domingo, 16 de noviembre de 2008

LA VIDA EN LA PANTALLA


La verdad es que la vida esta nuestra –de cada día- se puede evaluar y contabilizar desde numerosos ángulos, ya que la nuestra es una vida poliédrica, difusa y transparente, recta y curvilínea, en idénticas proporciones. Rara es la semana en la que no aparece un nuevo estudio que analiza y cuenta en lo que invertimos buena parte de nuestro tiempo. El tiempo que le dedicamos a dormir, en la mayoría de los casos menos del recomendable, me temo. El tiempo que le dedicamos a trabajar, ese dato siempre es superior al deseable, sea cual sea su trabajo. El tiempo que pasamos con las manos al volante, o el tiempo que le dedicamos a ir de un lugar a otro. El tiempo que le concedemos a la lectura, siempre debería ser más, sea cual sea el dato; el tiempo que pasamos frente a la televisión, siempre debería ser menos, sea cual sea el dato. El tiempo de nuestras vidas que le dedicamos a estudiar, cocinar, al ocio, al deporte, a ir al cine, a cazar, a pescar, a viajar, a descansar… En fin, son demasiados los vectores que podemos contar y sumar, y me temo que casi siempre los resultados nos sorprenderían, aunque tras pensarlo un instante nos daríamos cuenta de que no son para nada erróneos o exagerados. Hace unos años, Andrés Neuman, escritor argentino afincado en España, publicó una excelente novela, titulada La vida en las ventanas, que narraba las relaciones que se pueden llegar a entablar en la Red, entre los navegantes más asiduos y aventureros. La Red, el ordenador a secas, nos ofrece una de las pantallas a la que más tiempo le dedicamos en nuestras vidas, dependiendo de la profesión o afición de cada uno, pero pensemos en todas esas pantallas con las que convivimos, y a las que le dedicamos una atención mayor de la que imaginamos.
Aunque muchos seamos ya los que nos apartamos de la media más generalista, la primera pantalla –tras la del ordenador- a la que entregamos una buena proporción del tiempo de nuestras vidas es a la de la televisión. La hemos incorporado como un elemento más de nuestras familias, en demasiadas ocasiones –haga memoria- la mantenemos conectada aunque no le prestemos la más mínima atención. Necesitamos escuchar su runrún, saber que está ahí, que no estamos solos, que alguien nos acompaña, aunque sólo sea un electrodoméstico parlanchín. En cierto modo, puede llegar a sustituir a ese loro de antaño, que no necesita aprender, que ya lo sabe todo solito, y al que no debemos dar de comer mientras sigamos pagando el correspondiente recibo de la electricidad. Pero continuemos repasando todas esas pantallas que nos acompañan en nuestras vidas. La pequeña pantalla del teléfono móvil –pdas y similares-, que miramos para saber quién nos llama, para redactar un mensaje o para programar nuestra agenda personal. Las pantallas que inundan las estaciones de tren, las paradas de los autobuses o las terminales de los aeropuertos, en donde podemos leer cuando iniciaremos el viaje o el número de puerta que debemos tomar. La pantalla de las videoconsolas, a las que les entregamos nuestro tiempo y nuestra inteligencia, solventando complicados problemas matemáticos o esquivando a los alienígenas que pretenden invadir nuestro planeta. La pantalla del reloj, ya sea digital o de manecillas, comprobamos si acudimos puntuales a nuestro trabajo, si no llegamos tarde a la importante cita. La pantalla de la alarma de nuestra casa, que nos transmite tranquilidad y desasosiego al mismo tiempo; la minúscula pantalla del termómetro, ansiosos esperamos sus pitidos, que la fiebre haya desaparecido de nuestros hijos en las largas noches de insomnio. La pantalla del mp3 o de la radio, seleccionamos la canción favorita o la crónica del día; la terrible pantalla del despertador, que nos expulsa de la cama con malos modos, sin ningún atisbo de cariño o comprensión.
Paul Auster pretendió pesar el humo de los cigarrillos que consumimos en Smoke. Si nosotros pudiéramos cuantificar las horas que pasamos frente a la pantalla –ante cualquier pantalla- y sumáramos las cantidades, quedaríamos perplejos ante el tiempo que le dedicamos. Y me pregunto, confieso de antemano que no conozco la respuesta, ¿este tiempo entregado a las pantallas supone renunciar a nuestra propia vida, obviar la realidad? En el momento en el que nos encontramos, me cuesta adivinar si la realidad, la vida, se encuentra ya plenamente asentada en la pantalla o sólo es una virtualidad, una fábula, el mayor placebo de esta época que nos ha tocado en suerte. Lo que no me cabe duda, es que, de momento, por mucho que en diferentes ocasiones nos quieran vender lo contrario, los sentimientos y las emociones aún no las podemos encontrar en la pantalla.




El Día de Córdoba

2 comentarios:

José Luis Castro Lombilla dijo...

Esta columna está cojonuda...¡Deberían darla por la tele!

Salvador Gutiérrez Solís dijo...

en los intermedios de gran hermano... o antes de la entrevista a julián muñoz...