lunes, 26 de septiembre de 2011

CASA RUSI










La infancia es una etapa de exploración y descubrimiento, tanto de la personalidad como de la geografía. Comenzamos a conocernos a nosotros mismos y comenzamos a reconocer y a adaptarnos al entorno en el que vivimos. En este proceso trazamos lo que bien podríamos calificar como nuestro propio mapa vital, que en todos los sentidos, tanto personal como geográficamente, nos traslada a las más inmediatas cercanías: a nuestros padres y hermanos, a las calles que recorremos cada día. Según avanzamos en autonomía, somos nosotros mismos los que dibujamos las coordenadas, los puntos más destacados de nuestro mapa. En algún momento, porque los descubrimientos cuentan con estas características, la geografía y la vida se funden y confunden, forman un solo elemento. Tal vez el primer elemento de mi mapa lo situé en el quiosco de Manolo, esquina Isaac Peral con Buen Suceso. Empachos de barriletes, pipas Arias, los primeros álbumes de fútbol, petazetas y regaliz del duro. Unos metros más de exploración, hasta la pilona de la calle Pleitineros en su desembocadura en Santa María de Gracia. Unos metros más adelante, el estanco de Rafael en el Realejo, ese espacio escueto y asombroso en el que podías encontrar de todo a casi cualquier hora del día, gracias a la dedicación de su propietario. Estirada la cuerda paterna, el mapa llegó hasta Gutiérrez de los Ríos (Almonas, para entendernos mejor), a ese portal donde un anciano nos cambiaba los tebeos por tres pesetas, y prosiguió hasta la Biblioteca que había en lo que ahora es la delegación de Cultura. Un apasionante descubrimiento. Allí conocí a Tintín, El Príncipe Valiente o a Asterix, y compartí sus aventuras. También descubrí, para desgracia de mis familiares y conocidos, Casa Leal (o Casa Pegas) junto a la Corredera, con sus terroristas petardos de duro, la eterna “mierda” de plástico en el escaparate y sus bombitas fétidas –que apestaron por unos minutos mas de un autobús o portal-. Después llegaron los Salesianos, las patatas fritas Simón (más ricas que el jamón) en María Auxiliadora y, sorprendido, me adentré en ese mundo desconocido que había más allá del Alpargate, esa nueva Córdoba cosmopolita en bloques de cinco plantas, y con portero electrónico, en la Avenida Barcelona.

Primeros afeitados con esas cuchillas azules que te dejaban la cara como si te hubieses enfrentado a un gato y primeros paseos por la Córdoba céntrica y señorial, la de las palomitas, los helados de David Rico, las conservas del Correo, el bonito con tomate de Bocadi y los juguetes de Los Guillermos, en la calle Gondomar. Pegaba la nariz contra el cristal del escaparate y me maravillaba con esos interminables Scalextric –que sólo tuve cerca en los bajos de Galerías Preciados-, con las escopetillas de plomillos, los coches teledirigidos y demás artilugios que jamás desfilaron por mi casa –o por alguna de la de mis conocidos, desgraciadamente-. Y junto a Los Guillermos, por fin, Casa Rusi, con sus sombreros cordobeses, sus guantes de los buenos, sus encendedores de marca “de toda la vida”, sus navajas suizas y sus lujosas pitilleras. Agregué Rusi a mi particular mapa vital años más tarde, en plena efervescencia de la juventud. Allí nos compramos los sombreros para ir al mano a mano entre Finito y Chiquilín, y lo perdí ese mismo día: lo lancé al ruedo y nunca volvió. El segundo, también con el sello de Rusi, tampoco me duró mucho, otro alboroto en los Califas y el sombrero contagiado de la locura colectiva se fugó. Cosas que pasan. Después, sin llegar a considerarme como un cliente habitual, gracias a Casa Rusi he podido encontrar regalos y sorpresas para mis amistades más “cordobesas” o “cordobitas”, porque si algo definía a este establecimiento era eso precisamente: era muy muy cordobés, en el amplio concepto del adjetivo. (Y dudo si se trata de un adjetivo o de una definición).

Varias generaciones nos hemos acostumbrado a Rusi como una parte más, entrañable y pintoresca, de la geografía más netamente cordobesa. Quién no se ha detenido alguna vez frente a su característico escaparate, admirado o sorprendido. Casa Rusi ha cerrado sus puertas, extirpando una vetusta coordenada de nuestro mapa más esencial, dejando para el recuerdo –y tal vez no para el olvido- su característico inventario y, seguramente, otra forma de entender el comercio, la relación con el cliente. Y es que puede que Rusi no haya soportado la velocidad, el tiempo y sus modas, que alineados, y empujando en la misma dirección, son capaces de borrar hasta el mapa más veterano y perfilado.


domingo, 25 de septiembre de 2011

STIEG LARSSON: LA VOZ Y LA FURIA









¿Cuánto hay de la vida de un autor en su obra? ¿Cuánto hay de vida, propia o ajena, en una obra artística? Preguntas frecuentes y recurrentes, con una amplia gama de respuestas. Y me temo que habría un buen número de respuestas correctas. No creo que exista un autor absolutamente impermeable, siempre dejamos abierto un poro por el que se nos cuela la realidad. Y si existiera ese autor, impermeable, que lo dudo, ¿tendría la capacidad de explicar una emoción o un sentimiento sin tener en cuenta la percepción que él mismo tiene de esa emoción o sentimiento? Un simple ejemplo: describimos la muerte sin haber muerto, pero la descripción la realizamos por medio de una percepción exclusivamente personal, de la aproximación que nosotros mismos tenemos de la muerte. Muerte, odio, celos, amor, envidia, dolor, alegría…

Tras haber leído, en los últimos años, la ya célebre y épica trilogía Millennium, y, recientemente, el libro de artículos y reportajes, La voz y la furia, ambas obras del fallecido Stieg Larsson, no me cabe duda de que nos encontramos ante un autor permeable, muy permeable. El Larsson novelista utilizó el material acumulado por el Larsson periodista. La voz y la furia nos muestra las fuentes en las que bebió Larsson para construir su trilogía. En los textos del periodista nos topamos con sus personajes: mujeres víctimas de esa lacra que es la violencia de género, maltratados por los seguidores de la ultraderecha, oscura conspiraciones comerciales que esconden despiadados argumentos ideológicos, multitud de expresiones racistas, etc. Incluso encontramos al mismísimo Mikael Blomkvits, que gracias, más que nunca, a este libro aparece con fuerza bajo la piel del propio Larsson.

También descubrimos en La voz y la furia el talento, el vigor, la denuncia, la energía, que Stieg Larsson exhibe en su trilogía. Una narrativa poderosa y vibrante, tanto la del novelista como la del periodista. Un autor comprometido con las injusticias de su tiempo, empeñado en ser un amplificador de las denuncias, en alertarnos de lo que nos puede suceder si permitimos que ciertas manifestaciones políticas pasen a formar parte de lo cotidiano. La masacre de Utoya, en Noruega, es, desgraciadamente, un perfecto ejemplo para entender los “avisos” del Larsson periodista. Y así, en uno de sus primeros artículos, podemos leer: por desgracia, Suecia también reúne las condiciones para que se produzca un atentado de similares características (en referencia al atentado de Oklahoma City en 1995, en el que un fanático de ultraderecha asesinó a casi 170 personas).

Además de una selección de artículos y reportajes periodísticos, aparecidos en la revista que dirigía, Expo (que bien podría haber bautizado como Millennium), en La voz y la furia aparece el Larsson viajero, curioso e inquieto, así como el que se pasaba largas horas respondiendo a los emails que llegaban a la redacción de su publicación. Se trata, sin duda, de un libro muy revelador, en el sentido de que nos adelanta situaciones y amenazas que el escritor sueco ya contemplaba en el pasado, además de ofrecernos una información muy detallada del germen que inspiró al novelista. La certificación de que vida y obra, en el caso de Stieg Larsson, llegaron a ser los miembros de un mismo cuerpo.

http://latormentaenunvaso.blogspot.com/2011/09/la-voz-y-la-furia-stieg-larsson.html

viernes, 16 de septiembre de 2011

1Q84
























Me ha llevado mucho tiempo escribir estas líneas. Tiempo y esfuerzo. Y me ha supuesto un enorme ejercicio de aceptación/reconciliación, de luchar contra mis prejuicios, contra mis gustos, contra mis inquietudes. Creo que me estoy poniendo excesivamente serio y dramático. 1Q84, la última novela de Haruki Murakami, cuenta con todos los ingredientes, con todos los elementos, para que se convirtiera en el mejor exponente del tipo de novela que aborrezco. Es más, me habría encantado despellejar esta novela, reducirla a jirones, descubrir todas sus trampas y engaños, advertir al lector de la posible estafa: no se la compre. Sin embargo, y vuelvo a luchar contra ¿yo mismo?, me ha entusiasmado.

Nunca he sido un devoto seguidor de Murakami, que en anteriores entregas me ha llegado a interesar y aburrir en idéntica proporción e intensidad. Bien es cierto que siempre le he reconocido un especial talento para contar historias, que considero un talento superior al de la “narratividad”, pero nunca había conseguido atraparme. Contemplaba un buen escaparate, perfectamente diseñado, que exhibía un producto que no me interesaba. Lo que había llegado a mis oídos de 1Q84 propiciaba que afilara los colmillos, preparado para morder en la yugular del autor japonés.

Y con esa sensación, de aburrirme y hasta de espantarme, comencé la lectura de la última novela de Murakami. Dicen que la predisposición y la intención, en muchos casos, ya son más que suficientes. En mi caso, no sirvieron de nada. Porque a las pocas páginas, como abducido o magnetizado por el extraño ser de Super 8, ya estaba completamente entregado a la historia de Murakami.

También me ha llevado un tiempo encontrar una explicación coherente y convincente a este radical cambio de opinión, que se ponen muchas cosas en duda con estos vaivenes. En primer lugar, que ya sabía, Murakami es un contador de historias excepcional, sabe contar “cosas que pasan” y, sobre todo, sabe “contar” y describir personas. En 1Q84 “pasan muchas cosas” (y algunas de ellas realmente extrañas). En segundo lugar, porque “cuenta grandes cosas” partiendo de la simplicidad más absoluta, a partir de detalles que parecen insignificantes pero que, unidos los unos a los otros, se convierten en un inmenso universo conforme se avanza en la lectura de la novela. Y tercero, más difícil de explicar, Murakami despliega en esta obra una literatura adictiva, embriagadora, que te engancha desde el primer momento. Es muy complicado renunciar a su lectura.

Los personajes de 1Q84, especialmente Tengo y Aomame, también proyectan esa apariencia simplista, incluso plana, con la que Murakami envuelve a su narrativa. Su descubrimiento, su conocimiento, es otra de las grandes claves de esta novela, como si se trataran de cebollas, capa a capa los vamos construyendo, desnudando, de la mano del autor. La crisálida del aire cabe entenderse como un ejercicio metaliterario conmemorativo, al mismo tiempo que puede considerarse como el hilo conductor de la narración, la causa y el efecto.

Aunque resulte sorprendente, las 737 páginas que Murakami nos entrega no suponen un freno a la hora de acometer su lectura. La sensación de precipicio, incluso de vacío, cuando nos acercamos al final es inevitable. Sensación en parte aliviada cuando tomamos conciencia de que volveremos a introducirnos en este alucinante universo.

http://latormentaenunvaso.blogspot.com/2011/09/1q84-haruki-murakami.html

lunes, 12 de septiembre de 2011

MAESTROS



















La vuelta al colegio ya está aquí, la prueba más evidente de que el verano, con sus vacaciones y demás componendas, llega a su fin. Gracias a mis hijos rememoro casi en primera persona este regreso a las aulas, con el nerviosismo propio de quien se enfrenta a la novedad. Nueva clase, nuevos compañeros, nuevos maestros. Precisamente de los maestros, de su figura, de lo que representan y constituyen, se ha hablado mucho durante los últimos días. Y me resulta muy preocupante, y hasta mezquino, cuál ha sido el tratamiento que se les ha dado a los maestros en determinadas intervenciones. Entiendo que no soy una excepción, mis maestros, mis profesores, forman parte esencial de mis recuerdos, y no porque los recuerde con cariño, que es así, o por determinadas anécdotas o pasajes, que también. Los recuerdo porque les debo mucho, porque sin ellos no sería la persona que hoy soy; los recuerdo porque fueron fundamentales a la hora de trazar mi trayectoria vital, porque me guiaron, porque me ilustraron, porque me enseñaron, pero también me educaron, completando perfectamente la tarea de mis padres y hermanos. No conservo una imagen negativa de mis maestros, todo lo contrario, porque hasta con los que menos relación mantuve, porque eso que llamamos “química” no funcionó, siempre me aportaron algo positivo; porque lo poco que sé me lo transmitieron ellos. Al cabo de los años, puede que las canas ayuden en estas reflexiones, he comprendido que hay determinadas facetas de mi personalidad y de mis inquietudes que comenzaron a construirse a partir del contacto y del aprendizaje con algunos de mis maestros.

Los colegios abren sus puertas y acogen de nuevo a miles de chavales, somnolientos, felices o enrabietados, que continúan o inician su formación académica. Los sistemas educativos siempre estarán en cuestión, siempre, y yo elogio ese inconformismo permanente. La educación es el valor más sagrado y fundamental que debe mimar y primar una sociedad, por encima de todo y todos, y nunca debe ser complaciente con ella. Tenemos que cobijarnos bajo la piel de un fiscal, y padres, profesionales, organizaciones políticas y ciudadanas, todos, debemos controlar y analizar nuestro sistema educativo, cada día. Porque la educación y, por tanto, esos chavales que hoy llegan con legañas a las aulas, son la única garantía real de futuro y progreso. Si queremos ser mejores, en todos los sentidos, no podemos escatimar ni un solo recurso en la educación. Es más, tenemos que crecer, cada día apostar más y más por la educación. No se apuesta por la educación con recortes, no; no se apuesta por la educación tildando de vagos a los que no hace tanto pretendíamos restituir en su autoridad, qué cruel contradicción. Como decía, en los últimos días se ha hablado mucho de la figura del maestro, y he sentido pánico al escuchar algunas frases, pánico. Dudar de su capacidad laboral contabilizando sólo sus horas lectivas, no sólo es una gran mentira, es un atropello a su trabajo. Si aplicamos esa contabilidad a la representante política que formuló tan irrespetuosa afirmación, y contásemos, por ejemplo, el tiempo que pasa a la semana ante los micrófonos y las cámaras, y no el tiempo que le dedica previamente a preparar esos encuentros con los micrófonos y las cámaras, a lo mejor la cuenta nos arrojaría que sólo trabaja dos o tres horas a la semana. Creo que en el canal televisivo de su comunidad sería algo más, obviamente. Balbucear, como también se ha escuchado, que dos horas más o menos tampoco es tan importante, es no tomarse en serio la cuestión más seria de cuantas nos afectan, es evidenciar una miopía absoluta.

Más allá de las cuestiones ideológicas o programáticas, y hasta electoralistas, creo que harían bien todos los partidos políticos en sacar de la escena, en dejar de poner en cuestión, determinados logros que tanto nos han costado alcanzar, como son la sanidad, las políticas sociales y, sobre todo, la educación. Durante décadas, los maestros de este país ejercieron su profesión gracias a un más que manifiesto compromiso con la sociedad, como un hermoso ejemplo de lo que es la vocación, ya que social y laboralmente no estaban reconocidos. Las célebres y extintas “casas de los maestros” existían por una simple cuestión de caridad: sus sueldos no les permitían desarrollar una vida autónoma. La Democracia prestigió al maestro, en todos los sentidos, y tiene que seguir haciéndolo, porque todos ellos constituyen la gran locomotora que posibilita que el trayecto de la educación no se detenga, a pesar de los baches que nos podamos encontrar en el camino. El maestro, que es una palabra bellísima por todas sus connotaciones, es el gran artesano al que entregamos lo mejor y más importante que tenemos: nuestro futuro.
http://www.eldiadecordoba.es/article/opinion/1061854/maestros.html

lunes, 5 de septiembre de 2011

SUPER 8













Hubo un tiempo, no hace tanto, que este mundo nuestro era más lento. O, al menos, esa era su apariencia. Más lento y artesanal, todo nos costaba más esfuerzo, más dedicación, más constancia, y mucho más tiempo. No existía el MP3, ni de lejos, el walkman lo más parecido. Ponías el vinilo en el plato tras limpiarlo a conciencia con una gamuza y ese líquido azul que más de uno utilizó como adormidera, rezabas para que no saltara la aguja, y grababas el lp escogido en una cassette, si no se embrollaba la kilométrica e indomable cinta, claro. El proceso, para poder luego escucharlo en tu walkman, como mínimo duraba lo mismo que el disco. No teníamos correo electrónico, no. Te plantabas frente a un folio en blanco y escribías, lo que sentías, lo que solicitabas, lo que preguntaras, pegabas un sello en el sobre –que previamente tenías que haber comprado-, al buzón y a esperar, con suerte, la respuesta varios días después. Eso sí, te pensabas mejor lo que escribías, y ese “calentón” que en más de una ocasión se nos cuela en un email nos lo evitábamos. Qué decir de la fotografía, no hace tanto seguía formando parte del mundo de la química. Revelador, fijador y agua, negativo y positivo. Desde que enfocabas a través del objetivo y apretabas el pulsador hasta contemplar el resultado de tu acción podía transcurrir más de una semana, tirando a lo corto. Polaroid quiso adelantarse a su tiempo y se quedó en inquietante posibilidad artística. No hablemos de telefonía, porque no creo que sea necesario explicar las grandes diferencias y avances que se han producido en apenas quince años. De aquel tiempo lento y artesanal guardo un especial recuerdo de aquellas reuniones familiares alrededor del proyector de Super 8. No siempre funcionaba el artilugio, demasiados componentes de sistema frecuentemente dispuestos a jugarte una mala pasada, pero cuando lo hacía a mí me parecía algo mágico, alucinante. De igual manera, a imagen y semejanza de su tiempo, el Super 8 era lento y artesanal en su composición y ejecución. La complicada grabación daba paso a un tiempo de larga espera –vía Fuentes Guerra o Chaplin- que no te garantizaba el éxito. La química, tal y como le sucedía a la fotografía, no es exacta.

He vuelto a encontrarme con ese tiempo, que no fue hace tanto, insisto, de la mano de Super 8, de J. J. Abrams. He vuelto a sentir la lentitud y la artesanía y, de nuevo, me ha atrapado e hipnotizado la pantalla. Abrams, conocido por el gran público por ser el creador de la exitosa –y para mi gusto cansina- Lost, nos demuestra que es un narrador que nos deparará grandes momentos y películas si persiste en su evolución. De hecho, yo ya califico a Super 8 como gran película, o como ya le he escuchado a más de uno: es una peli como las de antes. Porque entronca y conecta con grandes títulos del pasado. Esa capacidad narrativa de J. J. Abrams se discutió y expuso años atrás en el Diario de Lecturas de Vicente Luis Mora, suscitando un amplio y apasionante debate. En estos días, y a tenor de otro estreno en la cartelera, y me refiero a La piel que habito de Pedro Almodóvar –con la que muchos deseamos que recupere su tono más alto-, se está hablando mucho de Frankenstein, como un proceso creativo o emocional. Proceso o concepción que Abrams emplea descaradamente en Super 8, bien a modo de guiños o como incondicionales homenajes, comenzando por el mismísimo productor de la cinta, Steven Spielberg. La guerra de los mundos, ET, Encuentros en la III Fase, Alien, La Bella y la Bestia, Romeo y Julieta, La Noche de los Muertos Vivientes, La invasión de los Ultracuerpos y hasta Los Goonies se asoman, con descaro en ocasiones, a Super 8. Sin embargo, J. J. Abrams ha creado su propio y autónomo cuerpo -muy lenta y artesanalmente- y, sobre todo, ha conseguido que no se le noten las costuras.

Se le puede reprochar a Super 8 que es políticamente correcta, que lo es, que a ratos desprende una moralina rancia, porque lo hace, y hasta que es previsible, porque puede llegar a serlo, sí, pero aún así es, en su resultado y definición, un apasionante y emocionante espectáculo cinematográfico. Bien porque sabe donde se encuentra la parte más sensible de nuestra nostalgia, bien porque se te ofrece como un mundo conocido, querido y familiar; bien porque nos habla de la magia que se puede esconder tras lo cotidiano. Se puede analizar Super 8 desde multitud de prismas, aunque tengo la impresión de que se trata de un ejercicio superfluo. Mucho más simple. Sólo se trata de sentarte frente a la pantalla y disfrutar, recuperando esa inocencia que se quedó atrapada en ese otro tiempo, lento y artesanal, que no fue hace tanto.

http://www.eldiadecordoba.es/article/opinion/1057261/super.html