lunes, 6 de febrero de 2012

LA MALETA DEL ENTRENADOR

Tras leer el siguiente artículo, me he acordado de un artículo que publiqué hace unos años en El Día de Córdoba.

La trituradora de técnicos


Como aficionado atemporal y desmedido, desde muy pequeño, los entrenadores de fútbol me han generado sentimientos agridulces y contradictorios. Sentimientos de difícil conexión, debido a las abismales distancias de sus génesis. Es muy difícil de explicar; por un lado he llegado a sentir rabia cuando he considerado que no acertaban con un cambio o con una alineación, y por otra han despertado mi compasión cuando los he visto contra las cuerdas, tras una mala racha del equipo en cuestión. En cualquier caso, a lo largo de los años, he comprendido que se trata de una profesión a ratos injusta, porque en un solo instante pierden todo el protagonismo; desmedida, porque habitualmente se les considera, y consideramos, como únicos responsables de todos los males; errante, sin una dirección fija que escribir en el remite de la carta; y generosa temporalmente, cuando se está en activo, y en categorías de cierto nivel, ya que el salario es superior a la media del resto de trabajadores.
Vivimos en un país con treinta millones de entrenadores, reales, y unos cuantos de miles, con el título oficial bajo el brazo. Tras la mayoría de cada uno de nosotros se esconde un entrenador de fútbol, que sacamos a la palestra frente a la pantalla del televisor, en el estadio o en los desayunos. Todos nos suponemos con el suficiente aval y experiencia –y me refiero a las interminables horas que hemos ejercido de espectadores-, para emitir un juicio o apreciación, o, simplemente, nuestra disconformidad. La mayoría de nosotros no nos atreveríamos a discutir las decisiones de un abogado, de un médico o de un arquitecto, y sin embargo, al entrenador de fútbol siempre lo tenemos en el punto de mira, y no le perdonamos ni la mínima. Cada partido, cada cambio, cada rectificación o declaración, es un duro examen a superar. El entrenador que la semana pasada nos pareció maravilloso, vanguardista y modélico, a la semana siguiente –y si el Sevilla te mete cuatro, por ejemplo-, puedes llegar a aborrecerlo y desearle el más inminente y duro de los castigos. Seríamos felices viéndolo defenestrado, en la cola de la Oficina de Empleo. Entonces, en plena ofuscación, no nos acordamos de las familias de los entrenadores, de sus sentimientos y demás circunstancias personales.
La maleta de los entrenadores, como es de suponer, requeriría de toda una novela –o tratado-. Maletas errantes y trabajadas, mil veces engordadas y vaciadas. Maletas descosidas por el uso o el maltrato, maletas como únicas compañeras en los momentos más difíciles. Imagino a la sufrida maleta, escuchando las apenadas conversaciones de su propietario con los familiares lejanos, padeciendo las soledades de las frías habitaciones de los hoteles. Imagino a la maleta del entrenador contemplando el resumen del partido en la televisión, viendo los pañuelos en las gradas, las declaraciones amenazantes de los directivos, las críticas de los comentaristas. También puedo imaginar, por otra parte, a una maleta incómoda, deseosa de malos resultados, suplicando el cese, ya que no termina de adaptarse al clima, a la habitación o a las vistas de la ciudad ocasional en la que reside.
Han sido muchos los entrenadores, y sus maletas, que han desfilado por nuestra ciudad en los últimos años. Los hemos tenido de todas las procedencias y tamaños; artesanales en sus planteamientos, complicados en sus galimatías sin resolver; existencialistas en su propia supervivencia; prácticos, reservados y siempre, todos, perecederos –como yogures que se agrian antes de lo indicado por la fecha de caducidad-. A ninguno de ellos los hemos dejado plantar raíces en nuestra tierra, ni tan siquiera se han visto obligados a cambiar de maleta. La mayoría de ellos se fueron con la misma que llegaron.

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