domingo, 21 de noviembre de 2010

NOMBRES PROPIOS

















La verdad es que fue una semana triste, como las lágrimas de Alonso sobre su bólido tras participar en la estrategia más absurda que se haya presenciado en una carrera de Fórmula Uno. También cabe el de Alonso en este listado de nombres propios. Y hasta el de Puigcercós, ignorante y maleducado, presuntuoso, político de pacotilla, que enroscado en la valentía del púlpito y el megáfono vomitó su mezquina proclama. Lo añadimos a la relación, obviamente por sus celebérrimos deméritos. La semana, que fue la semana anterior a ésta que concluye con fríos de invierno, nos trajo dos desgracias, dos muertes, de calibre para la cultura nacional. Por una parte, se nos fue Carlos Edmundo de Ory, ese gaditano irrepetible, poeta ultrapersonal, que buscó en el exilio premeditado un espacio sobre el que desplegar su poesía exiliada de las modas, los saraos y demás hipotecas. Crucial e iluminado, Ory empleó la poesía para proyectar su personalidad y mundo interior. Es decir, no fue un funcionario de la poesía, fue poesía, a secas, en gesto y palabra, en silencio y distancia. También fue un poeta, y narrador por exigencias del guión, el maestro Berlanga. Lo conocí una mañana granadina y primaveral, un día inolvidable. Lo tenía a mi lado, lo tocaba, lo miraba a los ojos y no me lo terminaba de creer. Hablamos de esas cosas que a él tanto le gustaban y muy poco de cine, más por humildad que por hastío. La primera reseña que apareció de una novela mía en un suplemento cultural y nacional, el crítico dijo que era una historia berlanguiana y eso me hizo muy feliz. Mucho. Las películas de Berlanga me han mostrado la esencia humana, sus diferentes capas, como si se tratara de una cebolla, sus estridencias y curvas, su insípida transparencia a ratos.

Tras la semana de duelo, dos grandes alegrías. Por un lado la calificación como Universal de un Arte que ya era sobradamente Universal: el Flamenco. Lo certificaron en Nairobi, no pudieron escoger un escenario más peculiar para un acto de justicia largamente demandado. Las voces de Camarón, Mairena, Agujetas, Carmen Linares, Morente o Fosforito ya están incluidas en el catálogo de un bien inmaterial que forma parte de la millonaria sociedad planetaria. No creo que el Flamenco sea sólo un bien, es Historia, esencia, es nuestro ADN, y tampoco considero que sea inmaterial. Es tangible, concreto, te pellizca, te afecta, te seduce, te envuelve, sientes su fuerza, su latido, es una forma de ser, de respirar. Hay quien considera que el Flamenco, el puro, el jondo, es un bocado que sólo saborean unos cuantos elegidos, los entendidos, y no puedo estar en más desacuerdo. El Arte, en cualquiera de sus manifestaciones y expresiones, de la Literatura a la Pintura, no requiere de explicaciones, no traza fronteras, te conmueve, simplemente. Y a cada uno de nosotros se conmueve por motivos muy diferentes. Apenas distingo sus palos, sus toques, y, sin embargo, a pesar de mi manifiesta ignorancia, el Flamenco me acaricia y sacude, me atrapa en su magia desgarrada.

Para rematar, más poesía, la nueva proeza de mi admirado y querido Joaquín. Durante muchos años, Las Ollerías –otrora Obispo Pérez Muñoz- fue un espacio incierto para la Córdoba de las casas de vecinos y las fachadas encaladas. Las Ollerías, como la Avenida Barcelona o como Ciudad Jardín, era esa nueva Córdoba inesperada e inquietante, esa otra nueva ciudad que crecía en los márgenes de la vieja ciudad. Las Ollerías es el título del poemario con el que Joaquín Pérez Azaústre ha ganado el Premio Loewe de Poesía, uno de los galardones más emblemáticos y prestigiosos de cuantos existen en lengua española. A mí, sinceramente, no me ha sorprendido. De Joaquín espero esto y más, y nos dará más alegrías, muchas más, seguro, porque es una voz en permanente evolución, y porque es un autor con una vocación y un talento incuestionables. Las Ollerías, como el propio Joaquín, son magníficas metáforas de la Córdoba actual, esa ciudad que ha cambiado considerablemente en los últimos años y que se proyecta hacia el futuro con la conciencia, ya sí, de poder y querer alcanzar los objetivos. Joaquín, Berlanga, Ory y el Flamenco, nombres propios de estos tiempos trepidantes. Nombres que nos señalan lo que hemos sido y somos, y, sobre todo, lo que seremos.

El Día de Córdoba

domingo, 14 de noviembre de 2010

UN DÍA CON EL MAESTRO

















Homenaje a Luis García Berlanga, recupero un artículo que escribí hace años.

A principios de semana, tuve la oportunidad de compartir un día con un creador que admiro y venero como maestro, y que proclamo como genio. Su nombre: Luis García Berlanga. Ni que decir tiene que los prólogos al encuentro se caracterizaron por el nerviosismo y la vergüenza. Yo, que siempre he reconocido mayores influencias cinematográficas que literarias, me enfrentaba cara a cara con el gran maestro. Me temblaban las piernas.

A sus ochenta años recién cumplidos, Luis –tuteo por obediencia al maestro- posee esa vejez dicharachera, sabia, libertina-libertaria, mordaz y ocurrente que sólo unos pocos alcanzan. Físicamente, su cuerpo se mantiene sobre unas rotulas de titanio, que le robotizan un tanto el movimiento, pero conserva ese corpachón suyo tan característico. Mentalmente, el disco duro de su memoria se encuentra en perfecto estado, rebosante de datos y anécdotas, que narra sin rubor porque Luis ya está en otra cosa –o en sus cosas-.

Ríe como un niño que ha recibido un regalo, se fija en los pies –en los tacones- de las jovencitas con el descaro de un quinceañero, habla del cine actual con la pasión del forofo futbolero y recuerda su vida con la gratitud del que ve cumplido sus sueños. “¿Bienvenido Mr. Marshall? Sí esa es la peor película que he hecho”, y te lo dice así, como si tal cosa, y claro, se te queda cara de tonto, porque tú la has visto treinta veces y te sabes los diálogos de memoria. Y algo parecido sucede si le mentas “El verdugo” o “Plácido”, auténticas obras maestras, vigentes por calidad y actualidad, y que él cataloga como películas “que no me quedaron tan mal”. Porque su preferida es “París-Tombuctú”, y se queda tan ancho.

Hoy Luis es transparente, y te habla con naturalidad del sexo que le gusta practicar u observar, de las horas que le dedica a los cómic y revistas pornográficas –todo un experto- y del alejamiento voluntario que practica encerrado en su caótico estudio. Ya no tiene que seguir alimentando al personaje. Eso sí, se mantiene en su tradicional condición: “soy lesbiano”. No es una broma del viejo maestro; es pura sabiduría.

El Día de Córdoba

miércoles, 10 de noviembre de 2010

DIFUNTOS









En bolsas de supermercado lleva varias gasas y bayetas, un estropajo y un par de botellas de agua. La escalera de tres peldaños ya está en el maletero, junto a la rueda de repuesto. Mientras tomaba un café en la cocina llegó su hijo de la fiesta de Halloween, el disfraz de vampiro evidenciaba el trote de la noche. Muy temprano, a eso de las siete, se introdujo en su vehículo y condujo hasta el pueblo en el que nacieron sus padres, a más de cien kilómetros, en la frontera de los límites provinciales. Esa misma carretera que recorrió cientos de veces en el autobús de línea, desde la infancia hasta no hace tanto. El reloj marca las nueve de la mañana, se detiene junto a la floristería que hay tras el cementerio. La semana pasada encargó tres docenas de claveles. Desde aquel frío noviembre de 2001 que se quedó sin flores, previsora, quince días antes llama a Julia, la propietaria, hija de la Julia de siempre. Dentro del cementerio, una breve parada ante el nicho de los abuelos, para comprobar que sus tías siguen cumpliendo con lo acordado. El mármol de la lápida está empañado por el polvo, blanquecino, una telaraña ha comenzado a crecer en una esquina. Con la ayuda de la escalera, retira los floreros de plástico y comienza a limpiar con esmero la piedra, tal si se tratara de un espacio reservado a seres vivos. La mecánica actividad no impide que por su cabeza desfilen imágenes del pasado, de su infancia, vestida de domingo, con enormes lazos en la cabeza, ríe entre sus padres. Se puede llamar Luisa, Carmen o Marta, también se podría llamar Jesús o Carlos, pero la estadística nos regañaría. Como cada arranque de noviembre, con cada vez menos sabor a gachas, recordamos a nuestros difuntos, a los que ya no están, les entregamos parte de nuestro tiempo y de nuestras habilidades. Los visitamos, nos acordamos de ellos, porque de alguna manera siguen estando muy presentes entre nosotros.

Durante decenas de domingos y demás festividades he visitado a mis difuntos en el cementerio. El hacerlo ha forjado en mi interior el decidido convencimiento de que la incineración es la expresión más neutra y menos esclavista, más limpia, de la muerte; mi elección para cuando hayan de elegir los demás por mí. Sin embargo, comprendo perfectamente, porque los he sentido muy cerca, a todos aquellos que necesitan encontrarse con sus difuntos, visitarlos en un lugar concreto en el que mostrarle su dolor y sus recuerdos. Hay quien convierte el nicho o panteón del ser querido en una especie de nueva casa, y la cuida con esmero, procura que el tiempo y sus cosas se noten lo menos posible. Encala los alrededores, mantiene con brillo el mármol, no permite que las flores se marchiten, como si se tratara de una evolución de aquellos egipcios del pasado que se enterraban con alimentos y recuerdos de sus familiares, con el convencimiento de que la muerte no era más que el inicio de un largo viaje hacia una nueva vida. Es cierto que en nuestro país existe lo que podríamos definir como un culto a la muerte, y que lo expresamos en los cementerios, colocando flores en la cuneta de una carretera o convirtiendo un entierro en una manifestación de duelo comunitario. La muerte genera en nuestro interior emociones muy diferentes, y todas las expresiones externas son igual de respetables, ya sean por respeto a la tradición o por convicción propia.

Si uno se detiene un instante a pensarlo, las tan defenestradas aperturas de fosas por el mismo sector de siempre, cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, no deja de ser eso: un reencuentro con nuestros difuntos, y, por tanto, con nuestros recuerdos. La necesidad de saber que nuestros seres queridos están ahí, en un nicho o bajo tierra, que existe un punto concreto en el que poder llorarlos. Y es que todos, de un modo u otro, necesitamos conocer el destino de nuestras raíces. Como todos los años por estas mismas fechas, acudimos a los cementerios, y puede que tras este gesto se esconda una acción mecánica, un cumplimiento con la tradición o, también, una necesidad por activar el recuerdo y mantener en nuestra vida de hoy capítulos y personas fundamentales de nuestro pasado. En este reencuentro con nuestros difuntos se esconde el no querer enterrarlos definitivamente, el necesitar sentirlos a nuestro lado. Aunque pretendamos lo contrario, lo seguirán estando, porque mucho de ellos sigue vivo en nosotros.

El Día de Córdoba

lunes, 1 de noviembre de 2010

SINCERAMENTE










Existe un tipo de persona que cada día llevo peor, que me cuesta más entender: el “sincero inconsciente”. Me explico, este tipo de persona suelta por su boca lo primero que se le ocurre sin tener en cuenta la conveniencia del momento, de quién tiene enfrente, de los posibles daños colaterales, etc. El “sincero inconsciente”, que suele ser reincidente, todo hay que decirlo, una vez que se ha percibido de su metedura de pata, bien por reflexión propia o bien por indicación de un segundo –normalmente cabreado-, suele excusarse en frases tales como “yo soy así”, “es que yo siempre digo lo que siento”, “es que no me las pienso”, y demás coletillas que compondrían un catálogo tan amplio que bien podrían rellenar todas las páginas de este periódico. El que les escribe, que no es tan “sincero”, cuando tiene enfrente a uno de estos “sinceros inconscientes”, le gustaría por unos segundos contar con la habilidad de los citados y decirles algo parecido a “tu sinceridad me importa menos que cero y lo que deberías ser es un poquito menos “sincero” y un mucho más educado”, por ser suave. Pero bueno, también es verdad que la inmensa mayoría de estos “sinceros inconscientes” nos dejan de ser fernandosalonsos de la palabra, y la prudencia y las ideas y la velocidad los atropellan en la primera curva. Si a estos “sinceros inconscientes” cada día entiendo menos, existe otro tipo de “sincero”, el que bien podríamos clasificar como el “sincero energúmeno”, que ya no es que escape a mi entendimiento, no, es que rechazo de plano, incomodándome tanto su presencia y discurso como para hacer todo lo posible para no querer sentir ni a kilométrica cercanía su presencia. Porque este caso de “sincero” dice lo que piensa, lo que ha masticado, lo que respira, y lo dice con orgullo, con arrogancia, aunque la suya sea una verdad horrenda y despreciable.

Dicho esto, hablemos del todavía –más que nunca en minúscula- alcalde de Valladolid. En nuestra sociedad, a pesar de lo que ha llovido, hay quien no cree en la Igualdad, y muy especialmente en la Igualdad que debe existir entre hombres y mujeres. La violencia de género es la plasmación más feroz y trágica de esta evidencia, ya que no deja de ser la representación más tácita de la desigualdad. La gracieta de este individuo sobre la nueva Ministra de Sanidad, Leire Pajín, no es que me parezca desgraciada, errónea, maleducada y demás adjetivos, muchos otros de mayor fuerza expresiva, es que lo entiendo como un desproporcionado ejercicio de machismo troglodita. Porque si la nueva Ministra de Sanidad no fuera una mujer y joven, sino un señor cincuentón con chaqueta y corbata, les puedo asegurar que no habría padecido semejante ataque. No, seamos sinceros, no habría sido insultado de esta manera, no. Y es que hay quien cree que una mujer, y especialmente una mujer joven, es una diana fácil sobre la que clavar sus vomitivas y energúmenas sinceridades. Bibiana Aído, es un magnífico ejemplo; estrujando mi memoria como una esponja no puedo recordar una figura política que haya sido tan vilipendiada en la historia democrática de nuestro país. Menos mal que nació muchos años después de que Manolete falleciera en esa agosteña tarde de Linares.

Puede que este sujeto de Valladolid consiguiera parte de sus objetivos, el hacerse notar y el que al día siguiente fuera el gran protagonista en la toma de posesión de la nueva ministra. Porque los medios nos transmitieron las ideas de Rubalcaba, la emocionada despedida de Moratinos, las intenciones de Jiménez, las cualidades del nuevo ministro de Trabajo, de todos ellos tuvimos su voz política, salvo de Leire Pajín, eclipsada por la bruma acida que desprende un ataque machista. Desgraciadamente, creo que el todavía alcalde de Valladolid dijo lo que realmente pensaba, que no fue un “sincero inconsciente”, que no metió la pata, que se podrá disculpar mil veces, pero que piensa lo que piensa, lo que siente. En los últimos días, y tras los exabruptos escuchados, y no sólo me refiero al alcalde vallisoletano, también Dragó o Pérez Reverte se han añadido a tan dudoso y poco selecto club, me temo que si estableciéramos el Día Mundial del Energúmeno Mental unos cuantos se sentirían especialmente identificados, y hasta puede que lo celebraran descorchando una botella, de cava o de lo que sea. Sinceramente, la sinceridad del “inconsciente” no me interesa, por maleducada e inapropiada, y la sinceridad del “energúmeno” me repugna, por su propia naturaleza.

El Día de Córdoba