domingo, 24 de octubre de 2010

SECUNDARIOS
























Uno se nos fue y otros volvieron. Una mesa vacía, con su fotografía sobre el tablero de mármol con el único objetivo de paliar su agigantada ausencia. Una cápsula, que se cuela en las entrañas de la Tierra, a la espera de un milagro. Casi al mismo tiempo que se apagaba la luz de Manuel Alexandre, comenzaban a verla los treinta y tres mineros chilenos atrapados en la ya legendaria mina San José. Durante un tiempo, los denominados secundarios han copado las portadas de los periódicos, han sido, contradiciendo su condición, los grandes protagonistas de la actualidad. Diez o doce años atrás, pasé una tarde en el Café Gijón, observando a Manuel Alexandre, apenas un par de metros nos separaban. Mi primera intención, nada más acceder al establecimiento, fue la de sentarme a su lado y tomarme un té, porque la sensación de familiaridad, de conocimiento, que me transmitía el actor parecía no querer tener en cuenta la realidad. Cualquiera que sea seguidor del cine español, no es necesario ser un cinéfilo patrio empedernido, se ha encontrado con Manuel Alexandre a lo largo de los años en la gran pantalla o en la de la televisión, que siempre es más cercana. Esa calvicie característica, esa sonrisa bondadosa y elegante, esa capacidad de transformación sin necesidad de acudir al maquillaje, han estado presentes en buena parte de las mejores películas que ha parido el cine español. Manuel Alexandre, como Makelele tras Zidane, como Richards tras Jagger, como Gala tras Dalí, estaba ahí, dando consistencia, fabricando credibilidad, ofreciendo profesionalidad, certeza, calor, buen hacer. Miraba a Manuel Alexandre desde la mesa de al lado y durante algunos momentos tuve la intuición de que Berlanga, Bardem, Fernán Gómez o Trueba aparecerían en cualquier instante, escondidos tras cualquier esquina, que lo estaban dirigiendo y filmando sin que ninguno de los presentes nos pudiéramos dar cuenta.

Tras la muerte de Alexandre se ha repetido la palabra secundario hasta la saciedad, como si el fallecido fuera el más claro y mejor ejemplo para ilustrar el calificativo. Y puede que lo fuera, tal vez lo quiso así, lo que no me cabe duda es de que la huella que ha dejado yo la situaría en la primera línea, en la parte más elevada del altar de la admiración. A partir de esta premisa, también podemos encasillar a los treinta y tres mineros chilenos como secundarios, sobre todo si tenemos en cuenta las tendencias de esta sociedad que adjudica los papeles protagonistas a diferentes personajes, personajillos y demás especies de dudosa reputación y desconocido oficio. Del mismo modo que, por esos conceptos y clasismos que hemos ido acuñando a lo largo del tiempo, no encuadramos en el mismo plano a un minero que a un médico, un abogado o un arquitecto. Por tal motivo me ha parecido tan emocionante, tan restituyente, la odisea de los mineros chilenos, que desde todos los rincones del planeta se contemplara con admiración y alegría su rescate. Por una vez, los mineros no son protagonistas por una manifestación, por una marcha reivindicatoria o por un nuevo descalabro laboral. Además, gracias a los mineros chilenos hemos podido conocer mejor la dureza de una profesión terriblemente exigente, del constante peligro al que se enfrentan, de las brutales condiciones físicas, incluso anímicas, a las que se enfrentan cada día, en los intestinos de la Tierra.

A los secundarios, en demasiadas ocasiones, tendemos a vincularlos a los miembros de esa tribu indefinible que pretenden triunfar, o lo que ellos y ellas entienden y reconocen como triunfar, de cualquier manera, y, en muchos casos, sin contar con una habilidad concreta o talento para lograr ese deseado triunfo. Los secundarios, cuando tienen la posibilidad de situarse bajo el foco destinado a los protagonistas, nos ofrecen la más sabia lección de lo frágil e incierta que puede ser la superficie sobre la que se mantiene la gloria, el éxito, el éxtasis. Los secundarios nos conquistan con facilidad, ya que sus triunfos nos son cercanos, o deseamos que nos sean cercanos, y porque nos muestran posibilidades que considerábamos imposibles, inaccesibles, predestinadas a otras personas. Tal vez por eso, el protagonismo de los secundarios fabrica una emoción tan contagiosa, tan familiar como deseada, tan cercana, tan nuestra.

El Día de Córdoba

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