martes, 23 de junio de 2020

EL LENGUAJE DE LAS MAREAS



Sí, hoy escribo de mi nueva novela, autopromoción descarada, lo sé, pero es que necesito contar algunas cosas sobre El lenguaje de las mareas, que acaba de publicar Almuzara. Explicar lo que me ha supuesto, lo que significa para mí. Que es mucho. Aunque llega a las librerías en un momento extraño -en realidad, tendría que haber llegado hace casi dos meses-, es una novela muy especial para mí. Y es que tras casi cuatro años en blanco, esta historia me empujó a sentarme frente a la pantalla del ordenador. Cuatro años lejos de la literatura que tal vez han sido necesarios, para llenarlos de vida, de nuevas emociones, de tiempo. En cierto modo, puede entenderse esta novela como mi reconciliación con la escritura. Indiscutiblemente, Carmen Puerto, su protagonista, tiene mucha culpa de esto. Desde el primer día, desde que se coló en mi cabeza, tuve claro que había llegado para quedarse y es que nunca antes un personaje me había enganchado como lo ha hecho esta inspectora. Y eso que es muy jodida, cascarrabias, deslenguada, a ratos maleducada, puñetera en el más amplio sentido de la expresión. Pero, también, muy inteligente, y con una intuición que la hace ser diferente. Una mujer que vive atrapada en su propio y sombrío mundo, que no pasa por su mejor momento, precisamente, y a pesar de eso tiene que enfrentarse a su caso más complicado. Débil y poderosa al mismo tiempo, Carmen Puerto tiene mucho de todos nosotros. Pensemos en una cebolla, con sus distintas capas o pieles. En el interior de El lenguaje de las mareas hay varias tramas, incluso me zambullo en diferentes géneros, más allá del negro. Y de este modo, a ratos es una novela que reflexiona sobre esta sociedad contaminada y abrumada por tal cantidad de información, hasta el punto que nos cuesta distinguir lo fake de lo cierto. También sitúo el foco sobre las redes sociales, su uso desmedido, la imagen que llegamos a trasmitir/recibir a través de ellas, y como eso puede influirnos hasta extremos que no nos podemos llegar a imaginar. Como, en demasiadas ocasiones, el binomio juventud y redes sociales puede deparar resultados insospechados, al mostrarse públicamente más de lo aconsejable y ante quien no se debe.
Aunque es una novela para adultos, me encantaría que muchos adolescentes leyeran El lenguaje de las mareas, porque además de sentirse reconocidos, les puede ayudar a la hora de enfrentarse a las redes sociales, conociendo algunos de sus efectos colaterales, si no toman las medidas y prevenciones adecuadas. Lo avanzo ya, antes de que nadie lo diga: he tomado de la realidad más que nunca a la hora de escribir esta novela. Más que nunca. Los casos de Asunta, Diana Quer, La Manada, Marta del Castillo o Laura Luelmo están detrás de esta historia, de un modo u otro. Por que todos ellos me sobrecogieron en su momento, y todos ellos coinciden en un mismo y terrible punto, que no es otro que el de la desigualdad de género. Que también persiste, y en demasiadas ocasiones de una manera brutalmente trágica, cuando hablamos de determinados delitos. Comportamientos que no son peligrosos para los hombres, salir a correr, trasnochar, ir de fiesta o subirte en el coche de un desconocido -que todos hemos hecho en algún momento de nuestras vidas-, sí pueden llegar a serlo para las mujeres. Un peligro que aumenta, y considerablemente, si se trata de mujeres jóvenes.
Con frecuencia, escuchamos aquello de que un punto geográfico se convierte en el protagonista de una novela. En esta ocasión, lo puedo asegurar, no se trata de una exageración o de una estrategia comercial. El lenguaje de las mareas tiene mucho de homenaje a la Costa de Huelva, a Ayamonte, Punta del Moral, sus playas y marismas, sus caños, a esa naturaleza que sigue siendo tan bella como salvaje, turbadora en ocasiones. Y, claro, su luz, única, está muy presente igualmente. Una luz que es la gran protagonista en la enorme pieza audiovisual que ha creado Toño Méndez, y que puedes contemplar en diferentes plataformas (Youtube, por ejemplo). En esa zona, frontera con Portugal, he sido y soy muy feliz, y si esta novela consigue que más personas piensen y sientan lo mismo que yo, lo doy por bienvenido. Me siento, y no exagero, como si fuera mi primera novela, la primera vez, con esa misma curiosidad e ilusión, con esa misma intensidad. Ahora me toca contemplarla desde la distancia y esperar, desear, que llegue a vuestras manos y que la disfrutéis lo mismo que la he disfrutado escribiéndola. Que ha sido mucho. Mucho.

martes, 9 de junio de 2020

POSIBLE


La pasada semana volví a enviar una carta, una carta de las de siempre. Con su sobre, su sello, sus palabras escritas a mano, y todo eso. Porque una carta tiene su intendencia, su faena, sus previos, su durante, que es la inquietud de saber si va a llegar a su destino -nunca dejaremos de poner en entredicho a Correos, a pesar de su manifiesta eficacia-, y la espera de la respuesta, si es que se produce. ¿Hay algo más intrigante que una carta sin respuesta? En estos tiempos de emails como churros, guasás a cascoporro y demás servicios de mensajería, todos ellos instantáneos, claro, y supuestamente gratuitos, enviar una carta tiene mucho de afecto, tacto, dedicación y hasta de resistencia. Sí, resistencia, porque requiere de esfuerzo, de entrega, de tiempo, porque se trata de un acto artesanal, que hacemos con nuestras propias manos. Algo que choca con este tiempo no veloz, atropellado más bien, atolondrado por ello, que premia lo instantáneo, lo fugaz, el falso brillo de un segundo. Ya no hay sitio para el humor, gusta más la ocurrencia, la risotada. Por eso, en este tiempo, como en los anteriores, y como en los que hayan de venir, ya sean nueva normalidad o vieja normalidad revival, yo siempre centraré mi atención y admiraré a todas aquellas personas y expresiones que me ofrecen algo emocionante que ha nacido del trabajo, del talento y de la dedicación. De ahí mi admiración por Clint Eastwood, que hace unos días celebraba su noventa cumpleaños y sigue ofreciéndonos historias. Y bien que podría haber dejado de complicarse la vida rodando una película cada año, como sigue haciendo, y limitarse a vivir de la gloria alcanzada tras haber firmado unas cuantas obras maestras. Estoy convencido: quien está infectado con el veneno de la creación, no puede renunciar a ella, y no quiere que le suministren el antídoto.
Enrique Bunbury es otro magnífico ejemplo de artista comprometido y entregado a su propia creación. Y no solo eso, también es ejemplo de inquietud, de búsqueda constante, de permanente inconformismo. Porque el auténtico creador nunca siente que ha llegado a ningún sitio, no se encuentra realmente cómodo en ningún lugar; está plenamente convencido de que siempre hay algo más allá, en ese territorio que desconoce o que nunca ha visitado. Musicalmente, Bunbury es un explorador, un errante, un peregrino, siempre a la búsqueda de un nuevo sonido, de un nuevo camino, de una manera distinta de ofrecer sus canciones. Posible, su último disco, de reciente aparición, es uno de los trabajos ofrecidos por el aragonés, en solitario, que cuenta con una mayor personalidad y franqueza. Un álbum transparente, que en gran medida pone al músico al descubierto. Diez canciones -once en la edición especial-, en las que podemos encontrar al Bunbury más electrónico que hayamos escuchado hasta el momento, ofreciendo así una nueva versión de él mismo. En algunos temas, como es el caso de Cualquiera en su sano juicio, puedes encontrar ecos de los mejores Depeche Mode, los de Violator, incluso de Ultravox, aquella banda británica tan fugaz como brillante. Y en algunos momentos, también crees escuchar un susurro de Bowie, especialmente en Mis posibilidades (Interestellar), que puede entenderse como la deliciosa lectura musical que el aragonés realiza de la fabulosa película de Christopher Nolan. Y como en sus anteriores obras, de la mano de Jose Girl, Bunbury ofrece una obra global, donde la imagen, los videoclips, el diseño o el vestuario forman parte de una misma intención.
Pero, ante todo, y sobre todo, Posible es un disco muy Bunbury. Su sello y su personalidad están presentes en todas y cada una de las canciones. Canciones que, y es la primera impresión que me transmitieron, rezuman trabajo, dedicación, laboriosidad, que no hay nada dejado a la improvisación. Y es que Bunbury es talento, es obvio, pero también la suya es una carrera muy trabajada, muy obrera en cierto modo, yo lo sigo contemplando como un artesano de la música. Siempre habrá que agradecerle al zaragozano que nunca haya sentido la fácil comodidad del oro pasado, y que siga buscando nuevo oro, su nuevo Dorado en cada disco. Nada más que con lo ofrecido hasta ahora, tendría para componer un repertorio que le permitiría girar hasta que las fuerzas le flaquearan. Pero, sin embargo, como en Posible, Bunbury sigue demostrando que es un creador en permanente construcción, un proyecto muy vivo, piel con capacidad de transformación. Y como en esa carta que mencionaba en el principio, Bunbury forma parte de esa resistencia que nos sigue explicando que el talento sin trabajo, esfuerzo y tiempo no pasa, en demasiadas ocasiones, de un levísimo brillo que no tardamos en dejar de contemplar. La resistencia es Posible.

martes, 2 de junio de 2020

OPTIMISMO, POR FAVOR


Lo reconozco, se me da fatal esto de las fases, las desescaladas y demás nomenclaturas de la actualidad. Si alguien me pregunta qué se puede hacer o no desde este lunes, no sabría que responderle, la verdad. Para esas cosas necesito del día a día, de alguien que me lo diga. Y no es por pasotismo, por desidia o por aburrimiento, es porque no me entero -sencillamente-. Por ejemplo, no me entero de lo que hablan cuando se refieren a círculo de confianza, porque a mí quien se me viene a la cabeza es Robert De Niro, en aquella comedia con Ben Stiller. Tampoco me entero de los aforos, porque nos podemos pegar, y hasta arrejuntar, y por lo visto hartarnos de cerveza hasta las tres de la madrugada, lo nunca visto, pero los teatros, las salas de conciertos y los cines tienen que parecer desiertos. Eso no lo termino de comprender. Pero eso da igual, habiendo Primitiva, Bonoloto y Euromillón, habiendo Liga, que el fútbol ya está aquí, con aficionados robots y todo, y, sobre todo, habiendo bares, todo lo demás da igual, exactamente igual. Que no se pueden presentar libros, que no hay recitales poéticos, que los museos siguen cerrados, que va a ser muy difícil que haya actuaciones en directo en un tiempo, y qué más da, en eso seguimos siendo y estando igual. Al final no se va a diferenciar tanto la nueva normalidad de la vieja normalidad, y es que hasta se parecen mucho. Gemelos que han salido los niños. En los peores días de la pandemia, cuando escuchaba a alguien decir eso de que esto nos iba a ser mejores me daban ganas de reír, a carcajadas, o de recomendarle muy seriamente tratamiento psicológico. ¿Mejores? ¿de verdad alguien creyó eso? ¿En base a qué, por qué, es que no nos conocemos? Si el Congreso es el reflejo de España, si es como esa lata de tomate concentrado que ha chupado el jugo de 15 kilos de tomates, que no lo creo, basta con revisar lo sucedido esta misma semana para darnos cuenta, constatar, que esto no nos ha hecho mejores.
Las desgracias, porque esto ha sido una desgracia, con letras mayúsculas -pero yo no se las voy a poner-, nos pueden endurecer, resabiar, hacernos más cautos y precavidos, menos confiados, pero no necesariamente mejores. O lo que yo entiendo por mejores, claro, que eso ya sería otro debate. Que sí, que aprendemos una lección, pero a lo mejor entregamos demasiado a cambio y el precio no nos merece la pena. Pero seamos optimistas, aunque seamos españoles, que hasta somos capaces de eso, y pensemos que lo peor ya ha pasado. Podemos salir a la calle, sin horarios, sin límites, o eso he creído entender. Esto lo digo, sobre todo, por esos vecinos míos que siguen como zombis pandémicos dando vueltas y vueltas en la azotea, con la que está cayendo. Temo que llegue el día en el que suba a la azotea y solo encuentre, recuerdo de lo que fueron, una gafas o unas deportivas derritiéndose bajo este tiránico sol que nos abrasa. En definitiva, abajo el pesimismo y retomemos el optimismo, aunque solo se trate de un placebo, de un engaño, pero ya está bien de este mal rollo, de este tufo permanente y de ese adorar al gran cascarrabias. Optimismo, por favor, a espuertas, una sobredosis. Que con el optimismo no se come, claro, eso ya lo sabemos todos, pero al menos se padece un poco menos y hasta descubres algunos colores que te alegran el día, aunque solo sea durante unos pocos segundos.
Azaña dijo algo parecido a que si los españoles hablásemos solo de aquello que sabemos, se produciría tal silencio que nos permitiría pensar. ¡Pensar! ¡Silencio! ¡Españoles! A pesar de la utopía, y hasta de la ciencia ficción, yo me adhiero a la fórmula del sabio político. Y es que tal vez ha llegado el momento de hablar menos y pensar más. O mejor, hablar solo justo, y después de haberlo pensado. Esa sería la gran combinación, la que de verdad nos haría mejores, muy mejores, a todos. Que seamos mejores por elección propia y no porque una desgracia, sea del tamaño que sea, nos lo imponga. No es un mal proyecto, todo lo contrario. Hasta saliendo mal, solo con intentarlo, ya habrá merecido la pena.