lunes, 1 de diciembre de 2014

EL PESO DE LOS DÍAS

Si fuéramos capaces de pesar los días/momentos/minutos realmente vividos, ¿cuál sería el resultado? ¿En kilos, en toneladas, en gramos?
Ya estamos en diciembre, aquí, ya, sí, con sus antigripales y sus fiebres, y sus narices entaponadas y su tonelada de pañuelos de papel, pero también con sus mantecados y sus anuncios, con sus loterías y encuentros familiares, con sus regalos y sus centros comerciales a reventar, sin su paga extra, me temo, que eso era de cuando estábamos de fiesta, aunque muchos jamás nos enteramos en dónde se celebró la fiesta. Cómo pasa el tiempo, es que ni te enteras, que hace tres días estaba guardando el árbol del año pasado, me espetó la vecina en el ascensor y agradecí, muy sinceramente, no compartir la sensación. Hago, y alguna vez consigo, que los días pesen, cuenten, que no pasen por mi vida como si tal cosa, como si no importasen, como si no fueran uno más entre otros muchos idénticos.  Porque todos los días son diferentes, especiales, o al menos hay que salir de la cama con esa pretensión, porque lo cierto es que abundan los feos, pero feos de narices, y hasta los espantosos, para qué nos vamos a engañar, que por ocultarlos no van a dejar de llegar, ojalá pudiéramos. Con frecuencia, a colación, recuerdo la teoría que se despliega en Smoke, la película de Paul Auster, que teorizaba sobre el peso del humo, y que lograba a adivinar tras calcular la diferencia entre la suma de la colilla y la ceniza obtenida  y el cigarrillo inicial. Más o menos. Hay días, muchos, desgraciadamente, que apenas han aportado unos insignificantes gramos en el peso de nuestras vidas. Esos días, no necesariamente feos o espantosos, planos, vacíos, huecos, que el corazón ha mantenido inalterable, flemático, aburrido, el ritmo de su latido, sin variar uno solo de ellos. Como un metrónomo anestesiado e inflexible, robotizado. Si importáramos la teoría de la película de Paul Auster tal vez nos sorprendería comprobar lo poco que hemos vivido, lo poco que hemos consumido, gastado, de nuestros días, lo poco, sí.
Y cuando me refiero a días gastados no me refiero a todos esos días en los que no hemos plantado nuestra bandera en la cúspide del Himalaya, que no hemos debutado en el Bernabéu, que no nos ha tocado la Primitiva, que seguimos sin cambiar de coche, moto, smartphone o piso; ya sabe, esos días que el reflejo que nos ofrece el espejo es el mismo y hasta va a peor –arrugas y canas-, y el sonido del despertador sigue siendo la gran puñalada que da al traste con el sueño por alcanzar. Esos días, muchos días, ya sabe. Indudable y afortunadamente, no todos situamos nuestras metas en el mismo lugar, y no todas, necesariamente, están relacionadas con algo material, superficial, que se puede contabilizar en cifras. Es más, las metas que mayores beneficios y felicidad nos reportan son aquellas que conectan directamente con nuestras emociones, con los que tenemos más cerca. Sentimientos, sí, tan bellos y olvidados. Sí, hay vida, y mucho más hermosa, más allá de la cuenta del banco, y seguramente esa obsesión por la cuenta del banco, que tan fácilmente aceptamos y asumimos, es el gran mal de nuestro tiempo. 
Caigo en estas cosas, no sé si divago, incluso deambulo, en diciembre, que es como el mes Selectividad del año, ya que enero es el mes “primer día de clase”, chispa más o menos. Ahora que los periódicos, las revistas y los programas más variopintos, elaboran todas esas listas, los mejores libros, películas, canciones o concursos del año, pero también los frikis más frikis de 2014 –dura pugna me temo-, o los corruptos más corruptos –más dura si cabe-, o los más populistas entre los populistas –desafío total-, ahora que repasamos lo que han dado de sí estos 365 días que buscan su pañuelo para despedirse de nosotros, tal vez sea bueno repasar cómo nos ha ido, cuánto tiempo le hemos dedicado a ser felices, o por lo menos a intentarlo, o a los nuestros; cuánto tiempo hemos amado, deseado, besado, acariciado, cuánto tiempo hemos reído, y a lo mejor sería bueno olvidar el que le hemos dedicado al llanto. ¿Somos capaces de recordar todos esos buenos momentos? Espero que no, que sería la señal más evidente de que han sido pocos, muy pocos, como para poder retenerlos con exactitud en la memoria. 

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