martes, 5 de junio de 2018

TRECE


Nunca podría haber llegado a imaginar que mis artículos de las Copas de Europa conquistadas por el Real Madrid se convirtieran en una especie de rutina anual. Feliz y extraordinaria rutina. Lo he explicado en alguna ocasión, soy madridista porque mi padre lo era y porque cuando era un niño nuestro Córdoba transitaba entre la Tercera División y la Segunda B, en el mejor de los casos. Y aún así disfrutaba mucho de aquel Córdoba, recuerdo a la perfección el delirio colectivo que provocó el ascenso que le ganamos al Valdepeñas, con viaje incluido en tren. Aquel legendario gol de Valentín. Espero que sigamos celebrando la permanencia, cuando lea estas palabras. Iba a los partidos del Córdoba, he sido socio durante muchos años, y disfrutaba de los partidos del Real Madrid por televisión, cultivando ambas aficiones. Tal y como mis amigos las compaginaban con el Barcelona, el Atlético o Athleti. Algo que es muy frecuente, si nos paramos un instante a pensarlo, en todas aquellas ciudades que no están acostumbradas a tener un equipo estable, y no solo ocasionalmente, en Primera División. Cada vez que el Madrid ganaba una Copa del Rey, de la UEFA o una Liga, mi padre me decía que eso no era nada, que él había visto ganar seis Copas de Europa y que eso era la leche. Y tanto que lo es. Tal vez por eso me recuerdo llorando a moco tendido en esa final que perdimos frente al Liverpool, precisamente, con aquel equipo tan greñoso como ramplón, capitaneado por media docena de Garcías, como si se hubieran escapado del poemario de Pablo García Casado. Ese Madrid de Luis de Carlos que tan pocas alegrías nos dio, especialmente en el ámbito internacional, donde el equipo blanco ya no era lo que fue. Con la llegada de Mendoza, sus machos y la Quinta del Buitre la cosa mejoró, en cuanto a competiciones nacionales, en Europa nos tuvimos que conformar con un par de UEFAS, ganadas más por corazón que por juego, tras algunas remontadas que combinaban lo milagroso con lo heroico.
La Copa de Europa seguía siendo esa punzante espina clavada en lo más profundo del corazón madridista. Para los que hoy contemplan y disfrutan esta supremacía continental, recordarles que hubo un tiempo no tan lejano en el que los partidos europeos, sobre todo los que jugábamos lejos del Bernabéu, eran una especie de pesadilla, cuando no una tortura. Lo frecuente era que nos cascaran y que como mucho en cuartos nos despidiéramos de la competición. Parecía que una maldición, tan efectiva como duradera, se había instalado en el club merengue, y durante años contemplábamos el gran trofeo europeo como una quimera imposible. Pero llegó Mijatovic y su milagroso gol contra la Juve y con él nuestra primera Copa de Europa en color. Y llegaron el golazo de Zidane, el baño al Valencia,  las agónicas victorias contra el Atlético, la goleada a la Juve de Buffon y esta venganza consumada contra el Liverpool de Salah, Klopp y Karius, gran protagonista de la final a su pesar. Ni Sinatra en sus mejores tiempos ha alcanzado tales parámetros de entonación. Vaya manera de cantar, y hasta de berrear.
La pasada noche de la final de Kiev, me acordé mucho de mi padre, de todas las finales que vimos juntos y en las que me recordaba las Copas de Europa que había disfrutado antes de que yo naciera. Seis. Daría lo que fuera por tenerlo delante y decirle que ya he visto siete, todas en color, y que me habría encantado que las hubiéramos celebrado juntos. Y es que a pesar del impresentable egocentrismo de Ronaldo, los infantiles comportamientos de algunos jugadores –recordemos: son futbolistas, no científicos o intelectuales-, a pesar del dinero desmedido, de la prensa cavernaria y de los ultras, el fútbol tiene mucho de sentimiento, de emoción, de remover recuerdos, de éxtasis incluso. Hace casi cuatro décadas yo era un niño que lloraba a moco tendido viendo como su equipo perdía una Copa de Europa frente al equipo que ganamos la pasada semana, el Liverpool. Un grandísimo rival, tanto en historia como actitud. En cierto modo el fútbol es como la vida, y lo realmente importante no es la altura en la que se encuentre la noria, eso es lo de menos. Lo importante es estar dentro, seguir girando, subido en la noria. Y en la despedida me doy cuenta que se puede alabar a tu equipo sin vilipendiar al contrario, vaya, y yo que pensaba que se trataba de un deporte para salvajes.
 

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