domingo, 3 de febrero de 2008

EL DECORADO DE LA MUERTE


En mi familia, al menos, el Gutiérrez y el corazón no se llevan demasiado bien, no hacen buenas migas. Cuando menos lo esperamos, nos falla, se nos para, nos morimos en un segundo, sin tiempo para la reacción. Y da igual que tengamos 62, 75 o 41 años, sucede. Primero fue mi padre, mientras se peinaba. Hace cuatro años le tocó a mi hermano, mientras dormía –demasiado pronto-. El pasado domingo, mi tío Mariano -hermano de mi padre-, cayó al suelo muerto, mientras paseaba por el campo. Anticipadamente, mi tío tuvo la muerte que siempre deseó: instantánea, indolora, fulminante. Pasó del ser al no ser sin medias tintas, sin enfermedades relevantes. Ocurrió a la una y media de la tarde, en los alrededores de El Carpio –su pueblo natal-, previamente ya había dejado preparada la comida. Buscaba cardos y vinagreras entre los matorrales. Y en que sus últimos años, tras una vida azarosa y rocambolesca con constantes idas y venidas, mi tío Mariano se había convertido en una especie Robinson moderno –o un Macgyver ruralizado- y consumía los huevos que sus gallinas criaban, los tomates que plantaba o las cebollas que encontraba en el campo. Hace poco estuvimos comiendo juntos, en los días previos a la Navidad, y me regaló un pavo que había engordado durante meses con maíz. Más de diez kilos de pavo que con gran dificultad pude acomodar en las bandejas del congelador. Los encuentros con mi tío Mariano siempre concluían resucitando lo que había sido su vida –una epopeya galdosiana-, que todos sus familiares escuchábamos con gran asombro, incrédulos en numerosas ocasiones, deslumbrados por su intensa capacidad para vivir, para adaptarse hasta a las condiciones más extremas y variopintas. En más de una ocasión pensé en la posibilidad de regalarle una grabadora donde registrar todos sus recuerdos, y es que la de mi tío Mariano fue una vida que hubiera dado para varias novelas, abarcando, incluso, muy diferentes géneros, del drama a la comedia, pasando por el suspense y las aventuras. Desgraciadamente, no fui previsor, muchas de sus vivencias se han ido con él a la tumba.
Por el fallecimiento de mi tío pasamos muchas horas en el tanatorio, y volví a introducirme en ese decorado macabro y consumista que rodea la muerte, y que me es tan familiar, desgraciadamente, pero al que no terminaré nunca de acostumbrarme. En una vitrina exhiben los diferentes modelos de camisas y corbatas para el fallecido, con unos negros y blancos de la España hambrienta de la posguerra que te hacen estremecer. Aunque estuviéramos en enero, las rebajas no han llegado a los tanatorios. En enormes escaparates te muestran, como si fueran un pequeño centro comercial, las diferentes coronas, ataúdes o urnas –para aquellos que escogen la incineración-. Pero también hay catálogos de vehículos funerarios, de nichos, de lápidas, de imágenes, de todo aquello que guarda cualquier parentesco con la fría y gélida muerte. Pero el decorado de la muerte es aún mayor que las representaciones más gráficas y cualquiera que haya pasado una noche en un velatorio lo ha conocido. Me refiero a los ronquidos, a los recuerdos compartidos, a los bocadillos mal digeridos, a esos cafés que nos dejan la garganta agrietada, a las tortillas y las empanadas que comienzan a llegar como por arte de magia, a los llantos, al dolor. La muerte y el dolor activan el reencuentro, y en un velatorio recuperas tu pasado en esos tíos lejanos que apenas conoces, encontrándote con esa prima que no ves desde hace quince años, resucitando tu infancia con un amigo con el que no charlas desde tu paso por el colegio. No medí bien el tiempo, la muerte siempre nos sorprende, y no le regalé a mi tío Mariano la grabadora, pero una noche en un tanatorio, formando parte de su decorado, dan para mucho.
El Día de Córdoba (3-febrero-2008)

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