miércoles, 2 de julio de 2008

EL VIEJO Y EL TORERO



Regresó a España después de muchos años de ausencia, aunque su corazón y buena parte de su memoria nunca hubieran emprendido el viaje. Más viejo, más blanco, más lento, más experto. Desde su primera visita, no dudó el escritor en calificarlo como el mejor país del mundo. Disfrutó de nuestras mujeres todo lo que –éstas- le dejaron, se entregó a nuestros vinos con nocturnidad y alevosía, descubrió una gastronomía de sabores diferentes y chispeantes. Pero, sobre todo, se encontró de frente, como si las llevara esperando toda la vida, con las corridas de toros. Asombrado por la muerte en la tarde, buscó el vuelo de la muleta de Belmonte en destartaladas plazas ocultas en el mapa, admiró a Villalta con devoción religiosa, el corazón le latió sobresaltado ante los arrestos de Maera, brindó hasta la madrugada con el Niño de la Palma. Conoció la España republicana, y la España en Guerra, que se encargó de contarla al mundo entero, en periódicos y novelas. Durante la España franquista se alojó en el verano peligroso, y arriesgó en las curvas más peligrosas de la emoción. Y, sobre todo, conoció la España que permanecía intacta en las entrañas del pueblo, la España de vino peleón y bacalao seco, la España de los caminos sin dirección y las noches hambrientas. A pesar de los años y sus avances, de lo que sus ojos contemplaban, esa España seguía estando viva en el interior del escritor.
El tren se acercó lentamente a la costa, la bruma y la sal se colaron por las ventanillas; el viaje estaba a punto de concluir. Muy temprano, a primera hora de la mañana, el reloj no había marcado aún las siete, el viejo ya tenía preparadas sus cañas, los aparejos y el cebo. Entró en una cafetería junto al puerto, y pidió un café largo y una copita de anís seco –con nombre legendario-, no le vaya a poner usted hielo. Tal y como le habían dicho, el torero no tardó en aparecer: despeinado, en vaqueros y camiseta, con un aro en la oreja, tan serio como de costumbre. El torero, un hombre joven de pelo rizado, nada más reconocer al escritor se acercó a saludarlo. Tímido, entrecortado, superado por la blanquecina presencia. Lo mío son las truchas de Colorado, pero seguro que aquí se sacan buenas piezas. Unos minutos después de conocerse, el viejo y el torero abandonaron el puerto, en una pequeña embarcación de casco blanco. Un sol luminoso e intenso avivaba el azul del mar, fabricando hilos de oro que se perdían en el horizonte. Sin apenas hablar, sin apenas dirigirse una mirada, navegaron durante más de una hora, hasta que dejaron de ver la costa, completamente solos en mitad del inmenso mar. Ya hemos llegado, dijo el torero, y con destreza dejó caer el ancla en el agua. Tú mandas, dijo el escritor, al tiempo que extrajo un puro habano del bolsillo de su blusón blanco.
El torero se despojó de su camiseta y dejó a la vista un atlas de cornadas y varetazos que, prácticamente, cubrían todo su torso. El precio de la gloria, murmuró el viejo. El precio de la verdad, le rectificó el torero, con gesto muy serio. El escritor, no fue un recuerdo premeditado, regresó mentalmente a una calurosa y trágica tarde de agosto, en Linares, muchos años antes, y creyó ver como el joven torero que tenía enfrente protagonizaba la escena. Creo que le están picando, avisó el torero al viejo. El hilo de la caña se tensó inesperada e instantáneamente, el corcho desapareció de la superficie y el carrete comenzó a girar enloquecido. Tira como cien truchas, exclamó asombrado el viejo, creo que no voy a poder subirlo. El torero buscó con la mirada el lugar exacto en el que el sedal se hundía en el agua y siguió el movimiento. No se preocupe, ya me ha picado a mí varias veces y lo mejor es dejarlo ir y seguir esperando el día que lo podamos sacar, dijo el joven matador. ¿Tú crees? El viejo recordó una jornada de pesca similar, semejante energía tirando de su caña y brazo. Tras un instante de indecisión, el escritor rebuscó en el interior de una caja azul durante unos segundos, hasta que pudo encontrar una pequeña navaja con mango de madera. Toma, córtalo tú, le dijo al torero mientras le acercaba la navaja. El diestro, de espaldas al viejo, cortó el hilo y durante varios minutos se quedó mirando el mar, como si pudiera seguir el recorrido de la pieza en la profundidad.




El Día de Córdoba

No hay comentarios: