domingo, 16 de mayo de 2010

EL LIBRO DEL VOYEUR
























El artista gallego Pablo Gallo ha permitido que 65 autores tratemos de literaturizar sus dibujos. El resultado es un libro esencial, espléndido en su edición y tratamiento, mágico por su singularidad. Una pieza única e inolvidable.

domingo, 9 de mayo de 2010

LAS AMÉRICAS







Hubo un tiempo en el que las grandes figuras del toreo eran los mitológicos héroes, las idealizadas leyendas, de nuestra España querida, amada e imperial. Aquella España de cartilla de racionamiento, de penicilina comprada en el estraperlo, pan negro, tabaco liado y café de recuelo. Aquella España herida y maniatada, de moño y luto, de fusilamientos y naftalina, de palio y garrote, de maquis y exiliados. Las fulgurantes figuras del toreo, Belmonte, Dominguín o nuestro encanijado Manolete, a bordo de sus flamantes automóviles americanos recorrían España de Norte a Sur y de Oeste a Este en olor de multitud, aclamados como seres legendarios. Los niños los esperaban durante horas en los polvorientos caminos o en la entrada de Chicote, con la esperanza de lograr una oportunidad, unas perrillas o, simplemente, verlos en persona, y comprobar que eran tal y como aparecían en las sepias crónicas de Corrochano. Los niños querían ser como ellos, tan elegantes y altos como ellos, tan valientes, tan ricos, y escapaban de sus casas, saltaban a los tentaderos jugándose la vida o malvivían como vagabundos, durmiendo bajo las estrellas y comiendo lo primero que caía en sus manos. Y los niños querían ser como ellos porque alcanzar el objetivo suponía escapar del infierno de la miseria e instalarse en el mismísimo paraíso. Porque en ese tiempo, las grandes figuras del torero eran mucho más que los Ronaldos, los Banderas o los Nadales actuales, muchísimo más, otra raza, una estirpe de elegidos, verdaderos dioses de carne y hueso.

Cuando las grandes figuras del toreo concluían la temporada española, borrachos de gloria y besos, allá por el mes de octubre, Feria del Pilar, en Zaragoza, y hasta la llegada del ciclo castellonense de la Magdalena, por marzo, se embarcaban en un trasatlántico junto a sus cuadrillas y marchaban a hacer Las Américas. Más allá del océano, en México, en Perú o en Colombia, la fama de nuestros grandes maestros se amplificaba, provocando tumultos y altercados a su paso, protagonizando recepciones oficiales, invitados a las fiestas más exclusivas y exclusivistas. La Legua, Tijuana, Cartagena de Indias, la México, Aguascalientes… Cuentan que nuestro Manolete, al igual que Dominguín, entre una corrida y otra, gustaba de perderse por Buenos Aires, donde la tauromaquia nunca ha contado con tradición, y así se le podía ver, disfrutando del anonimato, en los húmedos garitos de Corrientes, en las champanerías de San Telmo o degustando un asado en Boca. Belmonte, por su parte, siempre atrevido, casi excéntrico, en sus gustos, en más de una ocasión se dejó seducir por la colorista electricidad de Nueva York. A Chaves Nogales le contó, y el periodista nos lo contó en su maravilloso libro, que le gustaba dejar pasar la tarde en los fumaderos de opio de Chinatown, mínimamente envuelto en una toalla, perdido en una nube alucinógena.

Me han venido a la memoria las imágenes de nuestros “monstruos sagrados” en Las Américas al contemplar, en la pantalla de la televisión, la imagen de un alicaído y barbudo José Tomás, agradecido y “mexicano” por el trato recibido, apenas una semana después de recibir la cornada que le podría haber costado la vida. Aunque su vigencia y edad nos indiquen lo contrario, José Tomás no es un torero de esta época, su estilo y sus “maneras” conectan directamente con la de aquellos diestros legendarios que parecen contar con el don de la eternidad. José Tomás, al margen de sus peculiaridades, en su forma de torear, en su manera de entregarse a su profesión, consciente de que la gloria suele estar bañada en sangre y de que la leyenda de los elegidos se escribe con tinta roja, puede entenderse como un eslabón perdido de aquellas generaciones de toreros, nacido por equivocación en la actualidad. Apenas le quedaba un suspiro de vida a José Tomás cuando entró en la enfermería, ocho litros de sangre necesitó su cuerpo desangrado para seguir existiendo. Una vez más nos ha sobresaltado por una tragedia inminente, y me parece que ya son demasiadas, que apura con exceso la copa de la vida y que, cualquier tarde, la más inesperada, la encontrará completamente vacía. Se fue José Tomás, como aquellos toreros legendarios, a hacer Las Américas y regresará con una nueva cicatriz en su cuerpo ultrajado. Ojalá que sean muchas las tardes de triunfo que nos siga entregando, y ojalá que la tinta con la que escribe su historia cambie de color.

El Día de Córdoba