martes, 1 de febrero de 2011

RELIGIÓN CIVIL
















Uno de los momentos más pintorescos de mi vida tuvo lugar cuando me invitaron a lo que yo entendía como una Primera Comunión, de las de toda la vida, y nos citaron a los asistentes a la celebración directamente en el restaurante donde iba a tener lugar la convidada. Obviemos la lista de regalos, el precio del menú, la orquesta y la copa, lo que el niño sacó, obviemos eso ahora. Aunque no frecuento las iglesias, salvo por motivos arquitectónicos o cuando ya no me queda más remedio, debo reconocer que me sorprendí sobremanera al escuchar la respuesta tras preguntar dónde había tenido lugar la ceremonia: en ningún sitio, es una Comunión por lo civil. Quise mostrar naturalidad, pero no me cabe duda de que mi intención se quedó en nada, por el gesto que descubrí en el rostro de la madre de la criatura. Madre que, tal vez necesitada de ofrecer una explicación convincente, que apaciguara mi estupor, comenzó a argumentar aquello de que es una fiesta de la familia y nada más, el niño se encuentra rodeado en el colegio de otros niños que reciben un montón de regalos, los ven con los trajes nuevos, y ¿tú cómo le explicas a la criatura la verdad?, y no paran de poner anuncios en la tele –porque hay quien llega a explicarte que la culpa es del Corte Inglés y de esta sociedad consumista que hemos montado entre todos-, que si esto y que si lo otro y todo eso que todos habremos escuchado en numerosas ocasiones a lo largo de nuestras vidas. En ocasiones pienso que estamos atravesando por un proceso similar, aunque radicalmente inverso, al de los inicios del cristianismo, cuando sacralizaron todas las fiestas y costumbres paganas de origen romano, instauradas en el tiempo y en los hábitos de los ciudadanos.

Por tanto, no me extraña que una asociación cordobesa haya solicitado la cesión de espacios públicos para la celebración de ritos religiosos pero en su vertiente laica, de la misma manera que tampoco me extraña la respuesta ofrecida por los representantes municipales, negándose a la iniciativa. Puede que sea éste el resultado de este sí pero no en el que nos hayamos inmersos, este falso laicismo que no termina de instaurarse por el peso de la costumbre. A España puede que le ocurra algo muy parecido a lo de aquella pareja joven –póngale rostros y nombres, porque todos conocemos unos cuantos ejemplos- que asume su ateísmo o su no sintonía eclesiástica pero que reconoce, al mismo tiempo, que van a contraer matrimonio por la iglesia para no darle un berrinche a sus padres. Y lo mismo sucede con el bautizo de los hijos, el entierro, etc., entre todos hemos construido una religiosidad protocolaria o religiosidad costumbrista que asumimos con naturalidad, ya que forma parte de la sociedad en la que vivimos y nos hemos criado. Producto de un tiempo no tan lejano, en el que la religiosidad no fue precisamente protocolaria, implacable y oficialmente impuesta. Religión y expresiones religiosas que aún conviven entre nosotros por expreso deseo, es justo reconocerlo, y porque, bien cierto igualmente, en la mayoría de las ocasiones están unidas o ligadas a momentos lúdicos festivos en los que el sentido primigenio desaparece para dar paso a otros muchos menos etéreos o sacros. Y así nos encontramos con romerías de todos los tamaños y colores, ferias de día y de noche, cruces de mayo, patrones y patronas, Navidad y demás santoral que se celebra y festeja como corresponde.

Por eso no sé si somos más un país religioso que un país festero, o tal vez seamos las dos cosas al mismo tiempo, aunque todo parece indicar que le tenemos más querencia a lo segundo. Pongamos una barra, una parrilla con pinchitos, un par de altavoces y cualquier excusa religiosa y todos pasamos por allí, se convierte en un auténtico éxito. Aunque no los conozco por experiencia propia, creo que los quinarios, triduos o la adoración nocturna no cuentan con tantos simpatizantes. Pasamos una transición política, social, económica, pero a la religión, o a la iglesia –que aquí es lo mismo por cantidad y siglos-, la dejamos a un lado, no hemos llegado nunca a asumir esos preceptos constitucionales que proclaman que España es un estado aconfesional. Todavía se siguen produciendo auténticos debates, cuando no conflictos, sociales cuando alguien alza la voz y cuestiona la vigencia de la simbología religiosa en centros públicos, en actos oficiales o en el calendario –que son esos maravillosos festivos que todos disfrutamos y celebramos, por otra parte-. Para muchos la Babel española reside en que los senadores puedan seguir las sesiones en los idiomas oficiales del Estado a través de los célebres pinganillos, pero a mí no me cabe duda de que esta religiosidad civil en la que estamos inmersos en mucho más surrealista y babélica. Por calificarla de alguna manera.

El Día de Córdoba

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