jueves, 26 de septiembre de 2019

ORO DE NORMALIDAD


Pocas cosas nos unen como país, y creo que no hace falta decir nada más, visto lo visto. El deporte es una de esas pocas cosas. En las últimas semanas nos hemos vuelto a asombrar y a emocionar con las gestas de nuestros deportistas. Especialmente con las de Rafa Nadal y con las de la Selección Española de Baloncesto. Dos iconos del deporte, pero también de la superación y de la constancia, que curiosamente coinciden en una peculiaridad que alarga aún más sus leyendas: son personas normales. Algo tan difícil de encontrar en la élite, sobre todo si los comparamos con otros deportistas, con los grandes nombres de nuestro seguido y apasionado fútbol, tan repleto de extraterrestres (no como elogio, claro), insaciables en su ego, obsesionados con amasar dinero, en multitud de ocasiones, tan de pose, tan fingidos, tan marca de ellos mismos que ya no saben dónde han escondido lo que una vez fueron. Cuando los ves firmar autógrafos o posar con los aficionados, las estrellas futbolísticas me recuerdan a las “manos blandas” de multitud de políticos, monarcas y demás mandatarios, ese no estrechar nada, ese no compartir ningún sentimiento, tan solo cumplir con el trámite. Hablando de manos, la mayoría sentimos un pellizco cuando contemplamos aquellas manos ensangrentadas de Nadal no hace tanto, cuando comenzaba a salir de aquella temporada horribilis que muchos entendieron como el principio de su fin. Es todo físico, volvieron a repetir, cuando cumpla años ya no estará en la élite, argumentaron de nuevo. Pero Nadal, como el dinosaurio de Monterroso, es su versión tenística, no me cabe duda, sigue estando ahí, inabarcable, infinito, inmenso. En cada nuevo partido, en cada nuevo torneo y punto que compite nos vuelve a ofrecer esa lección que lleva repitiendo y aprendiendo desde la infancia. El tesón, la constancia, el empeño tienen su recompensa, pero no puedes desfallecer, no puedes alejarte del camino que te has marcado.
Hay una meta, todos tenemos una, no es necesariamente la misma, indiscutiblemente, pero todos podemos alcanzarla. Este Nadal maduro, con entradas, con algunas arrugas, es aún más heroico que el jovencito gladiador que recorría las pistas como una manada de rinocerontes. Mantiene la tensión y la concentración como ninguno, no hay bola perdida, no hay puntos basura, cada gramo conforma la gloria y no los deja escapar. La mayoría de estas afirmaciones también nos sirven para definir a la Selección de Baloncesto. Llegaron al Mundial con el cartel de meritorios, a secas, pensando en una medalla, como mucho, sin grandes presiones, tras una clasificación larga, pesada y extraña. S
ergio Scariolo Smontó un equipo en el que combinaba a la perfección veteranía y juventud, seguridad y riesgo, ambición con hambre, y no se equivocó, todo lo contrario. Durante dos semanas nos han hecho vibrar y disfrutar, nos han levantado del asiento en más de una ocasión y nos han provocado afonías y taquicardias, sobre todo en esa semifinal agónica contra Australia que consiguió que la duración de los desayunos en los bares batiera récord históricos.
Y sobre todo nos han emocionado con su normalidad, porque se comportan como personas normales, disfrutan como personas normales, como cualquiera de nosotros, y se acuerdan de los suyos, de los ausentes especialmente, cuando rozan la gloria, porque nada más les gustaría que estuvieran con ellos. Y esa normalidad sigue estando presente en las celebraciones, en las entrevistas y en todos sus actos, basta verlos para comprobarlo. Esa normalidad también es seña de identidad en la leyenda de Rafael Nadal. No me cabe duda de que estos deportistas sí que son modelos que imitar, especialmente por nuestros más pequeños. Hablamos, una vez más, de valores, eso que mucho confunden con ideología, aunque hay ideologías que no tienen ningún valor, ni lo pretenden, también es cierto. Hablamos de anteponer la persona a la gloria, al brillo, que siempre es efímero, aunque sea el del oro.

domingo, 22 de septiembre de 2019

SUICIDAS


Tal vez muchos suicidas lo acabaron siendo porque no encontraron un centímetro de comodidad en este mundo, porque siempre se sintieron raros y extraños.


Hay determinadas palabras que nos cuesta pronunciar porque tal vez no llegamos a entender el hecho que las genera. Y así, nos cuesta reconocer que nosotros mismos, o nuestros hijos, o alguien muy allegado, acude con frecuencia o asiduidad a la consulta del psicólogo. No nos cuesta comentar, compartir, que tenemos problemas de espalda, una hernia o miopía, pero nos cuesta un mundo, a veces todo un universo, reconocer que tenemos problemas mentales. Tal vez porque lo seguimos relacionando con ese concepto del pasado, tan genérico, amplio y excluyente como es la locura. Locos que van al loquero, en esos tiempos de los manicomios, que no dejaban de ser una especie de prisiones para aquellos que nos molestaban, que no entendíamos o que considerábamos un peligro. Parece que hemos cambiado, pero relativamente, el tabú sigue estando presente. Hoy, nuestros hijos acuden a sesiones psicológicas con cierta frecuencia, yo no fui nunca ni tampoco mis amigos, o eso creo, pero sin embargo somos nosotros, los padres, los que les pedimos que no digan nada, tal y como hacemos nosotros mismos. Y no lo hacemos por muy diferentes motivos, imagino que cada cual tendrá los suyos, pero entiendo que se pueden resumir en uno: no queremos que a nuestros hijos los clasifiquen de diferentes, con todo lo que eso conlleva. Y si nos cuesta reconocer que atravesamos por una mala racha mental que nos exige recibir ayuda, apoyo, terapia, muchísimo más que un familiar, alguien cercano, se ha suicidado. Salvo excepciones, solo lo admitimos en ámbitos muy íntimos y reducidos. Mientras, tratamos de eludir el tema, callamos, nos ausentamos, mentalmente, cuando alguien lo saca a la palestra. Lo ignoramos.
Está claro que cada cual es muy libre de decidir el punto o nivel de información que ofrece de su vida, nadie puede situarte el listón, es una decisión absolutamente personal. Al igual que nadie te puede exigir que declares con quien te metes en la cama, cuánto dinero tienes en la cuenta corriente o yo qué sé, demás datos que corresponden a tu intimidad, es incuestionable. Pero sí que es cierto que, igual que la “salida del armario” de determinados personajes públicos ha propiciado la normalización, y no estigmatización, del colectivo LGTBi, debería tenderse a ofrecer una información más clara, menos sesgada, y huir de ese “lo digo pero no digo nada” tan habitual. No hablo de normalizar el suicidio, algo que es muy complicado, por no decir imposible, hablo de no permitir que los dimes y diretes, las elucubraciones mancillen la memoria de las personas. Como tampoco puede entender a quienes tienden a relacionar suicidio con eutanasia, ya que hablamos de conceptos muy diferentes, que representan realidades que jamás podrán ser comparadas. Soy de esos que piensan que todo se puede contar, todo se puede hablar, siempre que se escojan las palabras adecuadas.
En ocasiones, guardamos rencor al suicida, lo tachamos de cobarde, incluso de traidor, con nosotros mismos, con las personas que lo quisieron. Cómo me has podido hacer esto, le reprochamos. No queremos descender a las profundidades y nos olvidamos de todos esos avisos que, con frecuencia, nos lanzaron previamente. Junto al concepto de loco hay otro que seguimos utilizando para englobar a casi todos: raro. Los raros. Siempre fue muy raro, decimos, y con eso ya lo explicamos todo, de principio a fin, porque los raros, al igual que los locos, son capaces de hacer cualquier cosa, hasta de poner fin a su propia vida. Tal vez muchos suicidas lo acabaron siendo porque no encontraron un centímetro de comodidad en este mundo, porque siempre se sintieron raros y extraños. Puede que nunca llegaran a decir todo eso que sentían, porque los hubiéramos llamado locos, y ellos se habrían sentido diferentes, al margen, lejos. La tarea sigue siendo la misma, construir una casa en la que todos quepamos y en la que además nos sintamos cómodos. Sin cuartos oscuros ni puertas traseras.

domingo, 15 de septiembre de 2019

ÉRASE UNA VEZ TARANTINO


Mi primera vez con Tarantino, Reservoir dogs obviamente, fue en un cine de verano. Fui el último de mis amigos en verla, y como a ese hereje que es necesario convertir a la mayor brevedad, así me conducían, incrédulos de que aún no hubiese visto la nueva gran maravilla del cine mundial. Suele suceder, cuando se pasan un tiempo dándote la tabarra con las bondades de algo, cuando llega el momento vas con el colmillo retorcido y la mirada afilada, buscando más el error que la virtud. Somos así, no lo podemos remediar. No fue, precisamente, un amor a primera vista lo mío con Tarantino, Reservoir Dogs me pareció mucho menos que la fama que la precedía, soporífera en determinados diálogos, y de sonrisa, como mucho, en algunos momentos, mientras que mis amigos tildaban aquellas ocurrencias, tipo a la de Madonna, como auténticas genialidades. Me entretuvo y poco más, seguía prefiriendo al auténtico, a Peckimpack, tan presente en toda la película. Y llegó Pulp Fiction y me tapé la boca. Indiscutible, incuestionable. Me entusiasmó de principio a fin, excitante, apasionante, un torbellino de ideas, diálogos y planos memorables, uno de los despliegues más arrebatadores que he contemplado en una pantalla de cine. En estado de gracia, Tarantino durante un tiempo fue un cineasta que no dudaba en proclamar sus referencias, en acudir a materiales más allá de los estrictamente cinematográficos, y que a la vez tenía el tiempo y talento suficientes para participar en otros proyectos, de un modo u otro, como Amor a quemarropa, Asesinos natos o Abierto hasta el amanecer, junto a su amigo Robert Rodríguez.  Un ciclón creativo.
En Jackie Brown, que sigue siendo una de mis preferidas, encontré a un Tarantino más sosegado, más comedido, pero mejor narrador, ofreciendo diferentes puntos de vista. Y prosiguieron las excesivas, delirantes y maravillosas Kill Bill, I y II, y Malditos Bastardos, irregular acercamiento al cine bélico. De sus dos incursiones expresas en el western clásico, en todo su cine siempre hay referencias, solo me interesó, y no excesivamente, Django desencadenado; Los odiosos ocho me parece su película más fallida hasta el momento. Ha regresado Tarantino a las pantallas con Érase una vez Hollywood, que bien podría considerarse como la película menos suya, si revisamos su obra pasada, la más convencional desde un punto de vista narrativo, pero no por ello deja de ser memorable, hasta el punto de situarla, sin dudar, en la cúspide de su carrera. Es una historia contada con nervio, con soltura, sin esos diálogos suyos, tan característicos por otra parte, pero que en más de una ocasión me han conseguido desesperar. Acaba ya, he tenido ganas de gritar en más de una ocasión. Tanto Brad Pitt como Di Caprio realizan unas fantásticas interpretaciones, no se hacen sombra, no se estorban, se complementan perfectamente. Y lo mismo sucede con Margot Robbie, tan monumental como breve en su recreación de Sharon Tate. Citándola, es inevitable mencionar a Charles Manson, tan presente durante todo el metraje, desde una perspectiva que recuerda mucho a la narrada por Emma Cline, en su espléndida novela, Las chicas.
Érase una vez Hollywood es la declaración filmada de amor que Tarantino le dedica al cine, a los géneros que le han acompañado a lo largo de su vida, a sus claras e inevitables referencias, del cine negro, a la comedia, pasando por el Spaghetti Western, capital en esta película. No termino de comprender las devastadoras críticas que este film ha recibido por parte de determinados críticos, parapetándose tras extensísimos textos, en algunas ocasiones, como si necesitaran muchas palabras y argumentos para explicar su rechazo. Cuenta con todos los ingredientes que le debemos exigir a una obra de estas características, además de desprender una pasión, un continuo homenaje, al cine y sus principales protagonistas. Después de ver Érase una vez Hollywood, espero que Tarantino no cumpla con su promesa, de retirarse tras dirigir la décima película –le quedaría solo una-. A este nivel, que nunca separe la claqueta de su mano.


martes, 3 de septiembre de 2019

EL FINAL DEL VERANO


Suena a imagen de Verano azul congelada en el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-, los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood, radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas, rubio como la cerveza. La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias, la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones, hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco, ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.
En septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro, que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables podríamos encontrar El avión de Sánchez, las dos primeras piezas al precio de una, El puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias, con piscina y jacuzzi, o La colección de armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.
Septiembre, como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque, de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina. Y eso que la rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca. La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que también vendrá con su correspondiente final. Como todos.