martes, 28 de enero de 2020

GLORIA


Una vez más, el azote, la borrasca, el temporal, con nombre de mujer. Y no me estoy refiriendo al Pin Parental, me refiero a Gloria, que nos ha dado una buena tunda los últimos días. Si usted busca en internet por qué se le adjudican nombres de mujer a las catástrofes climáticas, podrá encontrar mil y una explicaciones. Y como hacemos todos, porque todos lo hacemos, se quedará con la que más le interese, complazca o estime, allá cada cual con sus verdades. Estoy seguro que a Carmen Calvo no le gusta nada que le asignen nombres de mujer a los temporales, como tampoco le gusta poner coletilla de género al Congreso y al Senado, y tal vez tenga razón y asunto zanjado. Tengo claro que las recomendaciones de la Academia de la Lengua atufan a laca a granel y pachulí del barato. No termino yo de entender a esta institución, tan generosa siempre con todos los anglicismos que asumimos o con chorradas varias, recordemos lo de amigovio, y tan tajante, tan exhaustiva, con el lenguaje de género. Sea como fuera, las mujeres siempre acaban pagando, lo que sea, pero pagando. Una cosa, vaya. Desde ese punto de vista, podríamos limitarnos a enumerar las catástrofes naturales, 1, 2, 3, y así, y santas pascuas, asunto solucionado. A veces, solo a veces, las soluciones son más fáciles de lo que podemos imaginar, las tenemos al lado, nos rozan, basta con abrir la mano para cogerlas, y asumirlas. Pero hay que querer, claro, hay que querer. Para explicar esto viene muy bien la imagen del vaso o botella, escoja, que puede estar medio llena o medio vacía según quien la mire. Pero no solo eso, que yo en ciertos momentos la veo llena a reventar y en otros más vacía que mi hucha. O sea, no solo los ojos, también el momento, que todos los detalles desempeñan su labor y nos determinan, claro que sí. Yo no sé si es bueno ese optimismo de la botella casi llena que a veces siento y que sería mucho mejor, más terrible, y hasta real, esa botella vacía que auguro, a modo de freno, tope, advertencia, lo que sea.
La gloria es una cosa muy etérea, es como lo de la botella, y hay quien la siente mirando a los ojos de sus hijos, colando un gol ante cincuenta mil espectadores o participando en La isla de las tentaciones, que es la última aberración televisiva que se han inventado. El reto de la fidelidad, como premio, como aspiración, no como determinación. La gloria también puede ser, lo es, ganar un Goya. Banderas tiene esa opción, y también un Oscar, que ya es una gloria VIP, y yo me alegro mucho por él, que crecí viendo sus películas al mismo tiempo que lo hacía él como actor. Hasta que se fue a hacer las américas y dejó de crecer para ser su propia franquicia. La demostración de que el dinero no, siempre, da la gloria. Banderas, en Dolor y gloria, se transforma en Almodóvar y borda un papel que muchos le hemos estado esperando unos cuantos años. El título de la película puede entenderse hasta como una metáfora de ese proceso.
Durante muchas temporadas, la majestuosa Sofía Vergara ha sido Gloria en Modern Family, esa serie americana más atrevida y contemporánea que muchas de las producciones de la atrevida y contemporánea Europa. Una serie en la que un matrimonio de gays adoptan a una niña asiática, y por tanto inmigrante, y una divorciada colombiana, y por tanto inmigrante, con su hijo, también colombiano e inmigrante, contrae matrimonio con un hombre que le dobla la edad, y hay una familia en la que unos padres hablan de sexo, y sus hijos acuden a un colegio en el que hay negros, latinos y asiáticos, una ONU de las razas, vamos. Hay quien pueda entender todos esos factores como un dolor, que bien se podrían haber evitado, poniendo medidas, y se empieza con un PIN y se acaba con una valla, o con un cerrojo, o con una celda, ya puestos. Hay quien, como yo, en el batallón de ilusorio buenismo, que lo entiende como una gloria, por eso mismo de la botella o porque lo considere el triunfo de la libertad, de las emociones y, sobre todo, de la lógica. La lógica, que tal vez sea la gloria, en estos tiempos de tan irrazonable dolor.

miércoles, 22 de enero de 2020

1917



En la pantalla, mientras comienzo a escribir este artículo, Apocalipsis Now, esa obra maestra, una más, de Francis Ford Coppola. La voz del coronel Kurtz resuena a través de un eco infernal, mientras un jovencísimo Martin Sheen contempla su fotografía. Una imagen en blanco y negro, de un apuesto Kurtz, previa a su transformación. Un Harrison Ford, sin canas y sin arrugas, y sin Chewbacca a su lado, escucha atento. A ratos el lado oscuro se impone al lado claro. Todos los hombres tienen su límite de resistencia. Coppola tal vez sea el primero en filmar el infierno de la guerra en su primera esencia, dentro del terror mismo. Hasta entonces, la guerra filmada era una sucesión de héroes, batallas, orden, disparos, victorias y derrotas, malos y buenos, pero no sentíamos, no contemplábamos, el miedo, el pánico, de las personas que tomaban parte. Coppola nos lo enseñó. El miedo del joven que no quiere descender del helicóptero, no quiero ir, grita, desolado. Ese mismo miedo, loco, descontrolado, insano, lo volvimos a contemplar en Platoon, la película con la que Oliver Stone nos abrumó. Una película fuera de tiempo, cuando ya creíamos haber visto todas las películas posibles sobre Vietnam, ese infierno, ese corazón de las tinieblas que Conrad nos contó y Coppola interpretó. Más allá de la fuerza física o armamentística, la guerra mental, psicológica, las fronteras que nunca nadie debería cruzar y que la guerra te empuja a hacerlo. Spielberg, especialmente en esos apoteósicos minutos iniciales de Salvar al soldado Ryan, nos trasladó de nuevo al borde del abismo, a ese punto en el que el hombre, cualquier hombre, ya no respeta nada, ni a él mismo. Hombres sacudidos por el miedo, que vomitan, que no controlan a su propio organismo, antes de participar en una orgía de sangre, explosiones, cuerpos y muerte.
Este 2020 ha comenzado trayéndonos otra formidable, pero también cruda, por real y nítida, reconstrucción de lo que supone la guerra, sin tener en cuenta los contendientes, las motivaciones, los derrotados y los vencedores. Dirigida por Sam Mendes, 1917 es una épica producción en la que volvemos a encontrarnos con el conflicto armado al natural, con todas sus miserias y miedos, en esta ocasión recuperando la Gran Guerra, que con toda seguridad es el episodio bélico que menos hemos podido contemplar en la pantalla, a pesar de aquella obra maestra de Kubrick, titulada Senderos de gloria. Y para dotar de mayo realismo a su historia, se vale Mendes de un falso plano secuencia, a modo de cámara omnisciente, o cámara que abarca todos y cada uno de los ángulos posibles, que emplea como narrador excepcional. Pero no solo no encontramos en 1917 la aspereza de la guerra, también el valor de la amistad, la ironía de las ideologías como elemento de confrontación y esa capacidad humana, escondida, como si fuera nuestro airbag salvador, para enfrentarnos y superar hasta las circunstancias más dramáticas, más allá del límite de nuestra resistencia. Magistralmente interpretada, con un ritmo que nunca decae, y con una banda sonora que te acongoja, 1917 ingresa en la nómina de las grandes películas bélicas. Películas que, en la mayoría de las ocasiones, tal y como le sucede a la que comentamos, esconden un claro y contundente mensaje antibelicista.
Me llama mucho la atención la publicidad de 1917, en la que se puede leer: del director de Skyfall. Eso es como publicitar el nuevo disco de U2 y anunciarlo como “de los creadores de Songs of the experiencie”, que es uno de sus trabajos más mediocres, y obviar títulos como War o Achtung baby, que tal vez sean la cúspide su trayectoria. Porque San Mendes ya nos ha ofrecido películas tan deslumbrantes como American Beauty o Camino a la perdición. 1917 lo apuntala, indiscutiblemente, en la cima de la cinematografía mundial, mostrándonos a un director inconformista, arriesgado, que va de un género a otro, con la suficiente maestría para acomodarlos a su propia concepción. 1917, como Joker, como Historia de un Matrimonio, como Parásitos, El irlandés o Dolor y gloria, es también la confirmación de un excelente año cinematográfico, en el que muchos, me incluyo, nos hemos reconciliado y regresado a las salas de cine.

martes, 14 de enero de 2020

PIÑA Y POLLO


Vaya, parece que hemos cumplido con la tradición de acabar aborreciendo las navidades, o sus celebraciones, que a veces no es lo mismo, repletas de multitud de encuentros y reuniones en torno al yantar y al beber. El otro día, una amiga argentina me decía que todas las celebraciones españolas están relacionadas con la comida, para todas ellas nos hemos inventado un plato, un aperitivo, un dulce, yo qué sé, lo que sea. Sí, es cierto, y si a eso le añadimos nuestra facilidad para adaptarnos, y algo más, a las celebraciones foráneas, el resultado puede ser más que explosivo, o hipercalórico, en este caso concreto. No descartemos pavo en acción de gracias o cuando corresponda, que todo es ponerse. Esa frase la repetimos mucho durante las navidades, sí, todo es ponerse. Esa mañana en la que te despiertas con los dientes blancos del Almax consumido de madrugada, prometiendo ante todos los testigos posibles que “hoy no como nada”, siempre hay alguien, más veterano que sabio, que te responde: todo es ponerse. Y cuando llegan las 2 de la tarde te das cuenta que sí, que es verdad, que lleva toda la razón, que todo es ponerse, y la cerveza, vino, gambas o empanada que aborreciste la noche anterior eres capaz de reconciliarte con ellas sin escuchar un lo siento, un perdona o un no me di cuenta, lo que sea, nada. Y así un día tras otro, con amigos, familia, compañeros de trabajo, vecinos, da igual, cualquier grupo o querencia requiere de su celebración, hasta que llega Reyes y te ves delante del roscón. O roscones, porque ya puestos, después de todo lo tragado, no pasa nada por ese último empujoncito, y si al niño le gusta rellena de trufa y a ti de crema y a tu pareja de nata, pues eso, se compran varias, y rematamos las navidades como está mandado.
Y llega el día 7 de enero, como llega la declaración de la renta, y el 1 de septiembre, y los lunes y todos esos malos días que tenemos a lo largo del año y, con ojos de camaleón, queriendo no mirar pero sin perder de vista los dígitos (o la aguja), pones los pies en la báscula. Tachán tachán, redoble de tambores. Este año te has comportado, sobre todo porque pillaste una gastroenteritis que te dejó a agua y manzana dos días, imagina como hubiera sido la cosa sin eso, y solo has puesto tres kilos de nada, tampoco hay que alarmarse, una rosquita en la tripa, no exageremos. Escenificas alegría, y recuerdas aquellos eneros de seis, siete y hasta ocho kilos de más, pero en el fondo, y en el principio, estás jodido, porque no te has zampado ni la mitad de mazapanes de otros años y con el anís te has controlado, y el turrón de chocolate apenas lo has probado y la porción de roscón fue lo que menos se gasta en porción, una cochinada, que te quedaste dándole vueltas a la cuchara en el plato, rebañando dos milímetros de chocolate, mientras el resto comían a dos carrillos, como está mandado. Y encima lo de la gastroenteritis, es que vaya tela.
Para colmo, vas al gym, que ya eres moderno y sabes cómo se maneja la elíptica y la cinta y puedes decir gym, con naturalidad, y se te olvidan los auriculares y tienes que tragarte la lista de reguetones de última generación mientras finges que no te cuesta, pero vaya mal rato que estás pasando, que no llevas ni diez minutos y ya darías lo que fuera por volver a casa y tumbarte en el sofá, que es donde realmente se está bien, digamos lo que digamos, piensas y callas. Pero esto no ha acabado, hay más, claro que sí, siempre hay más, nos hemos acostumbrado tanto a apretarnos, a autofastidiarnos, que siempre nos guardamos un último azote con el que seguir fustigándonos. Abres el frigorífico y ahí está, en su jugo, nada del endemoniado almíbar, al natural, la piña, esa fruta reverencial cuyo nombre le debemos a Pigafetta, ese marino escritor que contó a su manera, fullera, la gesta de la circunnavegación, protagonizada por Magallanes y Elcano. Y muy cerca, siempre fiel, escudero y aliado, amante cansino, el pollo, en su versión más esencial, ni un hueso que chupar. Pimienta, jengibre y lo que sea con tal de procurarle un poco de sabor. Pollo y piña, la pareja de esta temporada, y que siga el baile, o lo que esto eso, y que el enero que viene podamos seguir padeciéndonos, que no será mala señal.