viernes, 25 de septiembre de 2020

LOS VOLUBLE ARE NOt A CRIME

 

Hace años, un sacerdote, y profesor además, me explicó que el Papa tenía que ser muy tenue, lento y comedido en sus manifestaciones, en sus actos y en sus decisiones, ya que al ser el punto más elevado, el pico de la pirámide que conforma la Iglesia, cualquier paso mal medido al llegar a la base podría tranformarse en algo parecido a un terremoto. Ese razonamiento eclesiástico es extrapolable a multiud de ámbitos, especialmente al cultural, donde también encontramos esos "papas" que velan porque se sigan manteniendo cánones, estructuras y planteamientos. Y así nos encontramos con quien defiende que la novela ha de seguir respetando los "modos" que la universalizaron en el Siglo XIX, o que la pintura debe seguir siendo un baluarte del "trazo fino" o que el cine tiene que ser respetuoso con los preceptos que encontramos en los clásicos. Yo entiendo que existan estos "papas", y hasta puedo defenderlo, pero también considero que es igual o más necesario que también existan los innovadores, los revolucionarios y hasta los visionarios, capaces de ofrecernos nuevas perspectivas, encuadres y lenguajes. Entre unos y otros, entre los que tienen la mano agarrada al freno de mano y los que no apartan el pie del acelerador, tal vez se encuentre el punto de equilibrio: la velocidad de crucero. Indiscutiblemente, este proceso no es tan sencillo, y a ratos es brusco, peligroso, se intuye el accidente, genera conflictos, incluso distanciamientos, que en determinados momentos pueden llegar a parecer irreconciliables.

Si hay una disciplina que cuenta con superávit de "papas" y de "revolucionarios" es la del Flamenco. Demasiados puristas creyéndose poseedores de la verdad absoluta, y demasiados "innovadores", que en la mayoría de las ocasiones su única y máxima aportación ha sido el diminutivo y cambiar la "c" por una "k". Indiscutiblemente, en un arte tan esencial y primitivo, tan puro, como el Flamenco, el encontronazo entre los puristas y los evolutivos se percibe con mayor claridad, y en los últimos años hemos asistido a algunos episodios que ya forman parte del escaparate del delirio, cuando no del humor más abstracto. Sin embargo, si el Flamenco sigue vivo, si sigue interesando a las nuevas generaciones, es porque en las últimas décadas algunas expresiones y creadores han sido capaces de enfrentarse a los puristas, mostrar su propia voz, y en la mayoría de las ocasiones sin tener que "matar al padre", ya que en multitud de ocasiones no han renunciado a sus referentes. Camarón de la Isla y Paco de Lucía, el Omega de Lagartija Nick y Enrique Morente, la asociación de Kiko Veneno con los hermanos Amador, o Rocío Márquez más recientemente, que han llegado al Flamenco desde el propio Flamenco. Y añado a esta nómina, sin temor a equivocarme, a Los Voluble. Forjados y formados en las nuevas tecnologías, en su vocabulario y posibilidades -Zemos98 es otra de sus criaturas-, los hermanos Jiménez, Pedro y Benito, ofrecen una propuesta en la que se combina lo divulgativo, la provocación, el desenfreno, el ritmo, la videocración y el sentido del humor. Porque como si pusieran en práctica todos los preceptos que despliega Agustín Fernández Mallo en su Teoría general de la basura, Los Voluble son los reyes del reciclaje, y todo cabe, o todo es susceptible de ser utilizado, de un pregón al reguetón, pasando por los samplers o la publicidad, pero siempre con el Flamenco como protagonista.

Mantengo una relación extraña con el Flamenco: me gusta menos de lo que me gustaría que me gustase. Esa es la realidad. No tenemos química, todavía no ha surgido el flechazo, y eso que he acudido a muchas citas. Pues a pesar de esto, hace unos días estuve más de dos horas contemplando actuaciones de Los Voluble, disfrutando de lo lindo, hiptnotizado, y escuchando Flamenco "jondo", que es el que más me cuesta, habitualmente. Tal vez ese sea el gran éxito y valor de Los Voluble: no matan al padre, todo lo contrario, nos los muestran dentro de otros formatos y lenguajes que nos son más familiares, por contemporáneos y actuales. Es decir, sus ordenadores, mesas de mezclas y demás son un auténtico Caballo de Troya del Flamenco, y cuando te quieres dar cuenta ya se te han colado dentro y estás emocionado, al borde del éxtasis, al escuchar a un tal Agujetas, por ejemplo. No me cabe duda de que estos dos hermanos serán estudiados y referenciados en el futuro como un capítulo muy importante de la historia del Flamenco, a pesar de que ahora muchos "papas" los pretendan excomulgar. Pero como ellos mismos repiten, Flamenco is not a crime.


Autora de la fotografía de Los Voluble: Celia Macías.


viernes, 18 de septiembre de 2020

CULTURA, SEGURIDAD Y NECESIDAD

 

Todos los días, casi todos los días -el siempre de “todos” me agobia-, leo poesía. Por la noche, antes de irme a la cama y seguir leyendo narrativa. Soy muy curioso, y me intereso por lo que escriben los jovenes poetas somalíes, asutralianos o turcos; o me dedico a descubrir todas esas grandes poetas, mujeres, que hemos intentado sepultar en el olvido o recupero algún clásico que no he leído lo suficiente o yo qué sé. Son muchos los años que llevo haciendo esto, sin método, sin tratar de memorizar, sin anotar nada, viajero sin brújula. Muchas noches, cuando termino de leer, me planteo que los días siguientes deberían ser como los poemas que he leído. Y así he imaginado días luminosos gracias a Wisława Szymborska, días funambulistas, como planeados por Gil de Biedma; o días extraños y mágicos, como un poema de Alejandra Pizarnik. Normalmente, no se acaban cumpliendo, claro, y eso que algunas veces tengo días muy García Casado, pero el simple hecho de imaginarlo, de insinuarlo, me produce un cierto placer, bienestar, no sé cómo explicarlo. Tal vez no sepa explicar una necesidad, del mismo modo que me costaría demasiado explicar la sed, el hambre o el deseo. Porque para mí la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, desde un poema a una serie de televisión, de un disco a una película, de una novela a un cuadro, es una necesidad. ¿Fisiológica? Pues seguramente, no quiero ni puedo imaginar una vida, un futuro, sin cultura de la que alimentarme.

En mi caso concreto, la cultura es, además, un medio de vida. Y recupero la imagen del funambulista, pero sin red y sin arné de seguridad, claro. Vivo, y contribuyo a que vivan los miembros de mi familia, de lo que escribo. Ahora que se habla tanto de la gesta de Magallanes y de Elcano, esto también tiene su mandanga, sobre todo porque cada día las tormentas son mayores y la nao está más cascada. Ya no me quedan manos con las que tapar los agujeros del casco. Pero yo no soy una excepción, todo el sector cultural, en cualquiera de sus manifestaciones, y en cualquiera de sus ámbitos, de los productores, a los creadores, pasando por los técnicos y demás profesionales con relación, se han visto afectados. Gravemente afectados, hasta el punto que muchos de ellos han tenido que cerrar las puertas y poner punto y final a su actividad. Porque si este maldito virus está siendo terrible con el sector del turismo, o con el de la hostelería, no lo está siendo menos con todos los que nos dedicamos a la cultura, que hemos visto como todo lo conseguido durante tantos, y tantos, años de esfuerzo y vulnerabilidad, se ha derrumbado en un instante. Y ha sucedido porque hemos sido tradicionalmente un sector laboral tremendamente frágil, a expensas de las inclemencias externas. Y si en el pasado un resfriado o una gripe nos ha mandado a la cama, este virus nos ha machacado sin piedad, y apenas hemos podido encontrar nada a lo que agarrarnos. Casi nada.

La semana pasada asistí a un concierto, de Viva Suecia, una banda murciana que admiro profundamente y que me parece de lo mejor que se ha incorporado a la escena musical española de los últimos años. La última vez que acudí al recinto donde tuvo lugar la actuación, el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, nos recibieron con un chupito de ese licor bárbaro e impronunciable. La semana pasada fue con gel hidroalcóholico, que no nos bebimos, claro. Una vez dentro me sorprend la distancia entre los asientos, que no nos permitieran, como en los bares, estar juntos los grupos de amigos. Que apenas pudiéramos ponernos de pie, que nos quitáramos las mascarillas con demasiada antelación antes de beber. Me sentí muy seguro, es cierto, pero también muy controlado. Si todas esas medidas se hubieran tomado en otras propuestas de ocio y consumo, no habrían abierto el 90% de los bares y restaurantes, las playas habrían ofrecido otro aspecto este verano y seguramente muchos centros comerciales no habrían abierto sus puertas. Sin embargo, y a pesar de no haberse dado un solo contagio en las actividades culturales, el nivel de exigencia en muchísimo más elevado que en cualquier otro ámbito. ¿Por qué? ¿Alguien puede o quiere responder a esta pregunta? No me cansaré de repetirlo: una sociedad que no cuida a su cultura, que maltrata sus creadores, que pone trabas a quienes la hacen posible, es una sociedad que demuestra mucho más que su miopía, más aún, su ceguera. Y la oscuridad solo trae el horror y el vacío. La nada.


lunes, 7 de septiembre de 2020

AGOSTO YA NO ES LO QUE ERA


En un mes de agosto los Beatles dijeron adiós, se despidieron tocando en una azotea. Cuentan que ni se hablaron, apenas se miraron. En otro mes de agosto, pero antes, cuando aún eran una banda de amigos, además de una banda musical, se plantaron en Graceland para pasar una velada con Elvis Presley. La noche con más estrellas, así la han catalogado. Solo hubiera faltado que Marilyn Monroe y James Dean se hubieran unido a la reunión. En los agostos españoles de aquellos años, y más atrás, hablamos de los 50, las estrellas se congregaban en los ruedos o en las salas de fiestas. Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez y Doña Concha Piquer. Agostos de transistor y botijo, alberca e higos, ponche y era, cosechadoras y saltamontes, himnos y miedo. Luego llegaron otros agostos, como reyes de verano, en los que tenían lugar esas fiestas en las que te podías encontrar a un “pijoaparte”, como tan bien nos contó el fallecido Marsé. Los 70. La España de los frigoríficos americanos, los pisos en esos nuevos barrios que nos suenan a viejos, y cercanos, y los Seat de todas las cilindradas, con aquellos faros capaces de guiar a los barcos en la tormenta más salvaje. Y como en un Monopoly costero, en los 80 las playas se fueron llenando de apartamentos apretados y puntiagudos, paseos marítimos, hoteles buenos y hoteles baratos, a gusto del bolsillo, con beans y mucha panceta, perdón, bacon, en el desayuno y hasta huevos fritos y tortillas rellenas. Todo eso no cabe, le dijo el cocinero del hotel a un primo mío. Las cosas del estado del bienestar, que con el colegio pagado, el médico pagado, la pensión asegurada y hasta medio hipotecada resuelta, nos permitimos tener eso tan moderno llamado segunda residencia. Porque los quince días de antaño, o el pisito alquilado a un profesor de Lengua, ya no nos parecía suficiente
No hace tanto. Empleados con sonrisa inalterable, y de extraños horarios, parapetados en pisos pilotos con mucho wengué y mucha pizarra, a los que no les faltaba la ducha hidromasaje, el “silestone” y el “lumón”, pues ya que estamos, recibiendo a las decenas de futuros propietarios, deseosos de cumplir ese sueño que fue inalcanzable para sus padres, abuelos y demás rama genealógica. Otra hipoteca, pero con gusto, eso sí, porque podíamos, aunque no pudiéramos, y porque tener propiedades, poseer, es bueno. Es una inversión, nos dijimos, mientras cargábamos en el maletero un saco de patatas y seis kilos de tomates de la frutería del barrio, que vaya clavazos nos metían luego en los desavíos de la playa. Pero llegaron las vacas flacas, pero no unos cuantos ejemplares, toda la manada, y tuvimos que elegir entre comer ladrillo, mantener nuestras inversiones, o comer las patatas que nos trajimos de vuelta de la playa y que ya estaban empezando a echar raíces en el maletero. Y cuando creíamos que todos había pasado, cuando nos asomábamos otra vez como el Mono Burgos en aquel anuncio del Atlético, nos llega la cosa esta. Y lo curioso es que en marzo ni nos podíamos imaginar poner un pie en la playa este verano, como tampoco montarnos en el coche e ir a donde nos diera la gana, y sí, hemos podido, de esa manera, pero hemos podido. Hemos hecho encaje de bolillos para sentarnos con unos amigos a tomar una cerveza en el chiringuito de turno, contándonos, que más de doce no podíamos estar, y con mascarilla, claro, y con distancia social, también. 
Y cuando ya estábamos ubicados, cada cual en su sitio, le hemos dedicado mucho tiempo a hablar de esto que nos está pasando, y que nos pasa más por todo el tiempo que le dedicamos. De palabra, obra y omisión. Por mi parte, recuerdo, agostos salvajes, orondos, sin tiempo, me sorprendí una vez mirándome el dedo gordo del pie, como quien contempla un atardacer en Playa del Carmen, menuda playa aquella. Y este agosto no ha tenido nada de eso, todo premeditado, contado, cuidado, aparcelado. Y agosto, sin su esencia juvenil, sin sus granos efervescentes, sin sus camisas de palmeras y sus charlas sin medida y mucho hielo, es menos agosto. O son nuevos agostos, que a mí me gustan menos, aunque tampoco me queda donde elegir. Tal vez solo me quede recordar aquellos otros agostos, convencido de que volverán a repetirse, a pesar de la mascarilla que me cubre media cara.

martes, 1 de septiembre de 2020

REGRESO

Suena el despertador, el café recobra su aroma, las cartas en el buzón: facturas, publicidad de pizzas, electrodomésticos. Nuestras pisadas en la arena de la playa ya se han borrado, se las llevó esa ola que no sentimos en los tobillos. Los asientos que nos cobijaron se han acostumbrado a nuevas formas, a otros pesos. Las risas, las conversaciones, las miradas, un nuevo sabor, permanecen en nuestra memoria, y tal vez sobrevivan el paso del tiempo y sus olvidos. Los kilómetros han crecido en nuestro contador, la carretera, el cielo, pasos decididos. Un breve trayecto en bicicleta también es viajar, claro, no es cuestión de distancias. Quisimos raptar esa bella imagen que nos sorprendió tras una valla publicitaria, cuando menos lo esperábamos. Las costuras de los asientos transportan polizones de nuestros viajes, en los bolsillos resguardos que creíamos perdidos, las maletas respiran aliviadas. Se sintieron protagonistas, queridas, cuando las devolvimos a la luz y hoy suspiran retornar a su hibernante y sosegada oscuridad. Regresamos sobre nuestros pasos, tal vez nunca fuimos a ningún lugar, pero de alguna manera dejamos de estar, con la rutina, con los bostezos, con lo que sea. Ni el detergente ni la lavadora conseguirán eliminar algunas manchas, fortuna o desgracia, según el tipo de mancha. Septiembre, la palabra, la cita, el concepto, ha sido el elemento a esquivar en el pasado reciente, pero ya está aquí, una realidad que nadie podrá obviar. Es el presente, es ahora, llega.

Convencernos de que no regresa la misma persona que se fue puede ser una buena terapia, de cara a este tiempo que nos gustaría calificar como nuevo. Tiempo conquistado. El poder de transformación nos avala en nuestra capacidad de autogestión, de que somos los protagonistas de nuestras vidas y que, para bien o para mal, podemos recorrer el camino con las manos en el volante y el pie en el acelerador –o en el freno-. Confirmar, incluso sospechar, que no formamos parte de una excursión organizada con el itinerario trazado de antemano, que desconocemos cuál es el final del camino, si es que tiene final este extraño camino nuestro. Aunque no los cumplamos, aunque nos cuesten, aunque sean mentira desde su origen, los propósitos de enmienda nos regeneran como seres humanos. Adiós tabaco, más ejercicio, una dieta más saludable, más esmero, más tiempo dedicado a la familia, más paciencia, más amor, más belleza, buscar nuevas aficiones, más inquietudes, puede que comenzar una colección –temporada dorada para las colecciones, en cómodas entregas semanales-. El simplemente intuir que somos capaces de alcanzar algunos de nuestros objetivos ya forma parte de la victoria. Asumir que siempre somos lo que somos, lo que fuimos, y que nunca seremos lo que pretendemos es una condena que te esclaviza a no intentarlo, que te maniata y que puede llegar a engullirte, superado por una vida que te devora. Queremos y podemos, lo intentamos. Encontrar el equilibrio, aceptar la realidad y formular nuevas propuestas, debería ser la garantía de una vida plena, confirmar que somos y seremos. Dicen que el amor que triunfa es el que se acostumbra a convivir con la rutina, aunque puede que el verdadero amor no forme parte de la rutina, que su magia consista en eso, precisamente. Teorías para desafiar al tiempo y sus fechas.

Septiembre tiene mucho de insatisfacción, de permanencia de lo cotidiano, sobre todo en los días previos, cuando contemplamos su amenazante sombra tras agosto, pero también encierra su interior una insinuación de esperanzadora novedad. Un nuevo ciclo, un punto de partida tal vez. Defiendo con uñas y dientes los propósitos de enmienda, y septiembre sabe mucho de eso, porque, los cumplamos o no, gracias a ellos podemos revisarnos y resituarnos, imaginamos nuevos caminos que sólo el tiempo nos dirá si los hemos recorrido o no. A lo mejor estas divagaciones mías sólo son una tirita, un placebo, un consuelo ficticio e irreal que no consiguen cumplir con su verdadero cometido: aceptar la realidad, que llega septiembre, que volvemos, regresamos, aunque nunca nos hayamos ido. No demos tantas vueltas sobre lo inevitable. Aquí estamos, y sentimos que lo seguiremos estando, que a buen seguro es la expresión menos valorada y más rotunda de nuestro particular triunfo. La correspondencia no se amontona en el buzón.

El Día de Córdoba