martes, 28 de mayo de 2019

EN LA DESPEDIDA DE JUEGO DE TRONOS



Plenamente consciente de que se trataba de una despedida en toda regla, me costó mucho ver el último episodio de Juego de Tronos –aunque ya hayan empezado a anunciar secuelas, precuelas y demás variantes-. Pulsé el play del mando a distancia con una extraña sensación enquistada en mi interior. Y volví a sentir lo mismo que cuando contemplé el último capítulo de Doctor en Alaska, Twin Peaks, Friends, Breaking Bad o The leftovers. Vacío, tal vez esa sea la palabra más adecuada, vacío, acompañada de una confusa pregunta: ¿y ahora qué? Después de tantos años de emociones y esperas, no quería decirle adiós a Daenerys, a Tyrion, a Cersei, a Sansa, a Jon, a Jaime, a Arya y a todo ese elenco de icónicos personajes que nos han cautivado durante una década. Tengo muy claro que el enfado de tantos seguidores por la resolución final es la prueba más evidente del triunfo de la serie. Estamos, están, enfadados porque Juego de Tronos ha bajado el telón, sencillamente, y da igual cual hubiera sido el final, que ninguno nos habría gustado, queremos más, mucho más. Porque se haya repetido hasta la saciedad no deja de ser cierto: Juego de Tronos ya es historia de la televisión, y pueden esgrimir sus detractores todos los argumentos posibles, que no pueden revocar tal afirmación. Nunca hasta ahora habíamos contemplado, sin salir de casa, un espectáculo de semejantes dimensiones, tal desfile de personajes memorables, ese descomunal despliegue de medios técnicos, esa tensión equilibrada en los guiones. Marca un nuevo punto en el atlas de la producción audiovisual. Abre nuevas puertas, muestra un nuevo camino, que otras propuestas, con toda seguridad, seguirán recorriendo.
Se ha comentado con frecuencia que Juego de Tronos bebe mucho de Shakespeare, sí, es cierto, y ahí están esos personajes atormentados, atrapados en su innata condición, beligerantes con ellos mismos, pero también bebe, y mucho, de Falcon Crest o de Dinastía, con esos relíos familiares, esa colección de hijos bastardos, esos cuernos a espuertas y esas canallas e increíbles alianzas. Con su toque de ensoñación, a lo Historia Interminable, los dragones son la más pura y mitológica evidencia, y su aliñito de sexo, más presente, especialmente, en las primeras temporadas. Precisamente por eso nos ha gustado tanto Juego de Tronos, porque en el fondo, también en la superficie, es como la mayoría de nosotros, un puzle de virtudes, defectos, fobias, manías y obsesiones. Y, como la serie, somos profundos y frívolos al mismo tiempo, y alternamos la corbata con el chándal y el mantel de hilo con la barra de aluminio, el tocino con el salmón, la seda con el esparto, la caricia con el desenfreno y el perfume con el sudor. Y en la vida, en cualquier vida, hay más chándal, tocino o sudor, téngalo en cuenta.
El único reproche que le hago a Juego de Tronos es el del mensaje que lanza sobre el empoderamiento de las mujeres: son lo peor cuando tienen la sartén por el mango. No iba a ser todo perfecto, aunque caben otras interpretaciones, como casi con todo. A diferencia de lo que les ha sucedido a muchos de sus seguidores, me ha gustado la resolución final, y tal vez porque entiendo que esconde una carga moral y hasta ética: la Democracia vence a los autoritarismos, la palabra al fuego y el perdón al rencor. En el último episodio, Tyrion nos deja otra de sus muchas frases memorables, que con toda probabilidad lo explica todo: No hay nada más poderoso que una buena historia. Y es que a veces sucede el milagro, la ficción nos atrapa hasta tal punto que la incorporamos a la cotidianidad de nuestras vidas. La hacemos nuestra. Trasladándonos al mundo de las emociones, que es lo poco o mucho que le debemos pedir a cualquier expresión creativa. Porque tal y como dijo Punset, al que hemos perdido recientemente: sin emoción no hay proyecto.

martes, 21 de mayo de 2019

DE LO MICRO A LO MACRO


La Democracia es esto, y tiene sus plazos. Estamos citados de nuevo con las urnas, en este caso para escoger a nuestros representantes en los ayuntamientos y en Europa, no es poco. Es más, creo que es mucho, esencial. Supuestamente, las entidades locales se ocupan de lo micro y en la Unión Europea de lo macro, o eso nos han contado más de una vez. Micro, macro, esa lección que se les escapó a los de Barrio Sésamo. A veces tengo la percepción, y tal vez solo yo sea el que así lo interpreta, que establecemos una especie de graduación de importancia electoral, donde las denominadas generales son las que ocupan el primer peldaño del podio, seguidas de las autonómicas y a las municipales les colgamos la medalla de bronce. Tal vez sea mi percepción, repito, y espero estar equivocado. Desde siempre he sentido una especial atracción por la política local que, en muchos casos, en determinadas situaciones, escapa de los análisis y teorías que podemos aplicar o establecer en el resto de sufragios. Y repetimos, mucho, muchísimo, ese tan recurrente argumento que dice aquello de que en las elecciones generales se vota al partido y en las municipales se vota a la persona. Yo no comparto en su plenitud la literalidad de esa afirmación, que obvia un sinfín de parámetros y de circunstancias, más allá de las estrictamente geográficas o poblacionales, que debemos tener siempre en cuenta. Por esa regla, las generales las ganaría un partido con un buen programa y las municipales una persona con mucho carisma. Carisma, ese contenedor adjetival en el que cabe casi todo.
Lo cierto es que con frecuencia nos dejamos avasallar, y cuando no engatusar, por la fastuosa melodía de las grandes cifras, sobre todo por las económicas, esa macroeconomía que también ha sabido explicar el profesor granadino Francisco Mochón, largas las noches estudiando sus reflexiones, y nos olvidamos de lo que tenemos a mano, de lo primero que contemplamos cada mañana cuando ponemos un pie en la calle y que en gran medida es lo que posibilita o vulnera nuestro bienestar. O nuestro más esencial bienestar, como usted quiera llamarlo, pero bienestar o jodienda a fin de cuentas. Las farolas, las aceras, los semáforos, las obras de aquella calle, esa cochera sin permiso, el carril bici, el contenedor de la basura, fuentes y jardines, todas esas cosas y espacios que, queramos o no, están tan presentes en nuestras vidas. No es poco, no. Por eso siempre he tenido un especial afecto y hasta admiración por quienes se dedican a la nunca fácil tarea de la política local. Ya que el alcalde o alcaldesa, así como los concejales con área, lo son las veinticuatro horas al día, todos los días del año, durante cuatro largos años en la mayoría de las ocasiones, y eso es algo que pueden atestiguar todos los que alguna vez han tenido responsabilidad municipal.
La persona que salga escogida el próximo domingo, tras los indispensables pactos posteriores, las mayorías absolutas en modo pausa, tiene la obligación de redefinir y apuntalar el modelo de ciudad que queremos para los años venideros. Un modelo de ciudad que debe estar en consonancia con los retos planteados por la ONU en su agenda 2030. Es decir, hablamos de una ciudad limpia, sostenible e inclusiva, sobre todo, para que Córdoba sea un espacio de oportunidades para todas las personas que la habitan y no una sucesión de compartimentos estancos y fronterizos, que propician el desencuentro y la exclusión. Es decir, una ciudad igualitaria, y que nadie se rasgue las vestiduras porque ese debería ser el objetivo común: un lugar en el que todos los cordobeses y cordobesas cuenten con las mismas oportunidades, y también con idénticas obligaciones, como no podía ser de otro modo. Y eso lo decidimos el próximo domingo, es mucho, ¿verdad? Tu voto, como la política municipal, no es micro, definitivamente macro.

martes, 14 de mayo de 2019

AUTÓNOMOS


En los últimos días, la Confederación de Empresarios de Andalucía ha presentado un estudio sobre los trabajadores por cuenta propia en el que se confirman buena parte de esos tópicos y coletillas acuñadas a lo largo de los años. Repasemos algunos de ellas: no hay peor jefe que uno mismo; los autónomos no tienen horario ni festivos ni vacaciones; o, el más terrible, los autónomos nunca enfermamos. Todos esos tópicos, pero con datos, se vuelven a concretar en el referido estudio. Veamos: el 90% de los encuestados afirman haber trabajado estando enfermos, cifra que llega al 95% en el caso de las mujeres. Solo un 3% han dejado de trabajar durante más de 15 días por enfermedad. Es decir, le somos muy rentables al sistema sanitario, pero se trata de una rentabilidad sin retorno. El 50% trabajamos más de 5 días a la semana (lo normal es hacerlo los 7), y los datos de las horas es como para echarse a temblar: ya que por sectores se llegan a alcanzar las 65 ó 60 horas semanales, ahí es nada. Los autónomos “picamos” cuando nos damos de alta en la Seguridad Social, y la campanilla de “salida” ya no la volvemos a escuchar. Con estas cifras y realidades es normal que más de la mitad de los estudiados, un 53% en concreto, admita que es imposible conciliar la vida familiar y profesional. En cuanto a la conciliación, me horrorizan y espantan esas imágenes que contemplamos con frecuencia en las que nos muestran a mujeres que atienden llamadas o escriben en el ordenador al mismo tiempo que dan un biberón o preparan el almuerzo. Eso no es conciliar, precisamente.
Y si a todo esto le añadimos, y que nadie me tilde de materialista, que no sabes cuánto vas a cobrar, y con frecuencia tampoco cuándo ni cómo, el retrato o relato del decorado que rodea al autónomo no resultado muy acogedor, siendo muy suave y comedido en la elección del adjetivo. Por todo lo anteriormente expuesto, y mucho más que me dejo en el saco de las lamentaciones, es fácil de entender que en los últimos años se repita la preferencia de los jóvenes por opositar para acceder a una plaza en cualquiera de las administraciones públicas. Ponga una nómina en su vida, con sus pagas extras, y sus productividades, todos los meses, llueva o truene. El paraíso de la tranquilidad. El estudio presentado por la CEA debería haber incluido parámetros, cómo decirlo, psicológicos o emocionales de los encuestados. Niveles de incertidumbre, rachas de ansiedad, consumo de tila, melatonina y Orfidal, kilos de uñas roídas, acumulación de latidos extra y demás variables tan frecuentes en la vida del autónomo. Porque es duro serlo, arrancar especialmente, introducirte en la nebulosa de cada mes, con sus hipotecas, deudas, cotizaciones y demás miembros de ese ejército teñido con el rojo “cargo” sin saber que nos aguarda, si habrá un poco de luz al final del camino, si es que hay camino. Es duro ser autónomo, insisto, y mucho más en España, sobre todo si uno analiza las diferencias de trato en buena parte de los países europeos.
Aquí la célebre tarifa plana de 60 euros (no son 50), que solo dura un año, se vende como un éxito incomparable, mientras que en países como Alemania, Francia o Portugal es 0 euros en los primeros años. Por cierto, aprovecho para recordarle al nuevo Gobierno de la Junta de Andalucía que pongan en marcha ya esa tan cacareada y vendida medida de ampliar la tarifa plana a dos años, porque siguen sin hacerlo, aunque digan que sí lo han hecho. Y, lo más importante, en buena parte de los países europeos, se paga en función a lo que se factura, ¿a qué es lógico? ¿A qué es muy fácil de entender? Pues no, aquí se paga sí o sí, se facture o no, y hay muchos meses, muchos, en los que no se factura nada. A ningún autónomo le importaría pagar, de ese modo, muchísimo en impuestos, porque supondría que has facturado también muchísimo. Con esa medida, tan simple como incontestable, la mayoría de los autónomos podríamos respirar tranquilos, aunque las ventas de tila, melatonina y Orfidal desciendan. Hablamos de proporcionalidad, que en este caso es sinónimo de justicia.

lunes, 6 de mayo de 2019

FARENHEIT 2019


Decían que era un placer ver como todo ardía, como las llamas acababan hasta con aquello que había resistido el paso de los siglos, de las guerras, de las civilizaciones. Y el paso de los ciclones, de las tormentas y de los terremotos. La demostración más evidente, más gráfica, de esa pasión por el fuego llegó cuando las llamas estuvieron a punto de convertir en cenizas la catedral de Notre Dame. Pudimos ver a todos aquellos pirómanos, con el 2019 grabado en el casco, aplicando fuego a sus hermosas cubiertas. Entonces no lo supimos, pero ahí comenzó la Era del Fuego, ese nuevo y desolador tiempo en el que nos encontramos. Eso lo sabemos ahora, pasado el tiempo, cuando la memoria te recuerda todo lo que pudiste hacer y no hiciste. La memoria también nos recuerda que, aún así, continuamos sin hacer nada, porque entendimos que el fuego todavía estaba muy lejos, lo contemplábamos a través de las pantallas y creímos que lo padecían otras vidas que no eran nuestra vida, que siempre permaneceríamos al margen, lejos, seguros, protegidos. Pero antes de que el fuego se convirtiera en una rutina de nuestras vidas, antes de ser considerado como un elemento sagrado y purificador, llenaron los depósitos de combustible, despacio y constantemente, teniendo muy claro el objetivo. Y en un inicio lo hicieron a escondidas, amparados por la oscuridad de la noche, pero no tardaron en hacerlo a plena luz del día tras comprobar que nadie los detenía. Casi todos nosotros vimos como llenaban los depósitos, día y noche, sin escatimar esfuerzos, sin desfallecer, mientras nos limitamos a contemplarlos, desde la distancia. Cerramos los ojos. Y no quisimos ver como lo transportaban en viejas y desvencijadas furgonetas, convencidos de que no lo conseguirían. Pasado un tiempo, comenzaron a utilizar camiones y remolques de gran envergadura y acabaron construyendo oleoductos, para que el combustible llegara en mayor cantidad y en el menor espacio de tiempo posible. Y seguimos con los ojos cerrados.
Durante años se sintió un extraño, un solitario, un apartado, casi un marginal, y, sobre todo, un mentiroso. No era bombero por combatir el fuego, no, lo era por estar lo más cerca posible, por dejarse acariciar por sus llamas, por admiración. Creía que nadie era como él, que nadie sentía lo mismo, cuando el fuego crecía, destruyéndolo todo a su paso. Esa emoción que nunca ha podido explicar. El día que descubrió que existían otros semejantes una extraña sensación le invadió, de alegría, pero también de desconfianza. Después, todo comenzó como un juego, un juego malvado y terrible, sí, pero un juego a fin de cuentas, al que se entregaron con desdén. Un juego que al principio solo ellos entendían y compartían. Empezaron quemando unos libros, que previamente habían robado de la biblioteca, a continuación escogieron unos cuadros, que como los libros no comprendían y que, precisamente por eso, les asustaban. Después quemaron los periódicos, y después las películas y acabaron incendiando las escuelas. Arder, quemar: Caballeros del Fuego.
El sonido del fuego no es el silencio, se escucha con claridad. El sonido del fuego es ese murmullo que tenemos alrededor, su anuncio, su inminencia. Llevamos mucho tiempo conviviendo con ese sonido, feroz, constante, que es mucho más que un simple vaticinio: es una certeza. Lo hemos escuchado tanto y durante tanto tiempo que lo hemos integrado en nuestras vidas, lo hemos considerado normal, cuando no lo es, porque nunca lo fue. Ni cuando nos hicieron creer que sí lo era. Hoy el sonido es mayor, ha crecido, empezamos a sentir el calor de las llamas, el fuego comienza a ser una realidad, cerca. Los Caballeros del Fuego entienden que ha llegado el momento de vaciar los depósitos de combustible y tienen, perfectamente ordenados, los cascos grabados, con su nombre y año. Solo nos queda acostumbrarnos a las llamas o tratar de evitarlas, recuperando la memoria y volviendo a abrir los ojos.