Admiras
a ese amigo, todos tenemos uno, que se atreve a contar chistes ante una legión
de desconocidos, envidias a esa amiga que se arranca a cantar copla o que no
duda en agarrar el micrófono y emular a Rocío Jurado en el karaoke –en el fulgor
de la fiesta-, como una ola, se nos rompió el amor o la que encarte, te
impresiona esa estrella del rock que berrea y salta ante miles de seguidores
como si se pasease por el patio de su casa, alucinas con ese torero que cita al
toro en el centro de la plaza ante la atenta y silenciosa mirada de los
graderíos repletos de espectadores. Admiro al presentador de televisión que se
queda mirando la cámara, sin pestañear, sin ruborizarse, y dice todo lo que
tiene que decir, sin inmutarse, sin perder la voz, como si nada. Admiro,
especialmente, al orador que se enfrenta a un silente auditorio y se expresa
con claridad, hilvana las ideas con soltura, no duda, no amaga, los nervios no
desordenan sus frases. Yo, por los menos, los admiro. Y más, de andar por casa,
podríamos calificarlo, admiro esa naturalidad, familiaridad, que despliegan
algunos amigos y conocidos para dirigirse, entablar conversación, conectar, con
un desconocido, fabricando una casi instantánea familiaridad. Los admiro, sí, y
lo dice alguien que se ruboriza cuando tiene que preguntar tal talla o número o
que le cuesta reclamar la atención tras una barra en un bar repleto de
clientes. Sí, me cuesta. Pudor, vergüenza, reparo, corte, timidez, pavor,
incluso horror, póngale el cascabel al gato, antes de que salga huyendo por la
ventana y no lo volvamos a ver.
Jorge Valdano, ese jugador abrupto, melenudo y desvencijado que con el
paso de los años se ha transformado en un refinado tertuliano y hasta en un
lúcido pensador, en 1986 escribió un artículo, en la emblemática Revista de
Occidente, en el que abordaba la casi angustiosa sensación que padecían la
mayoría de los rivales que se enfrentaban al Real Madrid en el Santiago
Bernabéu. Y para explicar esta sensación, vamos a llamarla sensación, se valió de
un término que acuñó con anterioridad el fallecido Gabriel García Márquez: miedo escénico. Valdano construía su
definición del miedo escénico, sintetizada en una mítica noche europea en la
que el Real Madrid remontó un 3-0 adverso contra el Anderlecht de Bélgica –en
sus años de gloria y grandes jugadores-, basándose en la aptitud del equipo
blanco, ese Juanito agarrado como un primate enloquecido a la reja que separaba
a los equipos en el túnel de vestuario, la acalorada complicidad de los miles
de espectadores que poblaban las gradas, plenamente convencidos, igualmente, de
la gesta, así como en la propia historia del club blanco, repleta de noches
mágicas y arrolladoras, grabadas a fuego en el escudo. Todos los ingredientes,
llevados a ebullición, desembocaron en lo que Valdano definió como miedo escénico... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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