lunes, 6 de julio de 2009

TOLERAR


Las palabras suelen ser caprichosas, o celosas, estrictas guardianas de sus propios significados y frecuentemente las ordenamos y empleamos a nuestro antojo, sin respetar su verdadera esencia. Entonces, las palabras nos muestran nuestra equivocación, exponiendo su verdad, que es la verdad academicista y notarial del diccionario, que queremos o no sigue siendo el indiscutible propietario de los significados. Con frecuencia, desde la clase política, los tertulianos pagados o improvisados, los fabricantes de opinión, cuando abordan temas que podríamos entender como “delicados” o susceptibles de “malas interpretaciones” repiten con gran asiduidad, conjugándolo en todos sus tiempos, del presente al futuro, el verbo tolerar. Nos animan a que seamos ciudadanos tolerantes, a que construyamos una sociedad tolerante, a que toleremos todo aquello o aquellos que no son como nosotros, a que hagamos de la tolerancia una bandera que enarbolar ante todas aquellas discriminaciones o peligros que nos acechan. Particularmente, y tal vez por disciplina o complicidad con el diccionario, la palabra tolerar no me gusta, o no me gusta de la manera que se emplea en multitud de ocasiones. Si usted busca la palabra en el diccionario –y perdóneme tanta “palabra” y “diccionario”, exigencias del guión-, de las cuatro acepciones que nos ofrece, y hasta que no llegamos a la última –respetar las creencias…-, nos dice que tolerar es padecer, resistir, sufrir, soportar… Si revisamos en nuestra memoria, quién no recuerda docenas de intervenciones de nuestros alcaldes y alcaldesas pasadas y presentes vanagloriándose de que Córdoba es el ejemplo de la tolerancia, como ya demostró en su esplendoroso pasado del cuento de las mil y una noches. O sea, que si me guío por el diccionario, nuestros antepasados cordobeses soportaron, padecieron y sufrieron a judíos y moriscos, que tampoco fue tan bonito y dulce el cuento como nos cuentan, para desdicha de los asesores de Obama.

Tengo unos zapatos que no me gustan demasiado, que son los que debo calzarme cuando desgraciadamente me veo obligado a embutirme el traje. No son unos zapatos que alguna vez me haya puesto por gusto, por sentirme cómodo, bien; forman parte de la obligación laboral, bien podríamos definirlo así. Aún así, reconozco que no son feos del todo, que son, en resumidas cuentas, unos zapatos que tolero, a secas. Lo de mis zapatos, lo podemos extender a las lentejas, a una camisa, a un compañero de trabajo, a un programa de televisión o a una modalidad olímpica. Es decir, vivimos rodeados de personas, situaciones u objetos que toleramos en mayor o menor medida, que no forman parte de nuestro ideal, pero que están ahí. O sea, que no nos queda más remedio que soportar. Cuando hablamos de inmigración, de personas en riesgo de exclusión social, o cuando se celebra el Día del Orgullo Gay, por ejemplo, no nos cansamos de repetir –y conjugar- el verbo tolerar. Evocamos la tolerancia como el gran reto social, el maravilloso éxito a alcanzar y no caemos en la crueldad o en la contradicción que se esconde tras la palabra. Esto me lo planteo desde una postura bienpensante, porque espero que sean pocos, y si es ninguno mejor, quien emplee la palabra en su verdadero significado, ya que esconde una aceptación obligada, una convivencia “no deseada”, aunque sí soportable, con algo o alguien que no nos termina de gustar.

Escoger las palabras adecuadas, seleccionarlas, ordenarlas de la manera más acertada sigue siendo un ejercicio en construcción, un reto en el que emplearnos a fondo, sobre todo si quien las pronuncia cuenta con un altavoz que escucha la ciudadanía. De ahí que sea un gran defensor de la palabra normalización, acción y efecto de normalizar. En varios de los ejemplos citados anteriormente es la verdadera tarea a realizar, el camino a recorrer: poner en orden lo que no estaba. Crueldades, antojos o bondades de las palabras, representaciones escritas y sonoras de nuestros pensamientos. Tal vez tengamos que comenzar por nosotros mismos, por normalizar nuestros pensamientos, para más tarde lograrlo con nuestras palabras. En cualquier caso, se trata de una tarea que merece la pena.

El Día de Córdoba

1 comentario:

NB dijo...

Excelente artículo, Salva. Hay por allí una raíz griega de "tolerar" que se relaciona con la idea de "curar", lo cual sería aún peor, ¿eh? ¡No me toleren, que no lo necesito porque no soy un enfermo! Voy a buscar el dato con más exactitud.
Pero por supuesto estoy en total desacuerdo con que nos hayan acostumbrado a usar las palabras sin tener idea de lo que realmente decimos con ellas. Hace muchos años -décadas...-, Borges dijo en un reportaje, respondiendo a una pregunta sobre la Guerra de los Seis Días en la cual el periodista mencionó el "problema judío": "¿Por qué dice usted el "problema judío"? Eso es aceptar de antemano que los judíos son un problema...". Es obvio que la afirmación de Borges es silogística, casi falaz, pero en su estilo elegante de siempre, "el Viejo" -como lo llamamos en Buenos Aires- lo que en verdad hacía era roer, ya en aquellos años, los cimientos de esa falsa certeza del lenguaje mediático, que a mi juicio tanto mal ha hecho.
Saludos desde Buenos Aires.
Néstor