lunes, 25 de julio de 2016

ASÍ QUE PASEN LOS AÑOS


Pasan los años, soplo las velas que el viento empuja y me zambullo en la ternura de las redes sociales, que también pueden ser tiernas cuando el time lime de la emoción despierta. Vaya cómo he empezado hoy, intuyo frenada para no derrapar en las curvas. Pasan los años, todavía no pesan, y mi capacidad de sorpresa sigue y prosigue intacta, como recién encalada, como mantenida en lejía, blanca y reluciente. Me sigo sorprendiendo de casi todo, o de mucho, y yo no sé si eso es una virtud o que la locura de este mundo sigue creciendo, ya fuera de control, ha traspasado los límites más infinitos de su propia locura. No lo sé, tampoco me apetece averiguarlo, que no quiero billete para un paseo por el abismo. Pasan los años y seguimos considerando al verano en curso como el verano más caluroso de la historia reciente de las calores mundiales. Tiendo a pensar que la “historia reciente” abarca los últimos seis meses, como mucho. Pasan los años, aparte de ahí esas velas, que los números son fríos cuando es uno mismo el que los cuenta, y sumemos momentos, vida pura, la vida tal cual, que lo demás ya no está y queremos olvidarlo. Pasan los años y el fanatismo, el terrorismo, sus atentados, sus cafradas, me siguen golpeando las entrañas, me siguen doliendo, como si escuchara las noticias por primera vez. Me sorprende el odio inconsciente tan resistente al paso del tiempo, ese odio loco que no mengua, que se mantiene, así el tango marque el tiempo. Pasan los años, con sus canas y sus arrugas, más en la camisa que en la cara, efecto de las cremas y de la insistencia, seamos sinceros, y me asomo al retrovisor mirando de reojo el tiempo vivido, consumido, amado, saboreado. Pasan los años y me siguen entusiasmando las mismas cosas que cuando era un crío, empiezo a pensar que las cosas que llamamos “importantes” con demasiada frecuencia son cosas muy simples, o con apariencia muy simple. Y es que puede que la vida sea mucho más simple de lo que creemos. Es solo una suposición.
Tal vez lo importante sea “estar en el mercado”, no darse nunca por caducado, tampoco por amortizado, cotizar aunque sea a la baja, que siempre habrá alguien interesado en nuestro producto, o no. Ofrezcamos el producto; cuál, cómo, lo que sea, como sea. Reciclaje, esa palabra que los ecologistas se quieren apropiar en exclusiva y que debería considerarse patrimonio mundial inmaterial de todos aquellos que se consideran activos, en este tiempo, vivos. Actualizarnos para que no pesen los años, ese es el concepto y el reto. Si actualizáramos los grandes iconos y mitos que nos han ofrecido las diferentes expresiones artísticas tal vez nos encontraríamos con algunas estampas que nos desmontarían... sigue leyendo en el Día de Córdoba

miércoles, 20 de julio de 2016

LA CANCIÓN DEL VERANO


Lo realmente cierto, lo indiscutible, lo real y verdadero, es que gracias a la Salchipapa de Leticia Sabater hemos vuelto a hablar de la canción del verano. Vaya manera de comenzar un artículo, espero que no me lo tenga en cuenta. La salchicha y la papa, tiki tiki tiki, taka taka taka, Salchipapa, lo bailan en la playa, Salchipapa, lo bailan en las discos, Salchipapa, lo bailan en las fiestas, Salchipapa, lo bailan en los bares, ¡SALCHIPAPA! Creo que con este breve fragmento es suficiente para tener un noción bastante aproximada de la calidad y estilo de la citada canción. No le recomiendo que contemple el vídeo, y que si lo hace esté acompañado por familiares cercanos, amigos de confianza, que le puedan atender en caso de sufrir desmayo, algún tipo de locura transitoria o parada cardiorrespiratoria, desfibrilador  al alcance de la mano, por si acaso. Durante muchos años, hablamos de seis o siete décadas, tela de años, la canción del verano ha tenido su enjundia, su cosa, su aquel, o como quiera llamarlo. Hasta la aparición de esta barbarie cateta, y casi delictiva, que confunde lo latino con lo aberrante, liderada por los maganes, pitbulles, daddies y yankees de gafas negras, letras hipermachistas y cabezas rapadas, el que te distinguieran con el título honorífico de ser el propietario de la canción del verano tenía su puntito, gordo. Ya no, pobre de aquel que hoy campee debajo de ese paraguas, reservado a lo horrendo y casi patético, a la basura de la armonía, a la indigestión de la composición, al vómito del talento, musicalmente hablando, claro. Y eso que a lo largo del tiempo, si uno vuelve la vista atrás, hemos llegado a contar con canciones del verano más que dignas, incluso aceptables. Pensemos en Jarabe de Palo, y su Flaca, en Alaska, primero con los Pegamoides y después con Dinarama; pensemos en Radio Futura, en Los Lobos, y su remake de la incombustible Bamba, en unos jovencísimos Tequila, o en La Orquesta Mondragón, del histriónico Gurruchaga.
Y para los más mayores, recuperemos hoy esas canciones del verano interpretadas por Concha Piquer, Juanito Valderrama, Celia Gámez, Estrellita Castro o Luis Mariano, hablamos de hace muchos años, pero también de grandes nombres de la música popular –un toque cultista de última generación-. Leyendas patrias, de NODO, Pelargón y Gran Vía. Grandes nombres que dejaron paso a Concha Velasco, Fórmula V, Manolo Escobar, más allá del carro o Peret, padre legítimo de la rumba catalana, palabras mayores. Y una más que merecida mención para esa italiana rabiosamente platino y divertida que sigue siendo Raffaella Carra... sigue leyendo en El Día de Córdoba
 

miércoles, 13 de julio de 2016

ONCE

Once minutos para la ilusión, once minutos que sobraron, once minutos que nunca llegaron a ser. Once. Aunque a veces acaban diez, o nueve. Once, es el número. Once jugadores por equipo, once. Once Copas de Europa, once. Tal vez sea el fútbol el deporte más ilógico e injusto que existe, más descerebrado y anárquico, y tal vez por eso lo amamos. Porque es la ventana que se abre en nuestra rutina –demasiado poético me ha quedado esto-. Pero también podemos llegar a detestarlo, precisamente por eso. Y se puede amar al fútbol de muy diferentes maneras. Tal y como sucede con el amor que nos profesamos entre las personas, también puede traducirse en un amor insano, doloroso, cruel, desdichado, amargo. Hay amores que amargan, los que matan pasaron a la historia o deberían estar en la cárcel. Amor es vida. O es como la vida, escoja. Hemos vivido unas últimas semanas muy futboleras, aunque en algunas ocasiones hemos hablado más de los aledaños del fútbol, o del epicentro del fraude y la carroña. Que les pregunten a De Gea y Muniain por un tal Torbe o parecido. Menudo lío, menudo sofocón de Edurne. Sofocón de los gordos. O que le pregunten a Alves, que cuenta con la capacidad de ofrecer más titulares por sus payasadas en las redes sociales o por sus olvidos con Hacienda que por sus jugadas o por su cambio de equipo. O que le pregunten a Messi, ya juzgado y sentenciado, por defraudar en los impuestos que todos los españoles pagamos escrupulosamente. Si en vez de futbolista, de crack sideral, fuera político, reclamaríamos cadenas perpetuas, escarnios públicos en la plaza del pueblo y demás condenas graves, pero no. El yo no sabía nada en esta ocasión se justifica y se entiende, pero si eso mismo lo responde cualquier responsable público es imposible de creer. Y es que el fútbol es mucho más que una ideología, más que la Hacienda pública y la educación de nuestros hijos. Es mucho, mucho más, un sentimiento, como cantó Calamaro, ese cantor prodigio y prodigioso de la Argentina melenuda del 78.
A los aficionados al fútbol, normalmente, nos gusta más hablar de fútbol que contemplarlo o practicarlo. De hecho, hay aficionados que los partidos trascendentales no pueden verlos en directo, abrumados por los nervios y demás ansiedades. Me incluyo en este pelotón, me temo. ¿Hay partidos trascendentales?, bien podría preguntarse. Busque en todas las posibles acepciones de trascendental, que tal vez alguna valga. Me decía el otro día un amigo, gracias Gonzalo, que puedes cambiar de nacionalidad, de pareja, de casa, de perro, de coche, de batidora, de móvil, de sexo y hasta de intención de voto, pero de equipo no es habitual cambiar. Tal vez sea la mayor fidelidad de nuestra vida. ¿Una tragedia? Fieles a un... sigue leyendo en El Día de Córdoba

jueves, 7 de julio de 2016

LA DEMOCRACIA ERA Y ES ESTO


Mire, si ya me ha leído con anterioridad no se sorprenderá, pero aún así prefiero dejarlo claro desde el principio, vaya que se trate de un lector primerizo en esta columna. (Bienvenido, pase sin miedo). No me gusta nada el resultado de las pasadas elecciones, nada, ni lo más mínimo, pero es lo que hay. Se llama Democracia, por si alguien todavía no lo sabe, sí, Democracia, y normalmente no contenta a todo el mundo, pero es que de eso se trata, de aceptar y acatar lo que decide la mayoría. Que sí, que usted no puede comprender que tras los casos vividos, los sms a Bárcenas, Panamá, la Púnica, la Gürtel, Rato, Rita y Fernández Díaz haya quien los siga votando, y lo comprendo, pero haga como yo, simplemente, no los vote, y punto. Que sí, que yo también estoy muy disgustado, cabreado, incluso decepcionado, sí, pero lo acato, lo acepto, lo asumo, forma parte de las reglas del juego. Y aún así amo este juego, que se llama Democracia. Funciona así, es muy simple, es muy fácil. Un juego que nos permite influir en nuestra sociedad, en los que nos gobiernan, en nuestro destino. Nos convocan a las urnas, y votamos, que es introducir una papeleta con una opción política dentro de un sobre, así de simple. Solo eso. No tenemos que razonar nuestro voto, no tenemos que darle explicaciones a nadie, salvo a nuestra conciencia; libre, secreto y personal. Así, tal cual. Y no, no nos piden una formación reglada, un mínimo de estudios, haber estado de Erasmus, un siete en Lengua, una beca o yo qué sé, no, nada, tener 18 años y contar con la nacionalidad española, ya está. Por tanto, el voto del arquitecto vale exactamente igual que el del encofrador, el del mecánico de mi barrio que el de Fernando Alonso, el de la pediatra de mis hijos que el del okupa de la esquina, el de Amancio Ortega que el del último desahuciado. Lo mismo, pesan igual. Y me encanta que suceda eso, lo adoro, me fascina y me tranquiliza. Sí, me tranquiliza, porque en al menos en algo todos somos iguales y eso es maravilloso.
Mire, le insisto, que no me gusta el resultado, lo repito, pero de ahí a tener que seguir soportando a todos esos Dragós que han salido del armario del rencor y la desconfianza hay un trecho. Ya está bien, ya está bien, al cuadrado. Que la Democracia no es solo maravillosa cuando tras el recuento sale lo que yo he votado o más me gusta y basura cuando no es así, que no. Que mi opción política no es la de los inteligentes y las demás las de los ignorantes, incultos, corruptos, delincuentes, lelos y demás especies, que no, que la cosa no funciona así. Y es que me asquean tanto esas explicaciones tan clasistas y tan profundamente fascistas que se emplean para justificar una derrota electoral que llego a dudar de si realmente hemos asumido, o no, los valores democráticos. Sin ir más lejos, para justificar el triunfo del Brexit hemos escuchado: es que han votado los abuelos incultos de las zonas rurales. Vale, pues que hubieran ido a votar lo contrario los jovencitos universitarios y urbanitas de Londres y resto de grandes ciudades. Urbanitas o rurales, mismo valor del voto, lo aplaudo y lo coreo. Perdone que insista tanto, pero es que soy muy demócrata, amo este invento de participación ciudadana que se inventaron los griegos. Que tiene algunos matices que no me gustan, pues claro, igual que lo tienen mi pareja, mis hijos o mis amigos y por eso no dejo de quererlos y de admirarlos.

Mire, la Democracia era y es esto, tal cual, y si no le gusta y si no lo acepta debería mirárselo cuanto antes, porque tal vez tenga un problema de intransigencia e intolerancia en fase aguda, que los hay, y me temo que son incurables. El pasado 26 de junio los españoles, sí, los españoles, decidimos que el PP tendría que ser el partido encargado de formar Gobierno –y esta vez, escuche bien, Arriola, no puede renunciar-, el PSOE el de liderar la oposición, Podemos el de ser la tercera fuerza y Ciudadanos la cuarta, y nada más, así de simple. Esa es la letra de la canción que compusieron las urnas. Que esto podría haber tenido otro final, que podría no haber sido como es, que nos podríamos haber ahorrado una votación y seis meses de espera, indiscutiblemente, aunque eso tal vez lo tengan que explicar algún día muchos de los que ahora dudan de la Democracia y no aceptan de buen grado el resultado electoral.