver, el propio autor se levantaría de su tumba y nos preguntaría “pero que estáis haciendo todos vosotros con esas caras de entierro cuando en realidad deberíais tener caras de carteros que no encuentran los buzones de sus cartas”, o algo parecido. Por eso es bueno recordar a Carver cualquier día, valiéndonos de cualquier pretexto, porque cualquier pretexto es magnífico para recordar la obra de Raymond Carver, uno de los mejores narradores del siglo XX. Aunque el pretexto de un taller literario es, sin duda, el mejor pretexto. Hasta se podría definir como una excusa muy carvesiana.

Cito el Carver narrador, que es con el que más me identifico, y donde creo que alcanza sus mayores y mejores registros, pero no desdeñemos para nada al poeta (Un sendero nuevo a la cascada, bajo la luz marina), muy especialmente, y al ensayista (la vida de mi padre), incluso. Anécdota de poema dedicado a Machado (Ondas de radio). Carver es el autor que abrió las puertas a la desnudez estilística y temática en la narrativa, mostrando escenas cotidianas sin ornamentos innecesarios.

Y es que Carver es un autor más que recomendable para un taller literario, teniendo en cuenta que el escritor nace de un taller literario –tal vez fuera la picadura del veneno-, en el de John Gadner, en 1960, y más tarde es el propio Carver el que recorre buena parte de las Universidades Norteamericanas como profesor invitado en diferentes talleres. Tengamos muy en cuenta que no existen antecedentes literarios familiares, que no es educado, ni mucho menos, en un ambiente cercano a la Literatura, y que a los 16 años ya estaba casado. Un matrimonio desastroso. Trabaja de todo un poco. Anécdota de la farmacia y la biblioteca del anciano (Carver tiene 18 o 19 años).

Escritor en una época donde buena parte del mundo, pero sobre todo el pueblo norteamericano, convive con una gran crisis de identidad social colectiva. Los grandes líderes, las grandes voces que marcaron el camino, quedan muy atrás, sólo son un eco del pasado que apenas es un rumor. La sombra de Kennedy comienza a difuminarse, Luther King apenas se recuerda, Classius Clay es una caricatura de lo que fue y ya no gana los combates y Elvis se quedó dormido, para siempre, en su dulce y grasiento sueño de estupefacientes. Es una sociedad, la americana, que ya no sabe contra quien lucha, dónde están las luces del camino, qué le depara el futuro. Un país fustigado por una guerra absurda, la de Vietnam, que provocó grandes heridas que aún hoy siguen sin cicatrizar.

Las consecuencias de la crisis abarcan todos los sectores sociales, y, muy especialmente, el económico. Se abre una gran brecha social, una gran frontera, entre dos américas radicalmente diferentes en cuanto a sus supuestos económicos. Es una sociedad desencantada estructuralmente, ya que ese desencanto lo trasladan hasta el nivel personal, produciéndose la gran degradación de la familia como concepto. Raymond Carver es el primero que escribe la palabra fin en la gran pantalla donde estaban proyectando esa película de majestuosos efectos especiales que llevaba por título El Gran Sueño Americano.

No es de extrañar que Raymond Carver nos muestre y nos hable de personajes en permanente precariedad. En precariedad emocional, divorciados con relaciones turbulentas con sus anteriores relaciones, o con las presentes, siempre con la esperanza de una nueva relación sanadora. Carver disecciona con extremada meticulosidad las relaciones humanas. También podríamos decir que los personajes de Carver viven en una permanente precariedad laboral: o su trabajo es pésimo, o no lo tienen, o tienen varios, y todos son igualmente pésimos. Esto nos habla de un escritor de esa gran clase media americana que durante décadas ha contemplado como su gobierno envía naves espaciales al espacio o invade países remotos, mientras que su estado de bienestar es inexistente, sin seguridad social, sin prestación por desempleo, etc. Por tanto, irremediablemente, los personajes de Carver cuentan con economías igualmente precarias. Hijos que prestan dinero a sus padres –por esa ausencia de instrumentos legales para la asistencia social-, prestamos entre hermanos, padres que mantienen las familias de sus hijos, y, sobre todo, prestamos que nunca se devuelven, que se amplían como hipotecas de goma, que van creando un clima molesto y apabullante que ninguna de las partes se atreve a denunciar.

Esta preocupación por lo social, o por la precariedad de los mortales –o de la sociedad-, es lo que diferencia y distancia a Carver de la generación Beat, así como de otros autores como Bukowski. Clasificar o tildar a Carver como un maestro o padre del realismo sucio lo entiendo como una gran equivocación. Carver no adopta jamás una postura irreverente, despiadada, atrevida, ofensiva o desafiante con respecto a sus personajes y las circunstancias que los rodean. Simple y llanamente, Carver no emite ningún juicio, ni ofensivo ni favorable. En este sentido podríamos estar hablando de un realista sin más, o, incluso, de un realista radical.

Tres grandes maestros proclamados por el propio Carver: Chejov –no olvidemos que muchos califican a Carver como el Chejov americano-, Hemingway y Tolstoi. De Chejov, sin duda, toma el método, la disciplina casi milimétrica que necesita el cuento, el tiempo, el ritmo, y, sobre todo, el realismo. Aunque es difícil de explicar, o suene mal la explicación, Carver fue mucho más realista que Chejov. En el autor ruso se encuentra en numerosos pasajes críticas, resentimientos, hacia las estructuras sociales de la Rusia que le toca vivir. Carver no juzga, no culpa, no nos muestra al culpable como culpable: sólo es un personaje más que el lector ha de juzgar. De Hemingway aprende el silencio, el explicar por omisión, la insinuación como contundente afirmación. De Tolstoi asimila la profundidad, la palabra como un periscopio que amplia la realidad que contempla desde la distancia.

domingo, 10 de enero de 2010

REYES MAGOS






Cuentan que los Reyes Magos partieron este año desde Burj Dubai, la torre más alta del mundo, 828 metros desde el suelo a la punta, que se dice pronto. Acompañados de sus pajes, sobre sus camellos, fieles a su milenario estilo, utilizaron la planta 191 del recién inaugurado rascacielos como punto de partida. Magníficas vistas, imagino, asomado a un balcón, si es que se estilan los balcones a esas alturas, uno se debe sentir diminuto, insignificante, mucho más de lo que ya se siente a ras de suelo, que ya es decir. Cuentan que sus majestades, ya repuestos de sus fracasadas inversiones con el célebre Madoff, la de campañas publicitarias que han tenido que firmar para desinflar la deuda originada por el crack, hablaron entre ellos y se conjuraron a evitar la crisis con imaginación y silencio, ignorándola. Buen propósito para este comienzo de año, que es un tema que aburre, tema cansino, que las penas mil veces mentadas son más penas o parecen más penas. Lo de los buenos propósitos debería convertirse en un ejercicio colectivo de obligado cumplimiento. Ponga diez buenos propósitos en su vida. Comida sana, nada de fast food y demás guarrerías, viva la olla, adiós tabaco, adiós alcohol, menos realities, más libros, cero violencia, más sonrisas, más abrazos, más amor. Yo por eso le pedí a los Reyes Magos una de esas bicicletas tan raras, de nombre impronunciable, cuenta los latidos de tu corazón y las calorías que eliminas. Qué cosas. Me comí un bocadillo de salchichón y estuve pedaleando hasta que consumí las calorías ingeridas, casi nada, menudas agujetas. Pobres Reyes Magos, les debió costar lo suyo cargar con mi bicicleta cuenta calorías y cuenta latidos, retomar el vuelo en la caída, pero ellos pueden con todo, hasta con la crisis, de la que no quieren saber nada de nada, y muy bien que hacen, claro que sí.

Una advertencia antes de continuar: quítese la etiqueta de la camisa, que le cuelga, que sus amigos y familiares van a saber que es nueva sin necesidad de exhibirla. Despistes propios de estas fechas. Cuentan que para despiste el de los Reyes Magos, que se olvidaron de mirar el tiempo, con lo que le habría gustado a Mario Picazo hacerles llegar sus pronósticos. Un amigo siempre me repite que de mayor quiere ser hombre del tiempo, porque es el único trabajo en el que te permiten equivocarte una vez y otra, y otra más. Puede ser, que no digo yo que no. La cosa es que cuando los Reyes Magos llegaron a España se encontraron con el diluvio universal, con esos pantanos que conocían escuálidos soltando agua, y tuvieron un recuerdo para el amigo Noe, que menos mal que estuvo precavido y ya tenía construida el arca. Los Reyes magos no fueron tan precavidos en su visita a España y pudieron realizar su famosa cabalgata por los pelos, a duras penas. Los caramelos se fundieron con el barro fabricando una arcilla blandengue que nos pegaba los zapatos contra el suelo, qué sofoco. Pero si ellos se han olvidado de la crisis, y han atendido nuestras peticiones, cómo no nos íbamos nosotros a olvidar de la lluvia y del barro, pues claro, faltaría más.

Durante años, en vano, he solicitado/pedido/rogado, a quien corresponda, que alguien mandará en eso, poder transformarme en Rey Mago en la tarde del cinco de enero. No pierdo la esperanza y elevo mi futura petición, a quien corresponda. Siempre dispuesto, por supuesto. Permanentemente desilusionado, este año no lo he intentado, ni juego al fútbol, ni soy presidente de peña alguna ni soy empresario, remotas las posibilidades. Detalles menores. Cuentan que los Reyes Magos, una vez clasificados todos los juguetes y regalos, partieron rumbo a España, desde esa torre tan alta que acaban de inaugurar. Ya son metros, qué desafío. Y llegaron, ya lo creo que llegaron, que las agujetas me suben de los tobillos a las cejas. Contenedores colmados exhibiendo las tendencias del momento, cajas vacías, etiquetas arrancadas -¿miró lo que le dije?-, roscones con o sin premio, con o sin crema, rebajas atropelladas, pilas perdidas y los ilusionados ojos de un niño, que es el gran instante que nos ofrece el Día de Reyes. Sólo por verlos, esos ojos, los de cualquier niño, merecerá la pena esperar otro año. Y los que hagan falta.


El Día de Córdoba

miércoles, 6 de enero de 2010

LA CASA EN PARIS









En gran medida, el mundo adulto es en la percepción del niño un espacio extraño y desconcertante, una permanente exploración –desde la inocencia-. Elizabeth Bowen, a través de los inquietos ojos de los pequeños Leopold y Henrietta, recorre los pasadizos tenebrosos que separan a la infancia de la edad adulta. Un viaje introspectivo y clarividente que nos empuja a revisitar, desde la niñez tal vez olvidada, un camino por el que todos transitamos en algún momento de nuestras vidas.

La escritora irlandesa Elizabeth Bowen, en La casa en París, exhibe con elegancia y pulcritud todos los registros y habilidades que la elevaron a la cima de la Literatura Anglosajona del Siglo XX. La sugerencia no forzada, la psicología como microscopio que disecciona las personalidades, y una mirada oblicua que abarca todos los ángulos posibles, incluso aquellos que no se suelen ver. Elizabeth Bowen inyecta en cada pequeño gesto o diálogo un cargamento de información que ilumina toda la narración. No hay elementos ocasionales o gratuitos en La casa en París, todos forman parte de un orden que traza milimétricamente el desarrollo de la novela.

Magistral e impecable, nuevamente, la labor traductora de Silvia Barbero. Una vez más despliega toda su sensibilidad/destreza para literaturizar en nuestro idioma, de manera encomiable, el texto de Bowen, sin que su particular estilo decaiga en ningún instante. Un estilo que durante décadas algunas voces quisieron situar a la sombra de grandes nombres cercanos en el tiempo, pero que hoy, gracias a la recuperación de algunas de sus obras maestras, como La casa en París, la sitúan en un personal, privilegiado y merecido lugar. La novela ideal para resucitar al niño que se esconde entre nuestros huesos.


Revista Mercurio

lunes, 4 de enero de 2010

CÁPSULA DEL TIEMPO






Desde que recuerdo, las denominadas cápsulas del tiempo me han despertado un gran interés, tanto cuando son colocadas bajo la primera piedra de un magno edificio, como cuando son descubiertas por casualidad como sucedió hace unas semanas. Frente al Congreso de los Diputados, bajo la estatua de Cervantes, encontraron una cápsula del tiempo, de plomo, que conservaba perfectamente los enseres encerrados en su interior. Cuatro tomos del Quijote –que para eso los pies del insigne escritor descansaban encima-, en una edición de 1819, un Diario de Aviso de Madrid, una biografía del general Mina, diversos retratos de Isabel II, un calendario, un manual de forasteros, monedas, varios ejemplares de la Gaceta de Madrid y demás documentos, muchos de ellos relacionados con la organización administrativa y judicial de la época. Todos los objetos encontrados estaban cubiertos por un desinfectante de intenso olor que, según los expertos, ha propiciado que esta cápsula del tiempo cumpla con su objetivo: la perfecta conservación de su interior. Un interior que va a ayudar a historiadores e investigadores a tener una mayor información, más real y concreta, de la época en cuestión. Hay quien ya califica la cápsula del tiempo encontrada bajo la estatua de Cervantes en Madrid, frente al Congreso de los Diputados, como la mejor, en cuanto a aportación de conocimiento y estado, de entre todas las encontradas hasta la fecha. En la actualidad, seguimos enterrando cápsulas del tiempo, necesitamos conectarnos con el futuro, dejar rastro y testimonio de lo que somos. Necesitamos, de alguna manera, permanecer.

Seguramente, la mayoría de nosotros, en esa lata de bombones que por elegante y delicada nos negamos a tirar al cubo de la basura o en esa caja de madera que protegía aquel vino que se nos avinagró, sin quererlo o pretenderlo, creamos nuestra propia y particular cápsula del tiempo. Entradas de cine o de conciertos especialmente disfrutados, puros de bodas, chapas de aquellos grupos de juventud que nos entusiasmaron, la tapa de una cerveza que nos pareció extraña y novedosa, un ticket de metro de París o Nueva York, fotografías de diversa índole, los auriculares de nuestro primer viaje en el AVE, la entrada de un museo. De tanto en tanto, en una mudanza, cuando toca pintar, descubrimos nuestras cápsulas del tiempo y recordamos lo que fuimos, cómo fuimos, esos momentos que en su día calificamos como inolvidables pero que los años han escondido bajo los escombros de la memoria. Si las cápsulas del tiempo son importantes para entender nuestra trayectoria personal, las que aparecen o colocamos bajo un monumento o edificio nos hablan de un país, de una sociedad, de una época. Muchos han creído que algo parecido podría suceder en Granada, en la fosa de Alfacar, como si encontrar una tibia o una costilla de Federico García Lorca nos lo devolviera a este presente nuestro. Da igual donde se encuentren los restos físicos de Lorca, carece de importancia, porque Lorca sigue vivo, muy vivo, en cada uno de sus poemas, cada vez que se representa una de sus obras, en su mensaje.

Cada vez que tengo noticia de la colocación de una nueva cápsula del tiempo me intento informar de su contenido exacto, pero casi nunca lo cuentan al detalle, y suelen repetir lo de siempre: los periódicos del día, un ejemplar del BOE y otro de la Constitución, poco más. A menudo me pregunto si no le estamos haciendo un flaco favor a los historiadores del futuro y que, tal vez, deberíamos ser más realistas y menos administrativos. Porque en una cápsula del tiempo que pretendiera representar nuestra actualidad con franqueza debería contener un ejemplar de la revista que adelantó en exclusiva el nuevo rostro de Belén Esteban, un póster de Cristiano o de Messi, una homilía de Rouco Valera, una copia de Spanish Movie, un ejemplar de lo último de Dan Brown o la trilogía de Larsson, una bebida light, un cedé de Joaquín Sabina, una fotografía de Obama, el número de mujeres que padecen la violencia machista, una videoconsola con mando a distancia, bayas de Goji, un tarrito de Botox y un buen fajo de euros, además de los preceptivos periódicos y demás documentación oficial. A grandes rasgos, así podría ser el interior de una cápsula del tiempo –de este tiempo- que se ajustase a nuestra realidad actual. Y me pregunto, ¿si alguien encontrase una cápsula del tiempo como ésta, que pensaría de nosotros?


El Día de Córdoba