miércoles, 5 de noviembre de 2008

GUADALAJARA 2006 (Fragmento)


Germán Buenaventura dejó de respirar durante unos segundos cuando el avión aterrizó en México D. F. Tras varios minutos sobrevolando un océano de casas y fábricas, el avión se coló entre los rascacielos para dejarse caer –nunca mejor dicho- sobre una pista oscura y pequeña, atrapada entre tejados y avenidas.
-Menos mal –dijo Germán.
-Ni me he enterado –dijo la chica que viajaba al lado.
Un vuelo interminable para Germán Buenaventura. A la tercera hora el escozor de sus hemorroides ya se había transformado en una intensa quemadura que le obligaba a cambiar de postura cada tres minutos y a visitar el retrete –medio bote de Hemoal y de Synalar Rectal, un aliviante frescor por unos brevísimos instantes- cada treinta minutos. A la quinta hora sus rodillas y tobillos se habían dormido, un cosquilleo le ascendía por la columna vertebral y su corazón ya se había familiarizado con las 135 pulsaciones –por minuto-. Javier Tendido, siempre con las manos en el teclado de su ordenador portátil, cambió su primera batería. A la séptima hora se acabaron los bocadillos de fiambre de pavo, los últimos supervivientes, y las botellitas de güisqui y ginebra, Antonio de las Heras, un poeta de Almería, se bebió la última ración de Cardenal Mendoza. A la novena hora, cuando ya había conseguido provocarse sangre en todos los dedos de las manos, ni una sola uña que seguir apurando, Germán Buenaventura volvió a reunirse con don Arturo Ballesteros: su hijo Genaro dormía y roncaba, como un camión al que no cambian el aceite en los dos últimos años, y Celeste leía con desmayo y aburrimiento un gruesa revista de moda. Don Arturo Ballesteros se empeñó en descorchar una nueva botella de champán, para hastío de sus acompañantes, y tras beberse una copa de un trago le volvió a decir a Germán que aún no entiendo lo que pasó con la novela de la Guerra Civil, que ya me da igual, que hasta prefiero que haya pasado así, que cualquiera invierte ahora en ladrillo en la Costa del Sol, pero que no lo entiendo, que lo teníamos todo a favor, seguro que no hablaste con los miembros del jurado, que te conozco, que te ahogas en un vaso de agua, que se te va la fuerza por la boca, que te conozco yo a ti más de lo que imaginas. A la décima hora, tan sólo por separar su trasero del asiento, Germán Buenaventura se dedicó a visitar a los escritores diseminados en el avión, se mostró nuestro protagonista especialmente simpático, generoso en palabras, activo en sus proposiciones, nos lo vamos a pasar de muerte. A esa misma hora de vuelo, varios de los pasajeros comenzaban a organizarse, jaleados por Mario Fernández Soto, con la intención de acorralar a los flamenquitos de la cola y obligarles a callar aunque sólo fuera por unos minutos, absolutamente hastiados de tanto fandanguillo borrachín y de tantas gracietas de cateto que nunca ha salido de su pueblo –por suerte la cosa no pasó a mayores-. A la undécima hora, como si volviera a ser ese muchacho que enviaron a la ciudad a casa de sus tíos, Germán comenzó a rezar, en realidad hubiera querido llorar, realmente aterrorizado. Javier Tendido, tres baterías ya consumidas, seguía escribiendo. Y, por fin, aterrizaron los escritores andaluces en México, sanos a salvo, unas doce horas después.
-Esto no ha sido nada, me acuerdo yo de un vuelo a Tanzania… -relataba el escritor aventurero.
-Yo le sigo teniendo respeto a esto, y los evito cada vez que puedo –decía el escritor precavido.
-Para mí se han convertido en una rutina, en una parte más de mi vida –desdramatizaba el escritor experto.
Todos los escritores esparcidos por el avión se reunieron en la salida y se encaminaron a buscar la puerta que les habría de conducir a su último vuelo y fin del largo trayecto: Guadalajara. Arrastrando sus equipajes de mano, los más de treinta escritores –veinte poetas, seis estudiosos, tres ensayistas y cuatro narradores, incluida la narrativa infantil- siguieron el camino que les indicaba Jaime Javier Tores, avezado viajante, experto en aeropuertos, hombre cuerdo donde los haya.
-¿Seguro que vamos bien?
-Por allí ponía Guadalajara…
-Es de otra compañía…
-Para mí que…
-Hacedme caso, coño.
-Dejadlo ya, que este tío sabe de esto.
Como una hilera de hormigas con su recolecta para sobrellevar el duro invierno, los más de treinta escritores, sumisos y disciplinados, recorrieron dos terminales completas del caótico aeropuerto de la capital Mexicana sin encontrar la puerta de embarque. Los que cerraban el grupo, cansados de arrastrar sus equipajes, decidieron preguntar a un policía que se bebía una soda en la esquina de una cafetería.
-Amigos, van justamente al contrario –canturreó el policía la respuesta.
-Este Tores es gilipollas –dijo un poeta de la Diferencia.
-Los gilipollas somos nosotros por hacerle caso –dijo un poeta de la Experiencia.
-Pues nos quedan diez minutos –alertó una narradora.
Todos los escritores le dedicaron un gesto despreciativo a Jaime José Tores cuando ascendieron al avión. Don Arturo Ballesteros y sus dos acompañantes ya se encontraban a bordo, ocupando cómodamente sus asientos en la zona preferente.
-Un poco más y pierdes el avión –le dijo con un sonrisilla grotesca a un sudado Germán, más nervioso que asustado, en esta ocasión.
-¿Y usted como ha llegado tan rápido?
-Nada, le he pagado cincuenta dólares a un tío para que nos trajera y para que cargara con las maletas, que hay que tener mundo Germán, un poco de mundo, que estaréis muy bien de letras, pero ya está… -y Celeste esbozó una sonrisa malvada.
Germán, en ese momento, pensó en todo lo que podría ofrecerle a esa bella mujer que amaba en silencio desde el primer instante que la conoció y todo lo que jamás podría darle.
Treinta minutos después de un vuelo revoltoso y basculante, en el que los flamenquitos no se atrevieron a abrir la boca para fortuna de todo el pasaje, el avión aterrizó en Guadalajara. A la salida, dos chicas en vaqueros y deportivas sujetaban un enorme letrero en el que se podía leer: Autores invitados a la FIL.
-Ahora es cuando hay que tener cuidado con las maletas –dijo el poeta temeroso, todavía impresionado por la tragedia padecida por la galleguita –que luego apareció canija y hermosa en la portada del Interviú- en su Luna de Miel.
-Joder, que es un país civilizado…
-Pero no te atrevas a beber agua del grifo, que me han dicho que pillas algo malo seguro…
-Yo lo que estoy loco es por tomarme ya una cervecita…
-Unas pocas dirás…
Un mexicano alto y enorme, dos hombres en uno, tanto en altura como en anchura, según iban llegando, arrancaba las maletas de las manos de los escritores y las lanzaba a un carromato que una vez fue verde, remolcado por un pequeño tractor pintado a franjas rojas y negras.
-Que me la destroza este tío…
-¿La puedo poner yo?
A bordo de dos microbuses, los más de treinta escritores, entusiasmados por al fin haber llegado, tarareaban rancheras con deleznable afinación, trataban de imitar con desafortunado desacierto el acento local, y los más atrevidos, los más jovencitos y un maduro con trayectoria amplia, les tiraban los trastos a las dos azafatas que les habían recogido en el aeropuerto. Don Arturo Ballesteros, su hijo Genaro y Celeste –a la que a todos seguía presentando como su secretaria particular-, mientras tanto, se dirigían a su lujoso hotel cómodamente instalados en una tan despampanante como chabacana, de color dorado.
Los escritores llegaron a Guadalajara de noche, una noche de un frío extraño y meloso, el reloj marcaba las once. Con las narices pegadas a los cristales de las ventanillas examinaban la ciudad que los habría de acoger durante los próximos cuatro días. Germán Buenaventura, olvidado ya el miedo del vuelo, bromeaba con el nombre de las calles, con la música que se escapaba de los automóviles, con los anuncios de las vallas publicitarias. En cierta manera, se comportaba como ese chaval que por primera vez sale del hogar familiar en su viaje de fin de curso.
El hotel, City Express, enclavado en un polígono industrial en las afueras de la ciudad, en la intersección entre dos enormes avenidas, rezumaba modestia y soledad en su fachada y vestíbulo. En la primera noche en Guadalajara, pese a las tentaciones de los poetas más jóvenes, dispuestos a devorar la noche, Germán Buenaventura decidió descansar para estar en las mejores condiciones al día siguiente.
-Esto no ha hecho más que comenzar.

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