domingo, 28 de septiembre de 2008

BUNBURY


Conmocionado aún por el concierto de Enrique Bunbury al que tuve la suerte de asistir el pasado viernes, recupero este artículo que publiqué hace un par de años.



Reconozco que nunca le presté atención alguna a Los héroes del silencio, es más: me burlaba de los aullidos de su cantante. De hecho, me lo pasé en grande cuando Raphael interpretó –por llamarlo de alguna manera- el afamado “duende” de la banda aragonesa. Inmerso en una especie de liguilla musical, a los auténticamente modernos, Los héroes no nos gustaban nada, los aborrecíamos –por sistema. Los considerábamos como una especie de Hombres G para pijos siniestros –o algo así, y soy consciente de que la asociación es muy difícil de comprender hoy en día. Esta circunstancia propició que apenas escuchara el primer trabajo en solitario de su vocalista, Enrique Bunbury, Radical Sonora, un trabajo que no dejaba de ser la propuesta y la promesa del zaragozano por escapar de lo que había sido su carrera musical hasta ese preciso momento. A pesar del éxito de ventas, aún asumiendo la decepción de los más fanáticos seguidores de su anterior banda y la conquista de nuevos adeptos, el gran cambio de Bunbury no llegó hasta Pequeño, un disco con multitud de texturas, mezcolanza de estilos y esencias, de formatos, confluencia de influencias. En Pequeño su autor nos indica que no hay fronteras, que no hay límites, que está dispuesto a todo, a dejarse la garganta en un tango con punteo, o con una ranchera distorsionada o aliñando una copla con una tarantela. Después apareció Pequeño Cabaret Ambulante, que no deja de ser la perfecta representación y revisión de la enorme capacidad del zaragozano, y su banda –no nos olvidemos de El huracán ambulante-, sobre el escenario. Flamingos ya forma parte de la historia musical de nuestro país por méritos propios. Una obra que es un monumento al eclecticismo, una sinfonía de las músicas del mundo, un elogio por la innovación y por el riesgo, y un canto hacia lo diferente, que siempre es posible.
Después de varios años de recorrer algunos de los escenarios más importantes del mundo, Bunbury anuncia que nos deja por un tiempo, en plenitud de inquietudes, riesgos y propuestas. A diferencia de algunos compañeros de generación y profesión –y no me refiero a edad biológica-, que se dejaron el burro amarrado en la puerta del baile y el pobre se quedó sordo de tanto decibelio, o que se fueron a echar un cantecito y se les olvidó tirar las migas para volver, Bunbury se ha reinventado/intepretado/burlado/estrujado trabajo tras trabajo, sin miedo al vacío, sin paracaídas, a pleno pulmón. Puede que este atrevimiento sea uno de los enganches del maño con su público, que, canción tras canción, ha buscado una nueva versión de él mismo sin caer en el absurdo, en lo patético o en la repetición. En estos años Bunbury ha compartido tablas y canciones con Calamaro, Jaime Urrutia, Loquillo o Iván Ferreiro. Ha versioneado tangos, copla, milongas o éxitos de los setenta. En este tiempo, el zaragozano ha tomado parte en experiencias tan interesantes –paralelas a su carrera- como Bushido o Los Chulis; ha musicado los poemas de Panero –tarea nada fácil-, y se ha paseado con un show circense por la geografía nacional. Y más: Enrique Bunbury está detrás de una editorial, Chorrito de Plata, que apuesta por jóvenes poetas -especialmente aragoneses-, y ha apoyado la ascensión de nuevas e interesantes bandas como los Elefantes. El pasado año Bunbury publicó su trabajo más personal y arriesgado, El viaje a ninguna parte, que también podría titularse El viaje por la música latina. De nuevo, talento en estado puro, explorador de sonidos, trotamundos de los bulevares olvidados. Bunbury inicia un nuevo viaje, cambia de rumbo –a la deriva de su talento- y solo, sin la compañía de su incansable Huracán, se adentra en lo desconocido –un territorio que le es muy familiar. Pero regresará, seguro, y lo hará cuando comencemos a echarlo de menos. Muy pronto, espero*.


*la espera, por suerte, ha concluido: Hellville de Luxe.

domingo, 7 de septiembre de 2008

LAS BICICLETAS SE VAN CON EL VERANO


Menudo y risueño, con pinta de niño grande, debutó en la Tacita de Plata, entre aroma de sal, manzanilla y tortillita de camarones, en un septiembre como éste. Antes, su fichaje tuvo argumento de culebrón –rocambolesco y sufrido-, y, fiel a su estilo, así se ha ido. Recién comenzada la Liga, las bicicletas de Robinho, bicicletas de fantasía y magia, llegaron antes de que se fuera el verano, como la promesa futbolística y metafórica de un verano eterno. Todavía entonces, el Submarino Amarillo militaba en Primera División, aún no se había hundido en el descenso de los descensos tras ese penalti fallado –que a nosotros nos redimió o que propició nuestra permanencia en la agonía, quién sabe-. Lo dijo alto y claro: vengo a ser el mejor jugador del mundo. Ahora se empeña en repetir el mismo estribillo, aunque la audiencia empieza a mirar de reojo a la presidencia. El romance blanco de Robinho, que tal vez sólo fuera calentura adolescente, que ciega de la misma manera pero no es igual, se rompió definitivamente a principios de verano, cuando el Madrid lo quiso emplear como un cheque a la hora de pagar la alta hipoteca que suponía fichar a Cristiano Ronaldo, ese jugador portugués de pila cargada y mirada de portero en una discoteca de exclusiva zona residencial. El brasileño se sintió malherido y traicionado, le quitó la cadena a su bicicleta, se la colocó alrededor de sus manos y comenzó a mostrarse esquivo, distante y triste; dejó de sonreír. En los últimos días, Robinho se ha empeñado en proclamar, subido en su automóvil de gama alta y luciendo ropa de un prestigioso modisto italiano -¿cobrará por eso también?-, que se trataba de una reactualización del esclavo que conocemos del pasado. Lloraba en los despachos, suplicaba una salida, yo pensaba en Kunta Kinte, que con ese pie amputado no podría ni haber realizado un cuarto de bicicleta, y la verdad es que no encontré el paralelismo por ninguna parte. Cuestión de miopía, o de sensibilidades.
Tampoco sería justo cargar todas las tintas contra Robinho, que el club blanco también ha puesto de su parte, y mucho, para que el brasileño acabe recalando en la Premiere. Cuenta la leyenda madridista que en la época de Bernabéu no existía un jugador del mundo capaz de negarse a una oferta del club blanco –los más exagerados aseguran que llegaban a pagar- y que cuando el avión que los traía, nada más sobrevolar el espacio aéreo español, el comandante les daba la bienvenida y una azafata les entregaba una ramo de flores. Me temo que los tiempos han cambiado, y de qué manera. Calderon y/o Mijatovic, Mijatovic y/o Calderón vienen a ser la versión futbolera o mediática de nuestros delirantes Pepe Gotera y Otilio. En Manos a la obra no hubieran desentonado, me temo, habría bastado con ponerles un mono de su talla y poco más. Cuentan con la habilidad, como reversos de un Rey Midas, de enfangar allá por donde pasan. Hay un refrán español, tan viejo como certero, que los define a la perfección: se mueven como elefante en una cacharrería. En las últimas temporadas, el Real Madrid se ha convertido en un club que vende y que compra lo que le dejan, o a los pocos que aceptan. Me parece especialmente significativo el caso de Cazorla, un tipo de jugador que hasta hace unos años no hubiera rechazado una oferta del club blanco y que hoy se atreve a anunciar su renovación cuando ya se le esperaba en Madrid. Robinho, sin embargo, le dijo que sí desde el principio al Real Madrid, y muchísimos quisimos descubrir un mesías mágico e imprevisible, un bello y poético caos entre tanto fútbol de pizarra y tanto futbol robotizado. Creímos que alguien, un joven chaval brasileño, reivindicaría la esencia perdida, como un juego, como algo divertido que se practica por puro goce. Sólo tuvimos unas pinceladas difuminadas de esa magia; la mariposa, en esta ocasión, no fue capaz de sobrevolar más allá de las alambradas. Como les decía al principio, las bicicletas se irán como este verano que concluye según el calendario, pero que tiene visos de mantenerse durante un buen tiempo entre nosotros, aunque dentro de poco nos inventaremos una nueva ilusión con la que seguir engañándonos. Esperemos que, para entonces, Pepe Gotera y Otilio se dediquen solamente a sus chapuzas.



El Día de Córdoba

sábado, 6 de septiembre de 2008

BARNABY CONRAD, UNA PASIÓN ESPAÑOLA (epílogo)



Miro de reojo hacia el palco, el presidente juguetea con su reloj. Antes de que asome su pañuelo blanco que ordena al clarín que entone el temido aviso, me despido. Como uno de esos jóvenes toreros, sediento de gloria y enfermo de pasión, que se atreve en su primera actuación en público a emular los pases inventados por los grandes maestros, copio con descaro al maestro Hemingway en su despedida de la citadísima Muerte en la Tarde.
Si yo hubiese podido conseguir que esta biografía fuera realmente una biografía, habría procurado que lo contuviese todo; las calles de San Francisco, cuándo te dije que no te llamaría cobarde, las arboledas de cada mañana, el olor a colegio y cebada, cinco dólares, el sudor del cuadrilátero, los primeros besos, ese pedazo de Montana que es el cielo de un niño, Big Tumber, el rescoldo del fuego, las clases de piano, la electricidad de un rodeo, un dormitorio invadido por una ventana, Panamá es lo que ves allí, iremos todos juntos, la tragedia de un hermano, el girar de una ruleta; el llanto de los niños de Tijuana, el tequila comprado en la madrugada, el sexo de Ofelia, no puede ser que sea la madre, lo es, hombres que cruzan la frontera, el polvo de El Rodeo, el tacto de una muleta, los sueños de un amigo, los amigos con sus uniformes de la Marina, códigos secretos en Washington, la noticia de un destino, el sueño de un destino. Estaría también en esta biografía el sonido de los tranvías que atraviesan la Alfama, Portugal no era una fiesta, bailaba a su propio ritmo, una canción lenta y brumosa, que te abraza a dos mujeres, la Guerra no se escucha aquí; el Consulado de Vigo, húmedo y oscuro, puerta de un nuevo mundo, el petróleo español que alimenta la barbarie nazi, los visados que crujen entre los dedos, las mañanas aburridas mientras el mundo es una noria, que gira y gira, que gira y gira, el periódico que narra las gestas de un héroe; un tren lento y fatigado que atraviesa la Meseta, el ganado que se asusta, que trota sin dirección, mientras un hombre contempla ese tren que atraviesa la Meseta, buena tierra, seca y dura, amplia, hasta donde los ojos llegan. Y estaría Madrid y sus chicas Topolino, y el resquemor que deja el vino barato en la garganta, una visita a Galerías Preciados y una madrugada en la Gran vía, solitaria y callada, con el olor aún del gasógeno, tras una noche en Chicote, qué guapa la cigarrera, y despierta, muy despierta, qué me vas a contar, un botellín de cerveza a las puertas de Las Ventas, saca el pañuelo que lo vamos a sacar a hombros; y estaría el Parque de María Luisa, con todos sus árboles, que son miles, y todos cuentan con su propia historia, un bosque de historias y personas, el Consulado queda cerca, algunas ramas se le cuelan por las ventanas, el Costurero de la Reina, pero ésa es otra historia, cualquier día te la cuento, me la cuentas ahora, ahora nos vamos a tomar la penúltima, siempre la penúltima; cigalas envueltas en papel de estraza, manzanilla en rama, el trajín de la calle Sierpes, el tacto del mármol blanco, los farolillos de la Feria, el sonido de una guitarra, el suspiro de una saeta, el homenaje en el cementerio de la Salud. Volver a vivir todo eso; el descubrimiento de un país que parece no llorar sus heridas, el miedo a lo desconocido, las playas en el río, los aguadores junto a la Catedral, los animales de la Alfalfa, los churros que se escurren por las mangas, un traje corto que escuece las rodillas, el miedo, el miedo, siempre está el miedo, aunque lo espantes con una copa de brandy, los burdeles de Santa Cruz, vengo a conocer a las niñas, la costa que te regala un minuto de infancia, me puedo ver en casa, Serranía de Ronda, la motocicleta asmática de cansancio, el torero perfecto que dejó su valor en una botella de fino, la Torre del Oro y sus buenos recuerdos, morena y con mantilla, la vista desde la altura, el Mediterráneo, que es un mar asequible y viejo, un proyecto de océano, calle Larios, chanquetes y espetos, el sabor de la sal carbonizada, el vino dulce, las calles de Torremolinos antes de que fuera Torremolinos; varios hombres, paso lento, quiénes eran esos hombres, qué hacían esos hombres, por qué esos hombres, el humo en los ojos, el viento en la cara, el viaje, cómo fue realmente el viaje, el sonido de la gloria después, el sonido más lindo, yo lo creí escuchar una vez, pero aún seguía dormido; una mujer con alma de torero, torero de los grandes, la admiración, la curiosidad, las estrellas en sus ojos, el amanecer en sus ojos, el mar en sus ojos, he creído haberlo visto, pero sé que no lo he visto, siempre estaré aquí. Y haría falta regresar en el tiempo escondido tras una máscara de normalidad, aplaudir en los tendidos, dejarse atropellar en Pamplona, saltar sobre el burladero, sentir miedo de verdad, los cuernos de un toro muy cerca del vientre, conquistar a una mujer desde una ventana, retocar el color nebuloso de unos ojos, meter las manos en la pecera, contar los segundos que puede durar una tragedia; caminar sobre el barro, encender un cigarrillo con una vela, vomitar la diversión de una noche, esconder el cuerpo cuando la fiera avanza, abrazar el recuerdo del amigo fallecido, tomar un anís en Los Corales, volar sobre las praderas, despertarse sobre el océano. Y no hay nada en esta biografía de los camareros repeinados que atendían las tabernas, de la comida tras la tienta, tras el miedo, de un niño que merodea entre los establos, de un frío y gris despacho en Vigo, de la máquina de escribir que odiaba utilizar, de los impresos garabateados con tinta acuosa, del sentimiento tras una noche de alcohol y barbitúricos, del dolor de la despedida, del dolor que es la muerte de un hermano, un dolor terrible; de las calles de Málaga, de las calles de Barcelona, del Puente de San Francisco, de la soledad en un camarote, del rastro de unos labios que no se vuelven a besar, de la pólvora que huele el suicida, del pasodoble que quisieron escuchar y que la banda no interpretó, de aquellos trofeos que los críticos se inventaron, de los contratos pactados, de las reglas incumplidas, de las promesas incumplidas, de los sueños incumplidos; de ese rubor que es un instante permanente, de la sangre que brota tras la herida, de una blanca y oscura habitación de hotel, de lo que nunca escuchó el amigo muerto. Y luego podíais pasear por el Parque de María Luisa, Paseo de las Delicias, una mañana de primavera, Colón, Sierpes, Embajadores, Campos Elíseos, Séptima Avenida, Coliseo Romano, río Guadalquivir, los barcos que parten más allá del océano, por las calles de Lima, La Legua a lo lejos, chavales despeinados que se arrojan a las vaquillas, camino del aeropuerto, de nuevo te encuentro, nunca me he ido, por el aliento del maestro tras una noche de alcohol y discusiones, sigue siendo como siempre, por las avenidas de Nueva York, el regreso de los guerreros, algunos mutilados, todos perdedores; por las calles de una ciudad que me es desconocida, aunque siempre la recordaré, la recordaré en mi cuerpo, en mi dolor y en tus palabras, por los pasadizos del México desconocido, el de las calles perdidas y las mujeres sin nombre, el alcohol que se desparrama por las paredes, la ciudad de los gringos locos e insensatos, van a matar a ese gringo, por la Santa Barbara del descanso, de los escritores, de un hombre agarrado a un pincel que rescata sus recuerdos sobre el lienzo. No volveremos a Villa Inocencia, sus raíces se confunden con los cimientos de esas urbanizaciones que se anuncian en un periódico, ni a la barra de El Matador, que olía a Marilyn, y que conservaba el eco de Sinatra y los gritos de Capote, ni al rancho de Hunt, testigo de un final, testigo de un abandono, ni a las puertas cerradas del Consulado en Sevilla, ni al de Vigo, ni al de Málaga, abandonados, desmantelados, olvidados, ni a los amaneceres de Tijuana, ni a la cama de Ofelia, ni a las tientas en invierno, ni a la baranda del carguero ni a la pajarería ni a la orilla del mar ni a esa Feria oscura y callada ni a las misas de siete. Y en el Consulado Americano, vestido de torero, con sombrero cordobés, recibía al bueno de Sidney Franklin, no llegan los contratos, seguro que esta temporada es la tuya, asomado a la ventana, preparo café, no le dijo su nombre, la toalla colgando de una barra, en Lima, en Perú, barrio de Miraflores, la señora Herrera, su casa, sus encajes en los visillos, en el hotel, el sonido de un piano que es el mismo sonido de cada noche, cada vez que la toco pienso en ti, en ese taxi se fueron seis meses, perdidos para siempre, en el horizonte, entre las astas de los toros, un hombre montado a caballo, como un general ante su ejército, las mañanas de los sábados, el pan junto a la chimenea, los libros sobre la mesa, en el dormitorio con ojos al mar, cierra la ventana, nos pueden ver, y el mar se colaba, cada noche, cada mañana, en un coche que devora la carretera, no llegamos, no llegamos, se nos muere, se nos muere, un cuadro por concluir, la chica que corre sobre la pista de tenis. ¿Qué más podría contarles de Barnaby Conrad?

Barnaby Conrad, una pasión española (Fundación José Manuel Lara, 2006)

EL BATALLÓN DE LOS PERDEDORES (fragmento)



En el primer encargo de don Arturo Ballesteros, en lo que fue el libro de su vida, lo que peor llevé fue el convivir con la ansiedad que me generaba estar a la altura, entregar el texto a tiempo, que le gustara lo que había escrito, que lo comprendiera, todas esas cosas. En este segundo encargo padezco nuevamente todas estas circunstancias que me generan una gran ansiedad, y añado todas las nuevas que pueda acarrear mi primo Ramón. Acorralado, me encuentro en sus manos, dependo de él, aunque luego yo retoque lo que me entregue, claro, y le proporcione densidad literaria y perfile la personalidad de los personajes. Todo eso es fácil, con una semana me sobra, pero si tengo una base, ese primer borrador… de momento, no tengo nada.
También me genera ansiedad el hecho de que tal vez mi primo Ramón no se haya tomado demasiado en serio el encargo, que no soporte su dosis de presión y, por tanto, de ansiedad. Bajo esta presión se han creado grandes obras maestras de la Literatura universal, y podría citar cientos de ejemplos que lo atestiguan*.
Lo que no puedo en ningún caso es sumar todas estas ansiedades, estrés lo llaman ahora, muy de esta época, y provocarme una enfermedad yo mismo. He de actuar como un mediador, como un coordinador, mejor, y coordinar el trabajo de Bea y Ramón, con el mío propio, antes de entregárselo a don Arturo Ballesteros. En realidad lo mío es algo muy actual, muy de la especulación inmobiliaria, y lo que hago es subcontratar el trabajo porque lo único que cuenta es el resultado final. Y si el edificio queda bonito, qué más da que el aparejador no supiera hacer la O con un canuto.
Marco el número de teléfono de mi primo Ramón.
-Sí… -responde Bea, parece cansada, dormida, o sea: los he pillado en la cama.
-¿Puedo hablar con Ramón? –pregunto sin identificarme.
-Está en… la ducha –miente mal Bea, pero lo hace muy bien, al mismo tiempo, con mucha insinuación barata, mucha guarrería de madrugada en los asientos de atrás.
-Soy su primo Germán…
-No te había reconocido... –la voz de Bea se vuelve más grave, menos dulce- estuvimos trabajando hasta tarde en el encargo…
-Ya… -no sé qué decir.
Las mujeres que me gustan mucho me dejan mudo, me impresionan, me transforman en un ser pequeño y débil. No creo que sea yo una excepción, le pasa a buena parte de los hombres, de los hombres que yo conozco.
-Estamos encontrando una información valiosísima, que se adecua perfectamente a la historia creada por Ramón. Vamos a combinar documentación e imaginación en partes iguales, una obra rigurosa y entretenida al mismo tiempo –ha tomado impulso Bea y cada vez habla más rápido.
Sería un buen fichaje para la editorial, no me cabe ninguna duda.
-Dime, Germán, que me has cogido bajando la basura –es más fácil pillar a un mentiroso que a un cojo.
Imagino a mi primo con andares de pingüino, intentando colocarse los pantalones.
-Te llamaba para comentarte que necesitamos la obra para finales de octubre –soy tajante.
-Pero, primo, para eso queda poco más de un mes… -la voz de mi primo es más aguda, amanerada, cuando se altera.
-Ramón, no soy yo el que marca estos plazos, como comprenderás… además, ahora cuentas con la ayuda de Bea, y os quedáis hasta tarde trabajando, por lo que supongo os cundirá mucho el trabajo y ya habréis adelantado una barbaridad… -no puedo esconder un cierto tufo a celos en mis palabras.
-Hombre, sí, la cosa va rápida, pero como para un mes no sé yo qué decirte… -se defiende mi primo como puede.
-Bueno… yo sé que sí…
-Esperemos…
Aquí es cuando tendría que ser más contundente –imponer mi autoridad-, y no lo soy.
-Aprovecho para decirte que han publicado un libro de la Guerra Civil escrito por Sánchez Ferlosio… -digo.
-¿Y ese quién es? –qué atrevida es la ignorancia.
-Ramón, coño, el de El Jarama –respondo.
-¿El de qué? –sin pudor.
-El último premio Cervantes –apostillo.
-No, no, yo no sigo esos premios, seguro que están dados de antemano y lo único que hacen es reírse de toda la gente que se presenta, que se deja el dinero en la fotocopiadora… -dice Ramón y se queda tan tranquilo.
No le explico nada a Ramón, creo que Buenaventura de segundo apellido, y le vuelvo a repetir la fecha de entrega.
Tras un breve paseo me planto en la sede de la editorial, donde me aguardan cinco manuscritos, dos novelas y tres poemarios, que han superado la criba del comité de lectura. Debería haber tomado la decisión hace ya un par de meses, pero me encanta demorarme, hacerles padecer a los autores aspirantes lo que yo tanto he padecido. Además, las cosas que más cuestan, que más tardan, más se disfrutan, o algo parecido me solía repetir mi madre.
La Medusa, físicamente, se encuentra en una callejuela del barrio antiguo. No es un lugar concurrido, todo lo contrario, de los portales se escapan los sonidos de la televisión, los canturreos de las mujeres, el silbido de las ollas a presión; todos esos sonidos y olores característicos de cualquier mañana en mi ciudad. O tal vez sean característicos de cualquier ciudad.
Aún me restan cinco o seis metros para llegar a la editorial cuando compruebo que la puerta comienza a abrirse. Me detengo, y me cuelo en un portal de enfrente. Atónito, descubro quién sale de La Medusa: Carlos Fuertes, el dueño de La Kurda.
Antes de iniciar el camino, el grasiento poeta inédito comprueba que no haya nadie en la calle, se gira, le dice a Genaro algo al oído que no llego a escuchar, ríen, sonríen, y rozan levemente sus labios (se dan un piquito, que es más moderno).


El batallón de los perdedores (Berenice, 2006).

Segunda entrega de la Saga Malaleche

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA FIESTA TAPATIA (Nueva reseña mexicana de Guadalajara 2006)


Germán Buenaventura, en su segunda noche en Guadalajara, tras comer unos tacos y unas quesadillas que le dejaron el estómago agujereado y que encendieron, y de qué manera, sus hemorroides, acompañado de cuatro poetas y dos narradoras entró en un local nocturno, cercano al hotel, donde una banda, ataviados los músicos con blancos uniformes al más puro estilo tradicional, interpretaba unas rancheras agitadas y convulsas que comenzaban con unos compases muy similares a los que se pueden escuchar en las agrupaciones del Carnaval de Cádiz, pero a lo bestia.”Este párrafo da una buena muestra de lo que la novela Guadalajara 2006 (Córdoba: Ediciones Berenice, 2007) del cordobés Salvador Gutiérrez Solís (1968) podría causarle al lector mexicano, en especial al tapatío, respecto de la ciudad y su vitoreada Feria Internacional del Libro. En El telón, Milán Kundera explica los dos tipos de provincianismos literarios, más o menos así: el provincianismo cultural de las naciones grandes (como Francia y Estados Unidos) es ególatra, autosuficiente, se basta a sí mismo de tal modo, que hace pensar a los suyos que no hay literatura que valga más allá de sus fronteras; por el contrario, el provincianismo de naciones pequeñas se sintetiza en la timidez, en la idea de que todo lo culturalmente valioso ocurre en cualquier otra parte, menos en su tierra. Lo traigo a colación porque puede leerse Guadalajara 2006 con dos disposiciones no sólo distintas sino opuestas. Así como muchos charlan o discuten con compatriotas acerca de la idiosincrasia del mexicano como en una enajenación instantánea, exceptuándose como si sus disertaciones atinadas los despojaran por un rato de su nacionalidad; y así como hay, por un lado, quienes pueden identificarse con peroratas de extranjeros, como si sus juicios antropológicos fugaces resumieran lo que es la mexicanidad para el mundo entero, y como también hay, por el otro, quienes —con un purismo intransigente— se crispan al oír que un forastero opina sobre nosotros, como si el tema se reservara el derecho de admisión: así, igualmente, el libro puede generarles urticaria a los que crean que solamente es un aluvión de ignorancias, sandeces e insultos; o puede resultarles refrescante y bienintencionado, en función de que es un texto sin malicia, sí, pero sobre todo sin la ambición —vaya excepcionalidad— de quedar bien con los organizadores de la Feria. Es decir, puede leerse de manera provinciana, en un extremo o en el otro, o hasta en grados intermedios.Cuenta el autor: “Los días previos preparé el viaje como se merecía el acontecimiento. Alquilé en el videoclub de la esquina Como agua para chocolate y Amores perros, y compré en el mercadillo una copia estupenda, sin gente paseándose por delante de la pantalla ni tosidos, de El laberinto del fauno. […] La copia de Babel no contenía ningún archivo, a veces pasa. También me compré, en el mismo mercadillo, y también me salieron la mar de buenos, los cedés de Paulina Rubio, Julieta Venegas, Maná y Shakira. Después me enteré de que Shakira es colombiana; de por allí, en cualquier caso. Los de Luis Miguel no hizo falta que me los comprara, que mi mujer, Patricia, los tiene todos […] Hice que me enviaran al periódico los libros de Carlos Fuentes, Volpi y Padilla, que por esas fechas acababan de publicar. Con todo esto quiero decir que me mexicanicé […] También me esforcé en diferenciar un taco de una enchilada y un sincronizado de una quesadilla, vaya que metiera la pata en un restaurante.” Lo dicho hasta aquí podría ser considerado un manojo de puntadas con pose ingenua, pero ahora viene la verdadera prueba, la de la auténtica blasfemia: “Empecé a leer a Juan Rulfo, del que se hablaba mucho por los líos del premio que lleva su nombre, y me aburrí sobremanera. Una literatura muy costumbrista, para mi gusto, que yo me considero un escritor de mis días”.El caso, como se habrá deducido ya, aborda la edición 2006 de la Feria Internacional del Libro, dedicada a Andalucía (la cual cerró con un perfecto recital de Joaquín Sabina que abarrotó el Expo Foro), que trajo a Salvador Gutiérrez Solís acá.La novela no se constriñe a un solo narrador, sino más bien, al estilo de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, es un ramillete de textos firmados por distintos autores apócrifos, y el principal de ellos es Germán Buenaventura, alias El novelista malaleche; pero de cualquier forma el resto, salvo algunos pequeños detalles que hilvanan sus supuestas personalidades, mantiene la esencia estilística, lo que vuelve cómoda la lectura, pues no podría sostenerse como una novela coral: lo que vale es, digamos, el concreto diario del viajero.Todos los (frecuentes o esporádicos) asistentes a la FIL sabemos de cierto que la feria ha degenerado en un carnaval donde los autores famosos buscan constatar su fama ante otros famosos, donde la sobreoferta de funciones literarias se asemeja a la sobreoferta de películas en un centro comercial, y donde, paradójicamente, nadie lee mientras dura. Xavier Velasco, Santiago Roncagliolo, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y los infumables del Crack, entre muchos, se prestan cada año, jubilosos, a pulular por los salones de la Expo repitiendo las mismas ocurrencias que les funcionaron en otras ponencias, y hasta le hacen cápsulas a Carlos Loret de Mola, de una ridiculez que, si no fuera por su fama, al verlas nadie podría inferir que se trata de grandes escritores (aunque es obvio que los del Crack no lo son).Exceptuando a Juan Villoro —quien al finalizar la vigésima Feria Internacional del Libro escribió un artículo (en viernes, en Reforma) en el que confesaba que hubo un momento en el que el agobio lo venció, se sentó en el suelo de un pasillo, y comprendió que todo ese sainete está muy lejos del ejercicio real de la lectura, y de la literatura en sí— no hay escritor Invitado Frecuente que no se deje seducir por las mieles del evento y, por ende, calle cualquier opinión que pudiera surgirle respecto a los usos alegres que hacen Raúl Padilla y su séquito del presupuesto de la Universidad de Guadalajara.Por eso, leer a Salvador Gutiérrez Solís es un oasis en medio del desierto de voces, o de la neblina de textos, que siempre terminan ofreciendo la visión más ofuscada, optimista, barbera y culterana de la FIL. El también autor de El batallón de los perdedores (cuyo narrador-protagonista es el mismo de Guadalajara 2006) simplemente ofrece un parte de lo que vio: los tumultos, el desorden, la gloria efímera de algunos colegas suyos y nos dice cosas, desde allá, como —por dar un solo pero buen ejemplo— lo que cada año comprobamos en nuestro fuero interno: que las edecanes más apetecibles, de entre todas las editoriales, son las uniformadas con vestiditos azules entallados, de Océano.Con una sinceridad que se agradece —aun siendo ficticia—, Gutiérrez Solís confiesa los pasos que tuvo que dar para ser invitado: “Febrero de 2006: Germán solicita una entrevista con la responsable de la Administración por la presencia andaluza en la feria mexicana. Germán, durante la entrevista, edulcorada, de auténtico lucimiento para la política, se muestra en todo momento más que amable […]“Abril de 2006: Germán descubre […] que no está incluido en la primera lista de autores invitados al ciclo mexicano. Germán se pone en contacto con la Administración y le ofrece la posibilidad de editar una antología de narrativa y poesía andaluza contemporánea, de forma desinteresada —o sea, sin subvención—, para presentar en Guadalajara. La Administración le informa, para pesar de Germán, que la Universidad de Guadalajara ya está realizando ambas antologías. “Mayo de 2006: Germán Buenaventura lanza el bulo de que está escribiendo una novela, Viaje de ida y vuelta, en la que narra las relaciones entre una chica mexicana y un chico andaluz. “Agosto de 2006: Germán Buenaventura recibe respuesta de la Administración, a pesar de las fechas veraniegas. ‘Tras estudiar su propuesta, hemos decidido apoyar el viaje y la estancia de dos miembros de la editorial, así como de dos autores de la misma’.”La intriga de la novela (el robo de una laptop, que contenía una obra inédita, en uno de los hoteles sede) en realidad nunca estremece; sin embargo, algunos pasajes son más que divertidos, como uno en el que cierto grupo de autores tímidos, por querer ir al burdel más despampanante, terminan en un bodegón clandestino pletórico de trasvestis.Mención aparte merece el discurso de Gutiérrez Solís acerca del guaysmo, que viene a ser —toda proporción guardada— el equivalente al dedicado por Milan Kundera al kitsch en La insoportable levedad del ser. Dice: “Lo contemporáneo es un modelo en extinción, la actualidad no basta, el ahora ya es parte del ayer, ya no es ahora, ha dejado de ser. Los modelos caducan cada segundo, su utilidad es efímera. ¿Cuál es la medida, dónde está el punto de equilibrio? Muchos han querido encontrar la respuestas en lo que yo defino como el guaysmo, y que no deja de ser un falso y estúpido modernismo que asola el mundo. Es la plaga más global de cuantas hemos conocido.”No se trata, como en ningún otro caso, de estar de acuerdo —¡ni de lejos!— con el autor en sus posiciones, opiniones, héroes y villanos, pero el hecho de que no ande con cautelas y medias tintas, y derroche su veneno —sea contra los mariachis, la FIL, o hasta para lo que él llama el guaysmo—, es ya un remanso divertido entre tanta politiquería correcta.



Rodolfo García Mateos

Revista Replicante


lunes, 1 de septiembre de 2008

SEPTIEMBRE



Septiembre, sí, otra vez. Cuando Gasol y compañía se lo pusieron tan difícil a los americanos –mientras las cafeteras pitaban en las cocinas de media España- aún faltaba una semana para que terminara agosto. Del heroico frontón de Nadal ha transcurrido ya un río de noticias, accidentes y fichajes. Una semana es todavía mucho tiempo, una cuarta parte de las vacaciones, nos dijimos muchos. Cada cual se las ingenia como puede para alimentar el optimismo y tratar de darle esquinazo a la realidad. Pero la realidad siempre está ahí, jamás se olvida de nosotros. La realidad del 31 –fatídico número por una vez-, último día de agosto. Y, sobre todo, la realidad, cruel, deseada, maldecida, esperada, es la que marca el calendario, y la terrible hoja de septiembre aparece ante nuestros ojos. Septiembre siempre será una realidad, que cada uno la adjetive como le dé la gana. En las costuras de los asientos de nuestros automóviles, en las esquinas de nuestras maletas, en los bolsillos de los pantalones, en esa cartera que sólo utilizamos una vez al año, permanecen esos polizones disfrazados de recuerdos que certifican lo que ha dado de sí este maldito y bendito mes de agosto que termina mucho antes de lo que desearíamos y que tarda en llegar mucho más de lo que quisiéramos. Arena de la playa, una traviesa ramita, un billete de Metro, un posavasos de colores llamativos, el plano de un museo, cientos de fotografías que nunca trasladaremos al papel, una película de videocámara. El regreso es más ingrato, no cuenta con los alicientes y expectativas de la ida, no esconde ninguna sorpresa: sabemos lo que nos aguarda. El agua que dejamos en el salón y en el dormitorio se ha evaporado, fabricando una neblina amarillenta en ese bol que empleamos para las ensaladas. Una planta no ha resistido los rigores del verano, ¿no me dijiste que le habías dejado un plato lleno? Sobresaltamos a la lavadora con trabajo extra tras un mes en el limbo, en las primeras vueltas bosteza el despertar de su gran sueño. Facturas y folletos publicitarios que se agolpan en el buzón.
Septiembre suena a canción, en diferentes idiomas y estilos; bonito título para una película, hagamos memoria y acertemos, que la hay; en la portada de una novela tampoco quedaría nada mal: sugerente y concreto –me temo que alguien se nos adelantó-. Comienza la Liga, con sus estrellas y estrellados, con sus promesas de emoción y gloria y los colegios empiezan a desempolvar sus pupitres vacíos y sus pasillos enmudecidos. Cartillas y libros inmaculados aguardan a sus próximos e inquietos propietarios. La imaginación de los diseñadores de coleccionables aún no ha alcanzado su techo: cuberterías para niños, barcos de guerra con un pasado legendario, vehículos teledirigidos, la filmografía esencial de ese actor/director esencial. Nos juzgamos ante el espejo o sobre la báscula y nos proponemos erradicar de nuestras vidas y cuerpos todos esos hábitos que entendemos nocivos, inútiles o superfluos. Mañana una pescadita a la plancha y el tabaco no lo vuelvo a probar en mi vida. Septiembre y su realidad, que no deja de ser la rutina de cada día, nos aguarda con los brazos abiertos y mirada ojeriza, como esa madre que espera a su hijo de madrugada. Los informativos volverán a repetir ese reportaje del trauma postvacacional, y yo siempre me preguntaré cómo será el trauma de aquellos que no hayan disfrutado de unas vacaciones o, peor aún, de aquellos que no tengan trabajo. Ha llegado, sí, septiembre, el odiado, el mes más ingrato; ha llegado, sí, septiembre, repitámoslo con todas sus letras -10 si no me equivoco-, y crucemos los dedos –los de las manos y los de los pies si contamos con la contorsionista habilidad-, para que lo que volvamos a maldecir, una vez más, el año que viene por estas fechas.



El Día de Córdoba