domingo, 18 de mayo de 2008

BARNABY CONRAD, UNA PASIÓN ESPAÑOLA (epílogo)



Miro de reojo hacia el palco, el presidente juguetea con su reloj. Antes de que asome su pañuelo blanco que ordena al clarín que entone el temido aviso, me despido. Como uno de esos jóvenes toreros, sediento de gloria y enfermo de pasión, que se atreve en su primera actuación en público a emular los pases inventados por los grandes maestros, copio con descaro al maestro Hemingway en su despedida de la citadísima Muerte en la Tarde.
Si yo hubiese podido conseguir que esta biografía fuera realmente una biografía, habría procurado que lo contuviese todo; las calles de San Francisco, cuándo te dije que no te llamaría cobarde, las arboledas de cada mañana, el olor a colegio y cebada, cinco dólares, el sudor del cuadrilátero, los primeros besos, ese pedazo de Montana que es el cielo de un niño, Big Tumber, el rescoldo del fuego, las clases de piano, la electricidad de un rodeo, un dormitorio invadido por una ventana, Panamá es lo que ves allí, iremos todos juntos, la tragedia de un hermano, el girar de una ruleta; el llanto de los niños de Tijuana, el tequila comprado en la madrugada, el sexo de Ofelia, no puede ser que sea la madre, lo es, hombres que cruzan la frontera, el polvo de El Rodeo, el tacto de una muleta, los sueños de un amigo, los amigos con sus uniformes de la Marina, códigos secretos en Washington, la noticia de un destino, el sueño de un destino. Estaría también en esta biografía el sonido de los tranvías que atraviesan la Alfama, Portugal no era una fiesta, bailaba a su propio ritmo, una canción lenta y brumosa, que te abraza a dos mujeres, la Guerra no se escucha aquí; el Consulado de Vigo, húmedo y oscuro, puerta de un nuevo mundo, el petróleo español que alimenta la barbarie nazi, los visados que crujen entre los dedos, las mañanas aburridas mientras el mundo es una noria, que gira y gira, que gira y gira, el periódico que narra las gestas de un héroe; un tren lento y fatigado que atraviesa la Meseta, el ganado que se asusta, que trota sin dirección, mientras un hombre contempla ese tren que atraviesa la Meseta, buena tierra, seca y dura, amplia, hasta donde los ojos llegan. Y estaría Madrid y sus chicas Topolino, y el resquemor que deja el vino barato en la garganta, una visita a Galerías Preciados y una madrugada en la Gran vía, solitaria y callada, con el olor aún del gasógeno, tras una noche en Chicote, qué guapa la cigarrera, y despierta, muy despierta, qué me vas a contar, un botellín de cerveza a las puertas de Las Ventas, saca el pañuelo que lo vamos a sacar a hombros; y estaría el Parque de María Luisa, con todos sus árboles, que son miles, y todos cuentan con su propia historia, un bosque de historias y personas, el Consulado queda cerca, algunas ramas se le cuelan por las ventanas, el Costurero de la Reina, pero ésa es otra historia, cualquier día te la cuento, me la cuentas ahora, ahora nos vamos a tomar la penúltima, siempre la penúltima; cigalas envueltas en papel de estraza, manzanilla en rama, el trajín de la calle Sierpes, el tacto del mármol blanco, los farolillos de la Feria, el sonido de una guitarra, el suspiro de una saeta, el homenaje en el cementerio de la Salud. Volver a vivir todo eso; el descubrimiento de un país que parece no llorar sus heridas, el miedo a lo desconocido, las playas en el río, los aguadores junto a la Catedral, los animales de la Alfalfa, los churros que se escurren por las mangas, un traje corto que escuece las rodillas, el miedo, el miedo, siempre está el miedo, aunque lo espantes con una copa de brandy, los burdeles de Santa Cruz, vengo a conocer a las niñas, la costa que te regala un minuto de infancia, me puedo ver en casa, Serranía de Ronda, la motocicleta asmática de cansancio, el torero perfecto que dejó su valor en una botella de fino, la Torre del Oro y sus buenos recuerdos, morena y con mantilla, la vista desde la altura, el Mediterráneo, que es un mar asequible y viejo, un proyecto de océano, calle Larios, chanquetes y espetos, el sabor de la sal carbonizada, el vino dulce, las calles de Torremolinos antes de que fuera Torremolinos; varios hombres, paso lento, quiénes eran esos hombres, qué hacían esos hombres, por qué esos hombres, el humo en los ojos, el viento en la cara, el viaje, cómo fue realmente el viaje, el sonido de la gloria después, el sonido más lindo, yo lo creí escuchar una vez, pero aún seguía dormido; una mujer con alma de torero, torero de los grandes, la admiración, la curiosidad, las estrellas en sus ojos, el amanecer en sus ojos, el mar en sus ojos, he creído haberlo visto, pero sé que no lo he visto, siempre estaré aquí. Y haría falta regresar en el tiempo escondido tras una máscara de normalidad, aplaudir en los tendidos, dejarse atropellar en Pamplona, saltar sobre el burladero, sentir miedo de verdad, los cuernos de un toro muy cerca del vientre, conquistar a una mujer desde una ventana, retocar el color nebuloso de unos ojos, meter las manos en la pecera, contar los segundos que puede durar una tragedia; caminar sobre el barro, encender un cigarrillo con una vela, vomitar la diversión de una noche, esconder el cuerpo cuando la fiera avanza, abrazar el recuerdo del amigo fallecido, tomar un anís en Los Corales, volar sobre las praderas, despertarse sobre el océano. Y no hay nada en esta biografía de los camareros repeinados que atendían las tabernas, de la comida tras la tienta, tras el miedo, de un niño que merodea entre los establos, de un frío y gris despacho en Vigo, de la máquina de escribir que odiaba utilizar, de los impresos garabateados con tinta acuosa, del sentimiento tras una noche de alcohol y barbitúricos, del dolor de la despedida, del dolor que es la muerte de un hermano, un dolor terrible; de las calles de Málaga, de las calles de Barcelona, del Puente de San Francisco, de la soledad en un camarote, del rastro de unos labios que no se vuelven a besar, de la pólvora que huele el suicida, del pasodoble que quisieron escuchar y que la banda no interpretó, de aquellos trofeos que los críticos se inventaron, de los contratos pactados, de las reglas incumplidas, de las promesas incumplidas, de los sueños incumplidos; de ese rubor que es un instante permanente, de la sangre que brota tras la herida, de una blanca y oscura habitación de hotel, de lo que nunca escuchó el amigo muerto. Y luego podíais pasear por el Parque de María Luisa, Paseo de las Delicias, una mañana de primavera, Colón, Sierpes, Embajadores, Campos Elíseos, Séptima Avenida, Coliseo Romano, río Guadalquivir, los barcos que parten más allá del océano, por las calles de Lima, La Legua a lo lejos, chavales despeinados que se arrojan a las vaquillas, camino del aeropuerto, de nuevo te encuentro, nunca me he ido, por el aliento del maestro tras una noche de alcohol y discusiones, sigue siendo como siempre, por las avenidas de Nueva York, el regreso de los guerreros, algunos mutilados, todos perdedores; por las calles de una ciudad que me es desconocida, aunque siempre la recordaré, la recordaré en mi cuerpo, en mi dolor y en tus palabras, por los pasadizos del México desconocido, el de las calles perdidas y las mujeres sin nombre, el alcohol que se desparrama por las paredes, la ciudad de los gringos locos e insensatos, van a matar a ese gringo, por la Santa Barbara del descanso, de los escritores, de un hombre agarrado a un pincel que rescata sus recuerdos sobre el lienzo. No volveremos a Villa Inocencia, sus raíces se confunden con los cimientos de esas urbanizaciones que se anuncian en un periódico, ni a la barra de El Matador, que olía a Marilyn, y que conservaba el eco de Sinatra y los gritos de Capote, ni al rancho de Hunt, testigo de un final, testigo de un abandono, ni a las puertas cerradas del Consulado en Sevilla, ni al de Vigo, ni al de Málaga, abandonados, desmantelados, olvidados, ni a los amaneceres de Tijuana, ni a la cama de Ofelia, ni a las tientas en invierno, ni a la baranda del carguero ni a la pajarería ni a la orilla del mar ni a esa Feria oscura y callada ni a las misas de siete. Y en el Consulado Americano, vestido de torero, con sombrero cordobés, recibía al bueno de Sidney Franklin, no llegan los contratos, seguro que esta temporada es la tuya, asomado a la ventana, preparo café, no le dijo su nombre, la toalla colgando de una barra, en Lima, en Perú, barrio de Miraflores, la señora Herrera, su casa, sus encajes en los visillos, en el hotel, el sonido de un piano que es el mismo sonido de cada noche, cada vez que la toco pienso en ti, en ese taxi se fueron seis meses, perdidos para siempre, en el horizonte, entre las astas de los toros, un hombre montado a caballo, como un general ante su ejército, las mañanas de los sábados, el pan junto a la chimenea, los libros sobre la mesa, en el dormitorio con ojos al mar, cierra la ventana, nos pueden ver, y el mar se colaba, cada noche, cada mañana, en un coche que devora la carretera, no llegamos, no llegamos, se nos muere, se nos muere, un cuadro por concluir, la chica que corre sobre la pista de tenis. ¿Qué más podría contarles de Barnaby Conrad?




Barnaby Conrad, una pasión española.

Fundación José Manuel Lara, 2007.

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