martes, 19 de diciembre de 2017

DIGNIFICAR LA POLÍTICA


No es que me guste la política, que me gusta, y mucho, me encanta, hablarla, discutirla, posicionarme, enfrentarme, siempre desde el respeto, por supuesto, es que la entiendo como un elemento esencial para el desarrollo y evolución de cualquier sociedad, si pretende cumplir con su primera definición académica:  conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes. Yo añadiría, si me lo permiten, pacíficamente y en libertad. La política, entendida como servicio público, yo no la entiendo ni concibo de otra manera, es la que propicia que evolucionemos, que nos gobernemos según así considere la mayoría, respetando nuestras libertades y derechos, y recordándonos nuestras obligaciones, porque todos los ciudadanos, de un modo u otro, tenemos obligaciones, también. Hablo de Democracia, claro, que la política ha de garantizar, velar, promocionar y mimar. Lo otro, llámese como se llame, venga de venga, es otra cosa, póngale usted el nombre, no es política. Entendiendo la política como un elemento fundamental de nuestras vidas, de nuestra sociedad, jamás podré comprender a todos aquellos que se empeñan en difamarla, ensuciarla, menospreciarla o ridiculizarla, porque esa estrategia, perversa y habitualmente malintencionada, se vuelve contra todos nosotros tarde o temprano. Contra todos, sin excepción. Soy de los que piensan, fíjese usted, que hay que dignificar la política y, por tanto, hay que dignificar a quienes la ejercen: los políticos. No hablemos de esa entelequia que es “la clase política” que no la humaniza, que la deja sin rostro, sin alma. Hablemos de los hombres y mujeres que la ejercen, desde los más diferentes posicionamientos ideológicos, y a los que considero en su inmensa mayoría honestos, comprometidos y trabajadores. Sí, me ha escuchado bien. Y sí, claro que he oído hablar de los casos de corrupción y que afectan a todos los partidos políticos, claro que sí, pero eso no cambia ni mengua mi concepción de la política y de quienes la ejercen. Porque lo queramos o no, los corruptos siguen siendo una casi insignificante proporción del total, le pido que haga la cuenta.
Si aplicásemos ese “todos son unos chorizos” a los diferentes ámbitos sociales, deberíamos dar por supuesto que todos los sacerdotes son unos pederastas, todos los futbolistas unos defraudadores de impuestos, todos los médicos unos negligentes, todos los mecánicos, taxistas o fontaneros unos ladrones y todos los hombres unos machistas que maltratan y asesinan a las mujeres, y no, no es el caso, porque afortunadamente hablamos de excepcionalidades. Que retumban mucho, que cuentan con gran espacio y eco en los medios, claro, y es lógico que suceda, ya que los políticos se ocupan de algo muy preciado, de eso que llamamos lo público, lo común, lo que es de todos. Por eso no puedo entender, no me cabe en la cabeza, ese permanente empeño por menospreciar la política y... sigue leyendo en El Día de Córdoba.

lunes, 11 de diciembre de 2017

PATRIA


Lo dejo claro desde el principio. Estoy plenamente a favor de los denominados “fenómenos literarios”. Me encantan, me gustan todos, sí, he dicho todos. Y sí, me gustaría protagonizar un fenómeno literario, por todos los motivos, aunque solo fuera un fenomenillo. No soy uno de esos puristas que relaciona consumo generalista con baja calidad, no, a veces se pueden combinar, y no creo que sea necesario citar cualquiera de los cientos de ejemplos que podemos encontrar en la Literatura, pero también en el Cine o en la Música, y hasta en el Arte –la Capilla Sixtina o el Guernika, por ejemplo, son auténticos bestsellers de la Pintura-. Adoro los llamados “fenómenos literarios” porque el que un libro, sea cual sea el libro, se convierta en un producto de consumo preferente me transmite una felicidad indescriptible, porque eso supone colas en las librerías y en las ferias del libro, libros envueltos para regalo y pilas de libros en los centros comerciales, miles y millones de libros. Supone compradores no habituales de libros, algunos de los cuales caerán bajo el hechizo de la lectura y optarán por seguir comprando libros en el futuro, e incluso evolucionando como lectores, y así alguien que comenzó con la trilogía de Grey puede que acabe leyendo a Durrell. Lo sé, me paso de optimista, pero es que de vez en cuando es necesario abrazarse a la utopía. Aplaudo y me congratulo de los fenómenos literarios porque tengamos en cuenta que, aunque algunos parezcan no entenderlo, especialmente los últimos ministros de Cultura y el inmisericorde Ministro de Hacienda, la Literatura se mantiene y articula en torno a una industria, editorial, que necesita de estos fenómenos literarios que son, en resumidas cuentas, los que colorean de negro las cuentas de las editoriales. Y gracias a estos beneficios se pueden publicar e incluso arriesgar con otros autores que no alcanzan, ni remotamente, las ventas deseadas.
Me gustan los fenómenos literarios porque en multitud de ocasiones se ha hecho justicia con un autor, se han premiado abnegadas y constantes trayectorias de años y años de silencioso trabajo, se le ha descubierto a ese ente invisible y expansivo como un gas que conocemos como gran público. Stieg Larsson es un ejemplo de esto último, reconozco que devoré con pasión y pulsión su trilogía, o Javier Cercas y también lo es el autor que da título a esta columna, Fernando Aramburu. Porque aunque muchos lo hayan conocido por Patria, su fenómeno literario, Aramburu cuenta con una extensa y prolífica carrera literaria a su espalda. Poeta, cuentista, ensayista, articulista, traductor, en sus casi 40 años de trayectoria se ha zambullido en todos los géneros, con notable éxito en la mayoría de las ocasiones. Años lentos y Los peces de la amargura, que tal vez sea el germen de Patria, son dos libros, novela y colección de relatos, espléndidos, provistos de una textura narrativa, tan artesanal como luminosa, solo al alcance de narradores muy dotados. He de reconocer que he tardado en leer Patria, no sé si frenado por lecturas atrasadas o porque necesitaba encontrar el momento propicio. Y he de reconocer, también, que, desde un punto de vista meramente literario, no me ha impresionado. De hecho, no la considero la mejor obra de Aramburu, las dos citadas anteriormente me parecen de una mayor calidad. Sin embargo, hay que considerarla como una obra importante, grande, más allá de sus hallazgos estilísticos, algo que a veces sucede, si tenemos en cuenta sus otras habilidades y bondades. 
Salvando las distancias, espero que entiendan la analogía –no trato de establecer un paralelismo, válgame-, me ha sucedido con Patria lo mismo que con 8 apellidos vascos, en cuanto a lo que supone de normalización, a que ya podamos hablar de ciertos temas, del terrorismo de ETA, con naturalidad, sin tener en cuenta al que nos escucha tras la esquina, sin temor. Patria pasará y quedará por su pedagogía, que en determinadas ocasiones, como sucede en este caso concreto, es infinitamente más importante. Y es que Aramburu ha tenido la capacidad de crear una obra que sana heridas, que cose costuras deshilachadas, sin necesidad de recurrir a alcohol del que escuece o a hilo gordo, que deja gruesas y visibles cicatrices.  Méritos más que suficientes, junto a todos los intrínsecos a cualquier fenómeno literario, para catalogarla como una obra necesaria e importante. Especialmente ahora, que la palabra cotiza a la baja.

El Día de Córdoba 

martes, 5 de diciembre de 2017

CUATRO MILLONES DE GOLPES

Hace dos años justamente, Eric Jiménez, batería de Los Planetas, Lagartija Nick, el Omega de Morente y una larga lista de bandas, míticas en su mayoría, presentó en su bar, que os recomiendo muy encarecidamente, El bar de Eric, por carta y decoración, mi novela Biografía Autorizada. Una novela en la que narro la trayectoria, la vida, de una supuesta estrella del rock nacional, que comienza su andadura en los ochenta, y que continúa en la actualidad, en solitario. Una novela que escribí como tributo a la música, pero también por leer esa obra que la literatura rock aún no me ha ofrecido. Una literatura repleta de biografías que repiten estándares muy comunes, infancias desoladas, todos nacieron en el seno de una familia muy humilde, de escasos recursos, pobres a más no poder, de las afueras de Manchester, Londres, Dublín o Nueva Jersey, siempre hay un poquito de trapos sucios, para alimentar el morbo y demás, y sin embargo hay muy poca música, se quedan en la estratosfera, nunca descienden, nunca cuentan cómo se produjo el milagro, cómo llego, que chispa originó el incendio, la creación, ni cómo lo llevaron a cabo; en definitiva, se guardan y se callan su fórmula de la Coca Cola. La mantienen a salvo, no quieren compartirla, como si hacerlo los convirtiera en mortales. Escribí Biografía Autorizada porque quería leer la historia de un músico hablando de música, y no de chismes, adicciones y familias desestructuradas. Quería retratar al músico en la intimidad, lejos de los focos. Si Eric ya hubiera publicado Cuatro millones de golpes con anterioridad tal vez no habría escrito mi novela: habría encontrado lo que andaba buscando.
Eric Jiménez es el máximo común divisor del rock español, también lo podemos considerar como una especie de Forrest Gump musical, siempre está ahí, en el momento propicio de la historia más reciente, en el lugar adecuado. Batería del grupo español más importante de las últimas décadas, Los Planetas, participante, además de una manera muy decisiva, del disco con mayor repercusión internacional del rock español: Omega y para rematar lo que sería la Pagana Trinidad Roquera, Eric coprotagoniza, junto a J y Gaizka Mendieta, el himno más coreado en los festivales españoles: Un buen día, que hasta la reina Letizia, eso cuentan, baila en la intimidad. No me cabe duda de que Eric es uno de los nombres imprescindibles de la escena musical española, y por tanto la información que aporta en esta biografía es esencial, fundamental, para conocer la historia más reciente de la música española, desde los ochenta hasta la actualidad. Una historia narrada con una sinceridad pasmosa, tanto que se podría haber titulado Honestidad brutal, apropiándonos del maravilloso trabajo de Andrés Calamaro. Una infancia, la de Eric, en unas condiciones durísimas, pero que él recuerda con cariño, incluso desde la felicidad. Infancia que nos habla de ese otro tiempo, no tan lejano, aunque pudiera parecerlo, y que nos ayuda a comprender los grandes cambios sociales, políticos o culturales que se han... sigue leyendo en El Día de Córdoba 

martes, 28 de noviembre de 2017

BLACK VIERNES


No ha terminado el Black Friday cuando nos zambullimos, casi sin pausa, en el Cyber Monday, que suena a algo relacionado con La guerra de las galaxias, pero no, es el día, o el lunes, dedicado a la venta por Internet o algo así. Hay quien se obsesiona con estos fenómenos, se sienten horrorizados, y utilizan sus troneras de opinión para calificar o descalificar a quienes se atreven a seguir estas tendencias. Y así, la sucesión de improperios suelen aflorar en las diferentes fechas señaladas, dejando a las claras la disconformidad, pero también la mala educación. No creo que sea necesario tener que recurrir al insulto para defender o atacar tal o cual postura, por muchos ejemplares que se vendan de sus últimas novelas. Y es que empiezo ya estar más que cansado de esos opinadores profesionales que convierten sus teorías en dogma y que no hacen nada más que ahondar en la diferencias entre unos y otros, como necesitados de ondear siempre la bandera de la victoria. Y tal vez la vida no sea una batalla perpetua, o que lo sea para quien solo sabe vivir en el conflicto. A mí, sinceramente, no me genera ningún tipo de sentimiento negativo esa facilidad nuestra, tan española, por cierto, para adoptar y asimilar con absoluta normalidad ciertas modas, fiestas y tendencias. Históricamente, por ejemplo, nos hemos abrazado a todos los pueblos y culturas que nos han invadido, colonizado, descubierto, y por lo tanto no hacemos más que cumplir con la tradición, y por otro debemos reconocer que tal vez no haya nada más español que apuntarse a todas las fiestas, y Halloween y San Patrick son dos estupendos ejemplos. Viva el vino.
El otro día, en un debate, el que fuera primer ministro francés, Manuel Valls, se preguntaba si el español sabe lo que es realmente ser español. Yo amplío la pregunta, qué es realmente lo español, lo genuino, lo auténtico, nuestras verdaderas señas de identidad. Tal y como sucede con la alineación de la Selección Española, si cada uno de nosotros redactásemos una lista de lo que consideramos “lo español” puede que coincidiéramos en bastantes y que discrepáramos también en bastantes, me temo. Y es que estoy completamente seguro que para un gallego y para un andaluz, por ejemplo, la lista no llegaría a coincidir en un 60%, y puede que en menos. Lo curioso es que esa resistencia denodada de algunos por lo externo, debería partir de una numantina defensa de lo que consideramos como nuestro, como lo auténticamente español, y no siempre se produce. El jamón y el aceite de oliva son dos ejemplos muy ilustrativos sobre todo esto. Nos vanagloriamos de nuestro jamón, se nos llena la boca exaltando sus virtudes, pero sin embargo no es un producto que se exhiba como merece en los grandes restaurantes españoles, se me viene a la cabeza, en esta semana que se han conocido las nuevas estrellas neumáticas. ¿Conoce usted un restaurante en el que ofrezcan jamones con las distintas denominaciones para ser cortados, bien cortados, en ese mismo instante? Me temo que no. Con el aceite de oliva sucede tanto de lo mismo. España recibe millones de turistas al año que, obviamente, desayunan en nuestros establecimientos, y qué hacemos nosotros. En vez de utilizar el aceite como un expositor publicitario, les ofrecemos aceiteras mil veces rellenadas, con aceites de dudosa procedencia o de calidad ínfima, en demasiadas ocasiones... sigue leyendo en El Día de Córdoba 

martes, 21 de noviembre de 2017

SANTAS Y MÁRTIRES


En realidad, no hemos cambiado tanto. También podemos arrancar afirmando que apenas hemos cambiado. Lo sabemos, lo sabes, tú y yo, lo sabemos todos. Las cosas siguen siendo como siempre han sido, como queremos que sigan siendo. Especifico, como los hombres queremos que sigan siendo. Y levantamos muros, pataleamos, mordemos, utilizamos cualquier estrategia o argucia, da igual, con tal de que la cosa siga siendo como hasta ahora, que es como mejor nos viene y conviene. Lo que me llama la atención es lo rápido que nos adaptamos a los diferentes cambios, a las otras evoluciones, cuando nos interesan, cuando nos benefician, y lo que nos cuesta dar nuestro brazo a torcer, levantar la pierna o pata, cuando esos cambios se refieren a la igualdad de género. Wifi, smartphone, deportes de riesgo, implantes bucales o capilares, libertad de horario de consumo de alcohol, corrección quirúrgica de la vista, videoconsolas de realidad virtual, yo qué sé, siga usted mismo rellenando la lista, que aún quedan mil cosas que aceptamos porque nos benefician, y no nos cuesta nada, absolutamente nada, desdeñar lo pasado, lo de siempre. El peso de la tradición pesa lo que a nosotros nos da la gana, me refiero a los hombres, oiga, les adjudicamos y concedemos el valor que nos interesa en ese momento. La igualdad de género es una “modernidad” que no nos conviene, porque nos obliga a compartir el cortijo, porque nos sitúa en el mismo nivel que las mujeres, a su misma altura, qué barbaridad, ya escucho el eco de los primeros cabreados, apenas a un par de metros, no dispuestos a conceder ni un solo centímetro. La igualdad de género no es más que apostar por una sociedad del cien por cien, de las capacidades, de las ideas, de los talentos, lo que nos beneficiaría a todos y todas, sin excepción, porque haría de la nuestra una sociedad más rica, más sabia, más bonita. Y usted a lo mejor entiende eso, que no es tan difícil de entender, pero es que hay muchos no dispuestos a entender. Todos esos que consideran feminismo como el antónimo de machismo. ¿Qué es un antónimo? Pues eso. 
Se acerca el 25 de noviembre, Día Internacional Contra la Violencia de Género, día en el que las cifras nos volverán a demostrar con su frío pragmatismo que mantenemos una sociedad desigual, casi coincidiendo, un año más, con la celebración del Feminario, que organizan esas necesarias “insumisas” capitaneadas por Rafaela Pastor. Esas tías locas, gritan desde el gallinero los de siempre. Han hablado en los pasados días del patriarcado, que no deja de ser ese peso de la tradición al que me refería con anterioridad, y que pesa lo que usted y yo queramos que pese. Hay mucho de ese patriarcado, de ese asfixiante peso de los años, en el juicio de ese terrorífico y repugnante grupo autodenominado Manada –aunque yo sigo manteniendo que piara les define mucho mejor-. Se admite como prueba el informe del seguimiento a la víctima, sí, a la víctima, por parte de un detective privado contratado por la defensa de los acusados. Una argucia judicial o pericial, dicen algunos... sigue leyendo en El Día de Córdoba.
 

lunes, 13 de noviembre de 2017

280


Como ascender el Alpe D´huez con una bicicleta con motor, como ganarle un partido a un equipo con tres jugadores expulsados, como conseguir una buena fotografía con tres filtros de Instagram, como leer el Quijote de Reverte y creer que te has leído el auténtico, como hacer el salmorejo con la Thermomix o una fabada utilizando fabes de bote. No, así no tiene mérito, y yo soy de los que piensan que las cosas hay que currárselas, y bien curradas. Y es que desde muy pequeño me han enseñado, y yo he asimilado sin dificultad, que todo aquello que no cuesta esfuerzo, todo aquello que no merece la pena, que te hace sudar, de tal modo que hasta llega a doler, y no solo físicamente, no merece la pena. Sí, soy uno de esos que cree, firmemente, muy firmemente, en la cultura del esfuerzo, del tesón, de la dedicación, eso que llaman trabajar duro, y que algunos creen que es un planeta del espacio sideral en el que nunca tendrán que poner el pie. Me gusta lo complicado, me gusta que los retos, cualquiera de ellos, me supongan un esfuerzo, mayor el gustazo cuanto mayor sea el reto conseguido, obviamente. Y es que no me fío de lo que no cuesta, de lo fácil, de lo que se consigue con un abrir y cerrar de ojos. Siempre he recelado de lo gratis, de lo que se regala. Tal vez lo desprecio por pura desconfianza, aferrándome a ese dicho que tantas y tantas veces me repitió mi padre: nadie da duros a pesetas. Además, aunque pudiera, no quiero que me den duros a pesetas, o euros a céntimos, actualicemos, quiero lo justo, la correspondencia, la equivalencia, al trabajo, a los conocimientos, a la dedicación, y al talento, también el talento, que todo pesa y cuesta. Todo este preámbulo para hablar sobre los 280 caracteres de Twitter, que ha sido la gran noticia de esta semana, junto a la gran noticia de las últimas semanas y meses, y que por eso de la insistencia, y hasta de la pesadez, está comenzando a dejar de ser noticia. Y es que han sido tantos y tantos y tantos los días históricos vividos, que le hemos empezado a coger gusto, y cariño, y hasta algo más, a los días normales, con sus cosas normales, protagonizados por personas normales.
Perdón por el lapsus, todavía no sé cómo se me ha podido olvidar, que esta semana, además del gran tema, hemos tenido otros dos grandes temas, de importancia considerable y que han marcado un antes y un después en nuestra historia más reciente. Por primera vez, sí, por primera vez, no se extrañe, aunque yo sea el primer extrañado, se ha suspendido sin previo aviso la nueva edición de Gran Hermano, que habían apellidado Revolución en esta nueva entrega. Dicen que por una supuesta agresión sexual, aunque también apuntan como consecuencia a su escasa audiencia. Si éste último, el de la audiencia, es el verdadero motivo, es una buena señal, aún hay esperanza, aún podemos seguir confiando en la especie humana. Eso sí, lo siento por cierta publicación semanal, que se ha quedado sin la cantera para sus portadas. El otro tema, gran tema, también histórico, qué barbaridad la de días históricos vividos recientemente, es el de la camiseta de la Selección Española de Fútbol, obviamente, que nos ha tenido en vilo durante unos cuantos días. Analicemos, cuánto de morado tiene, cuánto de exaltación del republicanismo podemos encontrar en la zamarra. Pues como en esos dibujos del Ojo Mágico, centre la mirada hasta quedarse bizco y responda.
Después de la semana vivida, con tan magnos y profundos acontecimientos acaecidos, después de tantas semanas de pesadilla independentista y después del anuncio de la red social del pajarillo, la verdad es que apenas accedo a mi cuenta, y que cuando ... sigue leyendo en El Día de Córdoba

lunes, 6 de noviembre de 2017

SEGUNDAS PARTES, LOS RESTOS


Me gustaría dedicar todo este artículo a The Leftovers, que es la última joya que me ha proporcionado la televisión, o el cine que se emite por televisión como llaman ahora. Si contará con seis páginas de periódico, no creo que pudiera contarles el argumento, de qué va, aunque tal vez todo se resuma en una sola palabra: pérdida. Cómo reaccionamos, cómo nos sentimos, qué somos capaces de hacer para curarla. No sé. Me lo pienso un rato y lo intento unos renglones más adelante. Dicen que las segundas partes nunca fueron buenas, hasta que llegó Coppola y filmó ese universo cinematográfico que es El Padrino II. Tal y como me sucede con el Quijote, que cada ciertos años lo leo y lo celebro como un gran acontecimiento, porque para mí realmente lo es, de cuando en cuando me preparó una olla de espaguetis boloñesa y me paso todo un día viendo los Padrinos. Coppola nos quitó el miedo a las segundas partes, pero la realidad es que el refranero se sigue cumpliendo, más de lo quisiéramos, y tal vez por eso todavía no haya ido a ver Blade Runner 2049. Y lo acabaré haciendo, pero de momento no me he atrevido. Dentro de mi mitomanía cinematográfica, que es muy amplia y diversa, ciertamente, los replicantes ocupan un lugar de honor. Jamás me podré olvidar de esas lágrimas bajo la lluvia. Lo paradójico es que el primer Blade Runner fue una obra maestra tardía, como si se tratara de un vino, hasta que no pasaron los años, y viendo que se mantenía sin avinagrarse, no se habló con gravedad de la peli de Scott. No le sucedió lo mismo que a El Padrino o a La lista de Schindler, no, que fueron clasificadas como clásicos casi desde el mismo día del estreno. A Blade Runner le costó, pero lo consiguió. Podríamos hablar de otras segundas partes más o menos memorables, pero no hablemos nunca de eso que llaman remakes y que normalmente solo consiguen engrandecer la obra original. Psicosis, es un magnífico –y terrible- ejemplo.
Qué más les puedo contar de The Leftovers. Nada de la trama, que seguro acabo haciendo spoiler, y no quiero, sería mi última intención. La banda sonora, cómo juegan con las versiones, que se adhieren a la historia como una piel sonora que te roza la piel. Hablando de segundas partes, termino de dos sentadas la segunda de Stranger Things y me descubro ese sombrero metafórico que nunca es una realidad sobre mi cabeza. Sigue siendo ese batiburrillo de juveniles y efervescentes referencias ochenteras, de los Goonies a Super 8, pasando por E.T. y los Bicivoladores, con su poquito de Poltergeist y Alien, bien cubierto todo de laca en spray y banda sonora a la medida, de baile de fin de curso, como aliño. Y aún así, lo que ya no debería ser una sorpresa en esta segunda entrega, porque es más de lo mismo, nos sigue enganchando. Gran mérito el de los Hermanos Duffer, debo reconocerlo, que han diseñado un artilugio que funciona a la perfección, pero sin agotar la trama y sus personajes, tampoco el decorado, que en esta serie es tan fundamental, y sin agotar, sobre todo, al espectador. Todo lo contrario, te quedas con ganas de más, ya espero con impaciencia la anunciada tercera entrega.
No puedo decir lo mismo de mis queridos zombies... sigue leyendo en El Día de Córdoba
 

miércoles, 1 de noviembre de 2017

EL NOVELISTA

Aunque sus primeras novelas tuvieron un cierto predicamento: algunas apariciones en los periódicos y varios centenares de ejemplares vendidos, desde hace unos años el novelista pierde todos los días la batalla contra la pantalla en blanco. Y es que todos los días lo sigue intentando. Apenas 20 páginas, anémicas de historia, colmadas de rodeos, es la pingüe cosecha de los últimos, muchos, meses. Y eso que cada poco, tras leer en prensa o ver la secuencia de una película o serie que le llama la atención, el novelista cree haber dado con esa semilla que al final acabará floreciendo en forma de novela. Poco más de 20 renglones redactados, cuando todo se desmorona, como un castillo de naipes ante el iracundo paso de Irma. Fuma y fuma el novelista en la terraza, mientras contempla la calle, como si esperase encontrar en los que transitan por las aceras, o en las puertas de los negocios que se abren y cierran, esa noticia, ese suceso, por insignificante que sea, que encienda la mecha de una hoguera literaria. Pasaron los días, las semanas y los meses, más de un año, hasta que en una mañana templada de mayo el novelista encontró en la bandeja de entrada de su correo electrónico un mensaje, remitido por Jonathan Brest, en el que se podía leer, a modo de resumen: soy miembro de la British Ambassadorol Delegates y quiero invertir en tu país, que está creciendo notablemente, contacto contigo para que me ayudes a construir y administrar mi proyecto de inversión en tu país, quiero saber si puedo confiar en ti y si eres capaz de manejar tales proyectos, para así darte los detalles completos de la inversión. No le sorprendió al novelista el texto, más que acostumbrado a recibir correos similares, pero sí que no se hubiera colado directamente en la bandeja de spam, en la bandeja principal, y que estuviese redactado medio decentemente. Aún creyendo que estaba siendo objeto de una broma o estafa, el novelista respondió a la misiva: estaría encantado de poder ayudarte.
Tras otro día de pantalla en blanco y multitud de cigarros consumidos en la terraza, el siguiente comenzó con un nuevo correo de Jonathan Brest, en el que tras agradecerle su pronta respuesta le señalaba que si iban a compartir un negocio, lo más adecuado era conocerse mínimamente. Mira el archivo adjunto, concluía el correo. En un archivo de Word, titulado “Mis primeros años”, Brest narraba a lo largo de 15 páginas sus primeros duros años en Senegal, miembro de una familia de escasos recursos, las escenas de guerra que había contemplando casi siendo un bebé, las penurias para ir al colegio cada día, y el traumático suceso que padeció al cumplir los 8 años, cuando fue secuestrado por un pirata y contrabandista Libanés. Leyó el novelista las 15 páginas de un tirón, ensimismado en una lectura que, aunque bronca y mal redactada, estaba cargada de emoción, sinceridad y, sobre todo, intensidad, pasaban muchas cosas y todas ellas muy llamativas. El novelista, consciente del tesoro que tenía entre las manos, infinitamente superior al que le pudiera deparar ese supuesto negocio que seguía considerando una estafa, abrió una nueva carpeta en la pantalla del escritorio que tituló: nueva novela. Copió el texto de Jonathan Brest y comenzó a rescribirlo, en tercera persona y en pasado, con las “comas” en su sitio. Te llamarás John Lorg, dijo y, colmado de felicidad, encendió un cigarrillo.

La estéril y prolongada sequía creativa dio paso a un torrencial periodo de escritura compulsiva. Cada mañana, el novelista recibía 10, 15, 20 páginas, la vida de Jonathan Brest, contada ordenadamente, que posteriormente reinterpretaba, a través de su John Lorg, un alto y atractivo hombre de negocios hecho a sí mismo, nacido en Guinea Ecuatorial. Lo que jamás habría podido imaginar, sucedió: en apenas quince días, el novelista contaba con una novela con más de 200 páginas, a la que solo le faltaba el capítulo final, la que debía trasladar la historia al presente. De repente, y sin previo aviso, era martes, cuando el novelista despertó no encontró un nuevo correo en la bandeja de entrada. Tampoco el siguiente, ni dos, tres y cuatro días después. Pasada una semana, angustiado por el vacío y el silencio, el novelista escribió a Jonathan: ¿estás bien? Quiero que me sigas contando tu historia. No habían transcurrido ni treinta segundos, cuando obtuvo la respuesta: eso te toca a ti hacerlo. Y el novelista, abrumado y desconcertado, encendió un cigarrillo y comenzó a escribir.


jueves, 26 de octubre de 2017

CATALUNYA 2089



El 15 de octubre de 2040, coincidiendo con el centenario de la muerte de Lluis Companys, el Govern de la Generalitat declaró unilateralmente la independencia, proclamando la República Independiente de Catalunya. Hasta que llegó ese momento, los catalanes vivieron momentos convulsos, que han marcado el devenir de su historia más reciente. Todo comenzó con lo que en su día denominaron como el Procés, y cuya fecha más señalada la encontramos en el 1 de octubre de 2017, con la celebración de un referéndum ilegal en el que apenas participó un 40% de la población –realmente nunca existieron datos veraces-, y en el que el entonces President, Puigdemont, entendió que el pueblo catalán había optado por la independencia. Una independencia de 12 segundos que solo admitió en el contexto internacional Maduro, presidente de Venezuela. Al mismo tiempo que las grandes empresas e instituciones bancarias comenzaron a trasladar sus sedes sociales fuera de Catalunya, temerosas de que la inestabilidad pudiera afectarlas, empezaron a producirse las detenciones de algunos líderes independentistas, acusados de vulnerar las leyes del Estado Español. Tras meses de una frenética y tensa relación entre el Govern de la Generalitat y el español, donde la falta de acuerdos fue la tónica dominante, se convocaron elecciones para junio de 2018. El resultado fue el de un empate técnico y numérico entre las fuerzas independentistas y las soberanistas. Se conoce 2019 como el año del Gran Éxodo, debido a que cuatro millones de catalanes decidieron abandonar sus ciudades de origen para asentarse en territorios colindantes o, con frecuencia, regresar a sus localidades de origen, Andalucía y Extremadura especialmente. La estadísticas reflejan que entre 2019 y 2021 la población de Catalunya descendió en un 46%. Este descenso coincidió con el holgado triunfo en las elecciones autonómicas de un nuevo partido político –sin posicionamiento ideológico-, el PRCDLCDC (Partido Republicano Catalán De Los Ciudadanos De Catalunya), liderado por el joven abogado Jordi Mas, que obtuvo 115 escaños de los 135 que componían el Parlament.
Durante las dos décadas siguientes, siempre con Jordi Mas como President, la Generalitat optó por la confrontación política y la distancia frente al Gobierno de España, así como con el resto de Europa, para lo que no dudaron en aprobar una interminable batería de medidas y leyes. Prohibición del idioma español en territorio Catalán, prohibición de consumir productos no catalanes, obligatoriedad de exhibir esteladas en todos los edificios públicos, incluidos los religiosos, sanitarios y educativos, así como medidas más concretas como declarar personas non gratas a Serrat, Juan Marsé,  Isabel Coixet, Vargas Llosa, Joaquín Sabina o Antonio Machado, entre otros muchos. Lista que se fue ampliando durante años, incluyendo en ella a nombres que en un principio fueron grandes valedores de la causa independentista. Del mismo modo, se diseñó un férreo sistema educativo en el que los niños aprendieron los ríos, montañas, fauna y cultura catalana, en profundidad, pero ignorando dónde se encontraba Cádiz o La Habana, y sin aprender en qué consistieron la Revolución francesa o el Renacimiento italiano, por ejemplo.
Tras un breve periodo de estabilidad política, no así financiera o cultural, el PIB catalán se redujo en un 58% y apenas permanecían abiertas las puertas de tres salas de cine y de dos librerías, en 2073 la incipiente Republica Catalana comenzó a agrietarse cuando seis territorios exigieron celebrar un referéndum para volver a la situación previa a la firma del Tratado de los Pirineos que tuvo lugar en 1659. La Generalitat trató de evitar la convocatoria solicitada amparándose en sus propias leyes, pero tras lo que se conoce como el Decenio Historicista, diez años de convulsión política y social, en los que se produjeron numerosas detenciones y altercados callejeros, no le quedó más remedio que proclamar la Republica Confederada de los Pueblos Catalanes. Una proclamación tan breve como frágil, ya que muchos de los territorios en desacuerdo, al sentirse agraviados con esta nueva denominación, solicitaron volver a formar parte del Estado Español. Tras años de enfrentamientos y pugnas, en 2087 Cataluña se divide en tres tras 14 consultas populares no vinculantes: Catalunya Autèntica, Catalunya Històrica y Catalunya Española. La Autèntica, germen del movimiento independentista de principios de siglo, se estableció al sur de Tarragona, aislándose de las otras catalunyas tras unos altos muros alzados expresamente. En la actualidad, el único dato significativo que disponemos es que Jordi Mas sigue siendo el President.

El Día de Córdoba 

martes, 24 de octubre de 2017

SERIES QUE NO TE PUEDES PERDER

Desconcertante, angustiosamente poética, melancólica, imprevisible, arropada por una soberbia banda sonora. Maravillosa. Una búsqueda interminable. The leftovers.
No es solo el sello Fincher, ese toque Zodiac tan presente, es un guión equilibrado y certero, son las historias paralelas, las interpretaciones, las interioridades, el retrato del mal... Aplastante, intensa, vibrante. Mindhunter.

martes, 17 de octubre de 2017

LA PAYASA


Tras ponerse la redonda nariz roja de plástico se miró en el espejo: peluca color zanahoria, rotundos coloretes, cejas pintadas de negro, exageradas pestañas. Se repasó el uniforme: amplio pantalón negro, sujetado con dos tirantes, también negros, zapatos de charol como barcas en los pies, una camisa de rombos blancos, verdes y rojos. Para finalizar, los últimos accesorios, un bastón blanco y negro y un bombín, que nunca llega a estar sobre su cabeza. Conforme con lo que ve, Marta se dirige a la cocina y abre el frigorífico, de donde saca una enorme tarta de chocolate, galleta y natillas. Con cuidado, la coloca en una caja rectangular de cartón y se dirige al garaje comunitario: plaza 102, Toyota Corolla 6402BPY. Ocupado el maletero por un amplificador, varias telas y una pequeña escalera plegable, deposita la caja con la tarta en el suelo del asiento del acompañante. Nada más salir a la calle, al final de la rampa, tiene que frenar para dejar paso a una mujer que camina acompañada de sus dos hijas. La menor descubre a Marta, al volante, al otro lado del cristal, y la expresión de su cara cambia en un instante: es miedo, pánico incluso. Vaya tela la peliculita, voy a tener que cambiar de disfraz a este paso, se lamenta Marta, que conecta la radio. Suena una canción de los Smiths que consigue trasladarla a otro tiempo, años atrás. Era joven y le gustaba bailar los viernes por la noche, hasta el amanecer. Diez minutos de trayecto, hasta llegar a una urbanización en lo que hasta no hace tanto eran las afueras de la ciudad. Ya no, de la mañana a la noche pasó a ser una zona cara, con centros comerciales y pistas de paddle. Tras descender de su automóvil, se dirige al edificio 5 y pulsa el piso 2ªD. Soy la payasa, vengo al cumpleaños de Nacho, responde Marta. ¿Payasa? Pregunta una dubitativa voz de hombre, a través del telefonillo. ¡Sorpresa!, grita Marta eufórica, y la cancela se abre. En el portal se cruza con un hombre y una mujer que la observan desconcertados, pero Marta ya está acostumbrada a esas miradas. Se sabe a salvo bajo el disfraz.
Tres segundos después de pulsar el timbre, un hombre de unos 35 años, moreno, se llama Eduardo, abre la puerta. ¡Ya está aquí Loquita, la payasa!, se presenta Marta, ofreciendo la caja de cartón que contiene la tarta de galletas, chocolate y natillas. Perdón, pero es que no hemos contratado ninguna payasa, le informa Eduardo, con cierto pudor. ¡Sorpresa!, exclama Marta, y se cuela en el interior de la vivienda. Eduardo sonríe con extrañeza y conduce a Marta hasta el salón, donde 7 niños rodean una mesa repleta de bocadillos de chocolate y chorizo con margarina y batidos de vainilla y fresa. Gloria, la pareja de Eduardo, le exige una explicación a éste con la mirada, a lo que responde encogiendo los hombros. Seguro que es obra de su hermano, para así justificarse que nunca viene a ver su sobrino, y eso que es el padrino, piensa y no dice Eduardo, al mismo tiempo que Gloria supone que Eduardo esta elaborando la misma teoría, mil veces repetida. ¿Dónde está Nacho?, pregunta una desaforada Marta, con los brazos abiertos, y un niño de pelo negro responde temeroso, levantando la mano. Lo de Stephen King no tiene nombre, resopla Marta interiormente.
Durante más de una hora Marta repite su repertorio de canciones, bailes y juegos habituales, consiguiendo desde el primer instante la complicidad de todos los niños. A su lado, son felices, y ella también lo es. Se muestra especialmente cariñosa con Nacho, el “cumpleañero”, al que concede todo el protagonismo. Se esmera Marta, como si se tratara de un ritual sagrado, a la hora de interpretar la escenografía de apagar las 8 velas, música y luces se incorporan a la función. Le encanta a Marta cuando en la despedida los niños le ruegan que no se vaya, que se quede unos minutos más, pero por propia experiencia sabe que es el momento de marcharse. Por curiosidad, ¿quién te ha enviado?, no puede evitar preguntarle Gloria en la despedida, junto a la puerta. ¡Sorpresa!, repite Marta la respuesta de otras ocasiones. De regreso a casa, tras retirarse peluca, maquillaje, pestañas y nariz roja de plástico, Marta se tumba en la cama y toma la fotografía que hay sobre la mesita de noche. En ella aparece un niño moreno, de cara redondeada, en el preciso momento de soplar una vela con forma del número 8, en el centro de una tarta de galletas, chocolate y natillas. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, comienza a tararear.

miércoles, 11 de octubre de 2017

MÁS ALLÁ DEL RUIDO


Esta semana han sido asesinadas tres mujeres a manos de sus parejas o de sus exparejas, así como un bebé de once meses. Sí, solo once meses. Duele el corazón solo de pensarlo, recordando a tu propio hijo con esa edad entre tus brazos. La mujer y el bebé fueron asesinados en Barcelona el 1 de octubre, mientras la ciudad se debatía entre poder introducir las papeletas impresas en casa en unas urnas colocadas a escondidas, para así poder esquivar la Ley, o impedir que así lo hicieran. El paro ha vuelto a subir, el peor mes de septiembre de los últimos años. ¿Se ha enterado de eso? ¿Es consciente de la temporalidad, de la baja calidad, de los caninos sueldos de los nuevos contratos, es consciente? Apenas hay contratos fijos, temporales la inmensa mayoría. Hablamos de horas, en infinidad de ocasiones. ¿Sabe que si trabaja una hora al mes, solo una hora al mes, ya no aparece ese mes como desempleado en los censos oficiales? ¿No lo sabía? Pues imagínese cuál es el dato real del empleo, así como su calidad, en nuestro país. Vivimos inmersos en el ruido, casi en el fragor/fulgor de la batalla, silenciando otras noticias. Aquí, en Andalucía, los empleados públicos cobrarán íntegra su remuneración mientras cuidan de sus hijos que padecen cáncer o enfermedades graves. ¿Se ha enterado del nombre del nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, o se ha enterado de que no se lo han concedido a Murakami? Si Ishiguro, aunque británico, ocupa cuota oriental, pobre Murakami. Sé que el ruido puede provocar sordera, le aconsejo que se aparte, que cuide de sus oídos, que les preste la atención debida y que descubra que el paisaje se extiende, que hay otras voces, más allá.  El silencio no es la antítesis al ruido, en este caso.
Con frecuencia decimos que vivimos en la sociedad de la información, que ha crecido de forma desmedida en los últimos años hasta convertirse en algo parecido a la jungla en la que Mowgli se crió entre gorilas. Sin embargo, más que de la información, creo que vivimos en la sociedad de la opinión –y esto es una opinión, fíjate tú la contradicción-. Todos opinamos, todos, y todas las opiniones son válidas mientras se ajusten a derecho, eso es así, pero no todas las opiniones son acertadas. Se puede ser muy respetable y meter la pata hasta el fondo, tal cual. Es más, son muy pocas, poquísimas, las opiniones acertadas. Contamos con un ejército de opinadores profesionales, que lo son porque alguien les paga por opinar, no lo olvidemos, y que nos ofrecen sus opiniones como un nuevo dogma que es imposible de rebatir y hasta de debatir. Ahí tenemos a los opinadores cascarrabias que cada cierto tiempo tienen que decir una burrada para sentir que siguen vivos; los opinadores supuestamente... sigue leyendo en El Día de Córdoba
 

miércoles, 4 de octubre de 2017

LA NOVIA


Estrena barra de labios, de una tonalidad que cuesta definir. Tiene algo de rojo, sí, pero también de esos melocotones maduros del verano. No hablamos de naranja, en cualquier caso. Le perfila los labios con esmero y se separa unos centímetros para comprobar que maquillaje, colorete o rimel cumplan con su cometido. Toma la brocha y extiende una ligerísima capa de colorete. Ahora sí. Espera, que te termino de peinar y ya estamos. Ven conmigo. Carmen toma de la mano a la Luisa y la conduce hasta el espejo que hay en el dormitorio, junto a la ventana. Luisa no puede, tampoco quiere, disimular la sonrisa de satisfacción que le decora la cara cuando se descubre, en el espejo. Carmen comparte, del mismo modo, con semejante intensidad, este momento, tal vez fugaz, de dicha, empleemos la palabra felicidad, incluso, con lo que nos cuesta utilizar la palabra. Sí, felicidad, también cuenta la que dura un segundo. Y ahora viene lo mejor, dice Carmen, y con mucho cuidado, como si se tratara de un cristal muy frágil, coloca sobre la cabeza de Luisa el velo de un vestido de novia. Mírate ahora, de pies a cabeza, qué me dices, que ni has cambiado de talla, puñetera. Invadida por una intensa emoción, Luisa no puede impedir que sus ojos se llenen de lágrimas, que escapen de ellos, que recorran sus mejillas, en dirección a la barbilla. Con lo que me ha llevado maquillarte, ¿me vas a hacer esto? Le reprocha Carmen entre sonrisas, contagiada por su emoción. Con un pañuelo de papel seca sus ojos y retoca sus mejillas con la brocha impregnada de colorete. Lo guapas que iban tus sobrinas llevando los anillos y las arras, una cosa, y vaya cómo entraste tú, que ni en las películas, no se ha visto una cosa igual en tu pueblo, que me lo han contado tus vecinas.
Porque todavía hay gente que se acuerda de tu boda, de lo bien que se lo pasó, que hay quien dice que no ha probado un jamón tan bueno en su vida, lo que yo te diga, que eso me lo ha contado más de uno y más de dos. Y Luisa asiente, complacida, orgullosa. Pasasteis la noche de bodas en el Meliá, en la última planta, que tenía unas vistas de maravilla y a primera hora, nada más despertaros, no más de las 8, que tu Manolo era así de inquieto, os montasteis en la Vespa y caminito de Madrid. Puede sentir Luisa el rugido y el temblor de la motocicleta, los baches y las curvas, el viento en la cara. Un brillo diferente, como si un rayo de sol se hubiera colado repentinamente a través de la ventana, aparece en los ojos de Luisa, que puede ver como en el espejo su piel rejuvenece, volviendo a ser la mujer joven que un día fue. Dos días en casa de tu cuñado, que tenía un piso estupendo por el Palacio Real, antes de coger el avión para ir a Mallorca. Luisa puede escuchar de nuevo el zumbido de los motores en el que fue su primer –y único- viaje en avión. Ver el mar a través de la ventanilla, un universo azul allí abajo, tan bello como amenazante. Casi siente el salitre en sus manos. Anda que no lo tuvisteis claro, que no esperasteis ni un día, que nueve meses después ya estaba Juanito aquí, que eso se llama tener puntería. Luisa se acaricia el vientre, muy despacio, ahora es plano y durante varios meses fue curvo y duro, y le gustaba acariciarlo como está haciendo ahora, muy despacio, centímetro a centímetro. A través de la piel, intuía sus manos, sus piernas, su cabeza, e imaginaba cuál sería su sexo, el color de sus ojos o el tamaño de su nariz. Y cree recordar que acertó.
Luisa, ya me tengo que ir, dice Carmen, al tiempo que retira la gasa de la cabeza de Luisa. ¿Quieres que te limpie con una toallita?, le pregunta Carmen y Luisa responde negando con la cabeza. Como todos los martes y los jueves, Carmen la acompaña hasta el salón, a través del largo pasillo, agarrada a su brazo derecho. Luisa imagina que camina entre las bancadas que la contemplan con emoción, vestida de novia, de un blanco muy diferente al de este camisón de algodón que ahora la cubre. Carmen le dedica tres segundos a una fotografía, sobre la cómoda del salón, en la que puede verse a Luisa disfrazada de Blancanieves, acompañada de sus nietos. Finalmente, Luisa toma asiento frente a una televisión permanentemente en funcionamiento, y que solo está desconectada cuando Carmen se encuentra en casa. La semana que viene vamos a montar una fiesta de Carnaval, le dice Carmen en la despedida y Luisa sonríe.


miércoles, 27 de septiembre de 2017

GOLPE MAESTRO

Viernes por la noche, la avenida que conduce al centro de la ciudad, una linterna, números escritos en la madera, una terraza, el desconocido vecino de enfrente, un ritual... 

Como todos los viernes, pasada la medianoche, tras comprobar que sus hijos ya duermen, Juan y Lucía salen a la calle y se dirigen hasta la que fue su casa, al final de la avenida, en dirección al centro de la ciudad. Como todos los viernes, durante el trayecto, no más de que quince minutos a paso ligero, no hablan: solo miran a los que se agolpan en los veladores de los bares, a los que fuman y charlotean amistosamente a la salida de los restaurantes, a los que simplemente pasean. Y los miran con una cierta melancolía, tal vez tristeza, cuesta adjudicarle un sentimiento concreto, unitario, a esas miradas. Como todos los viernes, desde hace tres años, tres años ya han pasado, tan lentos y tan rápidos al mismo tiempo, Juan y Lucía se detienen en la entrada de un edificio espigado y moderno, acolchado en cristal y metal, el número 2 de la avenida, que alberga 54 viviendas, distribuidas en seis plantas. Como todos los viernes, antes de encajar la llave en la cerradura de la puerta de entrada, como soldados en la misión más peligrosa, Juan y Lucía se percatan de que no haya nadie cerca, en las inmediaciones, y que el portal permanezca a oscuras, tal y como sucede en este preciso momento. Entonces, si se sienten a salvo, solos, y siguiendo el ritual de todos los viernes por la noche, Juan y Lucía se plantan de dos saltos en el ascensor y cuentan los segundos, con algo de angustia, de inquietud, hasta que la puerta se abre ante ellos y, a continuación, llegan hasta la cuarta planta. No ser descubiertos por los que fueron sus vecinos, ese es el reto. Y como todos los viernes, abren muy lentamente la puerta del ascensor, se cercioran de que el pasillo se encuentre a oscuras y vacío, siguen siendo esos temerosos soldados en la misión más peligrosa, y a toda prisa se dirigen a la izquierda, a la puerta que está rotulada con la letra D. Lucía extrae de su bolso el manojo de llaves, las aprisiona con fuerza para que no suenen, busca la plana, la de multitud de orificios, la de seguridad, tan diferente a la actual, escueta, y la introduce en la cerradura. Como todos los viernes, nada más acceder al interior de la que fue su casa hasta hace tres años, Juan y Lucía se abrazan en silencio, durante un par de minutos. Es un abrazo triste y lastimero, doloroso y dolorido, compartido.
Lucía pone en funcionamiento una linterna con la que recorre, junto a Juan, su marido, el que fue su hogar. Aunque todos los viernes trata de evitarlo, Lucía alumbra la puerta del dormitorio que durante varios años compartieron sus hijos. Elena, Jorge, dos, tres, cuatro años, 84, 96, 107 centímetros, tatuado mediante arañazos en la madera del marco. Y buscan en las paredes, en las esquinas, en las puertas, esos recuerdos de sus vidas en esta casa vacía que huele a silencio y a soledad. Y, como todos los viernes, concluyen su nocturna y fugitiva visita en la terraza. Esa terraza en la que fueron tan felices, tantos y tantos viernes tan diferentes al actual. Pedro, el vecino del edificio de enfrente que nunca conocieron personalmente, pero al que Lucía y Juan le imaginaron docenas de empleos y aficiones como si se tratara de un juego, un viernes más vuelve a contemplar entre las penumbras la visita de los que fueron sus vecinos. Seguía Pedro con atención el devenir diario de la familia. Aún si hijos, los recuerda Pedro cenando en primavera, en la terraza, charlando amistosamente con otras parejas, felices. En el silencio de la noche, pudo escuchar con claridad sus conversaciones, y en más de una ocasión estuvo tentado de tomar parte, pero nunca lo hizo.
Desde su terraza, mucho más pequeña, vio Pedro como los hijos fueron llegando y fueron creciendo, como cambiaron el cierre y los estores, como instalaron unos botelleros de acero en la pared, como durante todo el mes de agosto desaparecían. Y también empezó Pedro a ver, solo unos pocos años después, como Juan pasaba las mañanas en casa, fumando y fumando en la terraza, como Lucía dejó de ir al gimnasio, como la chica de la limpieza ya no iba todos los martes y jueves, como las botellas dejaron de apilarse en el botellero, como las cenas de los viernes no volvieron a tener lugar. Contempló Pedro como la terraza que tantos buenos ratos le había procurado, esa terraza que envidiaba, se había convertido en una muy parecida a la suya, y que el contemplarla le reportaba una sensación similar a la de situarse frente a un espejo. Aún así, cada viernes espera que la linterna se abra paso en la oscuridad de la noche.


miércoles, 20 de septiembre de 2017

NADAL, MARAVILLOSO DINOSAURIO


Es tremendamente complicado escribir algo con sentido, medianamente original, interesante, sobre Rafa Nadal, porque seguramente ya se ha dicho  y escrito todo. Por eso, si comienzo con aquello de que con Nadal se acaban los adjetivos, no hago más que repetir algo que se ha escrito y dicho ya demasiadas veces, pero que no deja de ser verdad, por otra parte –aunque ya se haya dicho y escrito tantas y tantas veces-. En gran medida, Rafa Nadal es el dinosaurio del microcuento de Monterroso, ese héroe sistemático que perdura y perdura como una de aquellas pilas alcalinas que anunciaba el conejito. Siempre está ahí. Aunque no siempre haya estado ahí, porque Nadal también ha padecido su invierno, su travesía por el desierto, recordemos ese 2015 en el que apenas mordió el oro. Y siguió siendo el más grande, sí, porque nos demostró lo que es saber perder, apropiándome, ahora que está tan de moda, del título de la novela de David Trueba. Y para alguien que está tan acostumbrado a ganar, tan acostumbrado hasta convertirlo en una rutina, saber perder no es una fácil lección, no es una lección cualquiera. Recuerdo ese año de Nadal con una cierta amargura, la coronilla comenzaba a aclararse, dejaba de ser ese chaval que habíamos conocido, para convertirse en el hombre adulto actual, y perdía y perdía y volvía a perder, como si el romance que había mantenido con la pelota hubiera concluido en la peor y más violenta y tormentosa de las rupturas. Derrotas antes inimaginables ante el número 124 o el 87 del mundo, derrotas antes esos rivales que antes pulverizaba con solo dos raquetazos, una mirada y medio mugido. Nada le salía. A esto se le unía una sucesión interminable de lesiones, de todo tipo, renuncias a torneos por tal motivo, que más de uno llegamos a pensar que eran de origen mental, como consecuencia de un mal momento anímico o similar. Durante algo más de un año dejó de ser el dinosaurio que protagoniza el microcuento eterno y maravilloso de Augusto Monterroso.
Y claro, los agoreros, los cenizos de siempre, los especialistas en todo, pusieron sobre la mesa esa gran teoría que han construido a lo largo de los años sobre Rafa Nadal: es un jugador que depende en demasía de su físico, porque lo que se dice técnica, pues eso, no es comparable con... y patatín patatán. Esa teoría la hemos escuchado en demasiadas ocasiones, y muchos de los que la pronunciaban parecían esconder un deseo, una especie de anhelo, no sé cómo definirlo, porque ese momento llegara. Y lo cierto es que pareció llegar, en ese 2015 terrible en el que Nadal, como ese novelista que se enfrenta a la pantalla en blanco tras haber escrito... sigue leyendo en El Día de Córdoba

martes, 12 de septiembre de 2017

EL SECRETO DE LAS CANCIONES


Nos hemos creído a pies juntillas lo de la sociedad de la información y nos creemos en el derecho, algunos hasta en la obligación, de saberlo todo. Pero todo, absolutamente todo. Y todo, lo que se dice todo, nunca lo sabremos, y yo me alegro de que sea así. Una vida sin misterios, sin ángulos muertos, una vida transparente, como cuenta Loriga en su última novela, Rendición, no me estimula. Es más, me repele, fatiguita que me entra. No la quiero. Y queremos saberlo todo, tal cual, la literalidad de las cosas, con su libro de instrucciones incluso, y es que tampoco queremos interpretar nada, que nos lo cuenten de principio a fin. Qué combinación más aburrida, tediosa, qué le dejamos a nuestra cabecita, entonces. Rempláceme el cerebro por un disco duro, y con muchos GB, ya puestos a almacenar. La llegada de la abstracción a la pintura puede que acelerara este proceso de incomprensión voluntaria. No lo entiendo, gritamos, reivindicamos, y es que puede que no haya nada que entender. ¿Por qué hay que entenderlo todo? ¿Por qué todo se tiene que ajustar a un corsé, a un patrón, seguir un esquema? La vida, y muy especialmente la cultura, no es la caja de una sucursal bancaria que tiene que cuadrar al céntimo cuando la jornada termina. Disfrute lo que ve, interprete, lo que le dé la gana interpretar, disfrute la canción. Oh, las canciones.
No sé si por moda o por casualidad, en los últimos meses no ceso de escuchar interpretaciones, investigaciones y hasta sesudas disecciones de esas canciones que más nos han marcado por tal o cual motivo y que conforman la escaleta de la banda sonora de nuestras vidas. ¿Qué querían decir los Beatles en Lucy in the sky with diamonds? ¿Un viaje lisérgico, un amor no correspondido, un desvarío, en realidad no quiere decir nada? Qué más da, disfruto y amo esa canción, y las interpretaciones las dejo en todas las emociones que albergo cada vez que la escucho. Y El muro de Pink Floyd, que por cierto es una de sus canciones menos brillantes, qué quiere decir, qué representa. Y una interminable retahíla de interpretaciones a continuación, del erudito y del analista de tres al cuarto. Puede que como directa consecuencia del apogeo y fulgor que vive el género negro en la actualidad, la obsesión por desentrañar las entrañas de las canciones roza cotas detectivescas, profundas investigaciones que bien podría protagonizar Sam Spade o la mismísima Clarice Starling. Siguen buscando a la chica de ayer” que inspiró la mítica canción de Antonio Vega y han enviado a una pareja de investigadores a La Habana para que encuentren a la auténtica Flaca, la que protagonizó la célebre canción de Jarabe de Palo –¡Pau, mucha fuerza!-. Que Paco Lobatón busque a Lucía, la que inmortalizó Serrat, y a la que tantas y tantas niñas le deben su nombre. ¿Quién es realmente John Boy, que estoy que no duermo? Y de paso que busquen a la María de Ricky Martín y hasta a la Macarena de Los Del Río. ¿Por qué ir a Soria y no a Berlín? ¿De verdad Jagger y Richard mantuvieron un encuentro con el Diablo? Que alguien me explique eso de la lluvia púrpura, que yo nunca la ha visto. ¿Lou Reed lo decía en serio o era una metáfora? Libro de instrucciones para entender Insurrección de El último de la fila, que lo que me han contado no me gusta.
Dicen que San Agustín lo intentó, entender todo o entender lo más complicado, y se quedó contando los granos de arena de una playa, y ahí sigue el pobre con su tarea, menos mal que le pusieron un chiringuito. Los espectadores que acuden a ver la actuación de un mago se dividen en dos: los que intentan descubrir, a toda costa... sigue leyendo en El Día de Córdoba

jueves, 7 de septiembre de 2017

HORMIGAS Y BOLARDOS


Toc toc, despierta, que es septiembre. Ya estoy, ya estoy. ¿Sí? Pues abre los ojos. Los abro. Y frente a mí un nuevo coleccionable que coleccionar en sus dos primeras entregas, que luego cambia de precio y ya no trae cuenta. Frente a mí los estuches, las mochilas, los libros por forrar, rotuladores, lápices y reglas, atrezzo escolar. Frente a mí los cromos de la Liga, Asensio colando goles estratosféricos, bufandas y camisetas, himnos y escudos. Frente a mí la tarjeta del gimnasio, mi primer gimnasio, mi primera vez frente a esos terroríficos aparatos que te desafían entre una nube de sudor. Frente a mí la realidad, este hoy que bien podría ser un eco de ayer, pero que no deja de ser el portal de ese futuro que imaginamos o deseamos. Las alarmas han despertado, despertándonos a todos, cinco minutos más, suplicamos, y como estrictas merkeles, incluso como thatchers de acero y fuego, repiten su letanía. Aquí estamos, aquí seguimos. Como cantaron el Dúo Dinámico, banda sonora de esa serie que nos acompañará el resto de nuestras vidas, sin o con reposición al canto, el verano se va, se acaba, volvemos a tener control horario, volvemos a entregarnos a los días y sus cosas, aunque en verdad nunca dejamos de hacerlo. Tal vez creer lo contrario sea suficiente. Sí, se va el verano, y nada me gustaría más que el resumen del verano fuera otro, bien diferente. El verano de Neymar, no me habría importado, sin pudor le habría adjudicado el papel protagonista, en esa comedieta de dinero, bochorno y especulación en la que se ha convertido el fútbol. No quiero recordar la cifra porque me parece tan obscena y desmedida que proclamarla lo entiendo como haber caído en la red de la codicia. Eso sí, impagable la imagen de esos dos abogados, como sacados de una secuela de Fargo, que cargaban el dinero en una maleta, a las puertas de la Federación.
Sam Shepard, a pesar de la tristeza de su pérdida, maldita ELA, podría haber sido un digno protagonista para este verano que se nos va. Recordar sus películas, recordar sus libros, sus poemas. La buena suerte consiste en caer del lado izquierdo del Azar. Durante años quise ser Sam Shepard, una especie de Leonardo contemporáneo: magnífico actor, brillante escritor, capaz de enamorar a la Jessica Lange más deslumbrante, ¿qué más dones o habilidades puede tener un hombre? Y, por supuesto, me habría encantado que la gran noticia de este verano hubiera sido la de esa hormiga, solitaria y minúscula, recorriendo el busto de la Dama de Elche, esa Princesa Leia originaria e ibérica. Una hormiga que, como Tom Cruise en cualquiera de sus misionesimposibles, ha desafiado todo lo desafiable y se ha colado en esa escafandra hermética con la que la valiosa obra pretende ignorar el tiempo y sus poluciones. Una diminuta e insignificante hormiga que ha acaparado las portadas de los informativos, cumpliendo así el sueño de la otra célebre hormiga, la Atómica. Habría sido la protagonista veraniega más insospechada de cuantas hemos tenido a lo largo de los veranos... sigue leyendo en El Día de Córdoba

domingo, 3 de septiembre de 2017

4 3 2 1... PAUL AUSTER


Recientemente, a principios del pasado mes de agosto, he regresado a Nueva York. Por una de esas carambolas muy complicadas de argumentar, gracias a un amigo editor, miembro de una enorme y errante familia judía con raíces en medio mundo, inicié el viaje con la ilusionante posibilidad de conocer a Paul Auster; te recibirá sin problemas, podrás tomarte un café con él, me dijeron. Una vez en Nueva York, superado el somnoliento jet lag del primer día, siguiendo las instrucciones de mi amigo, concerté una cita con el agente del escritor, muy cerca del Distrito Financiero. Me recibió un tipo cordial, aunque escueto de palabra, que me informó de que Auster no se encontraba en la gran ciudad, está fuera del país, en Europa, creo que entre España y Portugal. Paradojas del destino: Auster se encontraba donde yo había iniciado mi viaje. Sin embargo, la noticia no menguó la emoción que Nueva York me regalaba cada día, y disfruté cada minuto. De vuelta a España, como el peregrino que ignora la distancia y los posibles peligros, recorrí durante tres largos días las playas y pueblos de la costa onubense y de El Algarve portugués hasta que por fin encontré a Paul Auster. Lo encontré al mediodía, hacía calor ese día y el cielo desplegaba un azul intenso y ceremonialmente celeste, en un pueblecito costero y marinero –Fábrica-. En un restaurante con techo de cañizo y suelo de arena, acompañado de una mujer rubia y delgada, Auster, con pantalones cortos y alpargatas, comía sardinas y bebía vinho verde. Lo vi desde la distancia, distraído y silencioso, concentrado en cada bocado, y tras aparcar mi automóvil, y sin saber aún lo que le iba a decir, me acerqué hasta su mesa.
Auster trató de entender mi inglés macarrónico con gesto asustadizo, y acercó su mano hasta la mía con moderada afectividad. Tras los iniciales instantes de confusión, no recuerdo si él fue quién me lo indicó, tomé asiento a su lado. Le expliqué, afortunadamente su compañera hablaba español y ejerció de traductora, que soy un novelista español, que autores como él me habían empujado hacia el mundo de las letras, que lo leía desde la adolescencia, que me parecía uno de los grandes escritores contemporáneos. Hablaba con nerviosismo y prudencia, tratando de no caer en la euforia del fan adolescente, aunque esta euforia estuviera presente en mi interior. No miento, tampoco exagero: Auster me escuchó con atención, con una media sonrisa inquietante balanceándose en sus labios. Me sorprendió al confesarme que le gustaría leerme, que le encantaría acceder a alguna de mis obras. Preparado para tal circunstancia, le entregué mis dos últimos libros publicados y el manuscrito de mi nueva novela, aún con título dubitativo. Paul Auster se detuvo un instante en contemplar las portadas, y, a modo de despedida, me emplazó a vernos dos días después, en el mismo lugar. Por la noche soñé el nuevo encuentro, en el que Auster me piropeaba, equiparando mi nueva novela a cualquiera de las suyas. El sueño concluyó de forma brusca, sonó el despertador. La lluvia devoraba los rascacielos, el humo escapaba de las alcantarillas. Busqué el papelito con la dirección del agente de Paul Auster en Nueva York, muy cerca de Distrito Financiero, lo leí muy despacio y lo volví a guardar en mi bolsillo.

martes, 1 de agosto de 2017

EL CÓNSUL MÁS IGNORANTE Y MALEDUCADO

Qué pesaditos, maleducados e ignorantes son los de siempre con sus insultos hacia Andalucía y los andaluces. Un día es Esperanza Aguirre, otro Ana Mato, no nos olvidemos de Montserrat Nebrera, que también tuvo su día, y ahora le ha tocado el turno a este cónsul de tres al cuarto y de trayectoria incierta. Hace unos años, en un sarao, alguien me dijo que tenía muy “poca gracia bailando” para ser andaluz. Así, haciendo amigos. También recuerdo sutiles comentarios, rebosantes de educación y de sensibilidad, del tipo: “se te entiende muy bien para ser andaluz”, “yo no sé cuándo trabajáis con todas las fiestas que tenéis” o “me ha sorprendido mucho Andalucía, yo creía que todo iba a estar mucho peor”, que tal vez sea la que más me ha ofendido. ¿Mucho peor? ¿Estuvo alguna vez rota? Gracias a las películas y series de saldo, gracias a la ignorancia y a la intolerancia, los andaluces nos encontramos en el podio de los típicos tópicos, los estereotipos, las obviedades y las infamias. Buena parte de las “chicas de la casa”, chicas/mujeres siempre para más inri, suelen ser andaluzas, así como el gracioso de la panda es supuestamente andaluz y, por supuesto, el vago, el fiestero y el cateto, también es andaluz, por descontado. En cierto modo, es como creer que todos los catalanes son unos independentistas y unos peseteros o que todos los vascos se pasan el día bebiendo txakolí o levantando piedras, cuando no le están pegando una paliza a la Guardia Civil. O como pensar que todos los gays son “unas locas”, todas las lesbianas “unas camioneras” o como dar por sentado que a todos los negros les gusta el rap, que los italianos se pasan el día comiendo pasta y que los rusos desayunan vodka. Es lo que tiene el enanismo mental, la ignorancia y la incultura, tal y como ha demostrado este cónsul calamitoso y grosero, que tan lamentablemente nos representa fuera de nuestras fronteras y que, encima, pagamos entre todos.