viernes, 2 de octubre de 2020

EL CAFÉ DE OTOÑO

 

Escribir sobre el otoño sin recurrir a las hojas de los árboles que se caen, a la oscuridad que nos traerá el cambio de hora y a los puestos de castañas es como pretender rememorar a Raphael sin nombrar sus camisas negras. Es inevitable, me temo. Además, a este otoño hay que abordarlo desde el pesimismo, desde la incertidumbre y la cautela, porque eso es lo que nos están diciendo todos los días. Y es que la segunda ola va camino de tsunami, y a este paso nadie es capaz de predecir lo que nos pasará mañana o la semana que viene. Como decía, tiempo de incertidumbre, cuando lo que más necesitamos, lo que más demandamos, es justamente lo contrario: certidumbre. En esto de la certidumbre, tengo mi propia teoría. Hay personas que son capaces de generarla, aunque la realidad luego nos demuestre lo contrario. Pero en un principio las creemos, incluso las seguimos, y mientras nuestra creencia permanece intacta nos sentimos seguros. Algunos políticos han logrado este efecto, aunque luego nos hayamos llevado solemnes batacazos. Tal vez sea mejor así, puestos a elegir. Preferible que el desastre se padezca solo cuando toque y no desde el principio, gracias a la incertidumbre generada. Las cosas. Volviendo al otoño, que en este tiempo es un tema de lo más original, debo de reconocer que no me apasiona especialmente. Me han horripilado los otoños de los últimos años, fundamentalmente -acudamos al mantra del cambio climático-, y es que no soporto los días con temperatura de verano y luz de invierno. Para mezclas, el güisqui con cola -y según el güisqui-, que siempre me decantaré más por los sabores, conceptos, colores y olores puros. Con el fútbol me sucede algo parecido, no soporto a los jugadores que no sé de qué juegan. Kaká es un gran ejemplo, que no me gustó ni cuando decían que era bueno, porque jamás comprendí su posición en el campo.

Otoño, este otoño, cómo referirme sin pisar las hojas secas que se acumulan sobre las aceras, o sin nombrar a las mandarinas, adelanto anaranjado de los familiares de mayor tamaño, cómo, me pregunto. Este año ya no voy a hablar del cambio de hora, después del sofocón pasado, que lo tuvimos en la mano y decidimos seguir con esta cosa extraña, que es una especie de interruptor lumínico que nos hemos inventando por no sé qué teoría, estrategia o conveniencia. Este otoño voy a hablar del café, sí, del café, porque me he dado cuenta que trazo la frontera de las estaciones por el café. Entre mediados de mayo y mediados de septiembre, solo y con mucho hielo, mientras más frío, mejor. Desde ya, que comencé la pasada semana, muy largo, muy caliente y con una gotita de leche, y así hasta mayo. Y los dos me parecen deliciosos, tal vez por diferentes. Poco hablamos del café, cuando este país nuestro ha sobrevivido a casi todo a golpe de café. De malta, de cebada, incluso de "recuelo" -dos veces filtrado-, o recién molido, el café ha sido como un remedio, un consuelo en gran medida, un reconstituyente, un tapar otras carencias, y hasta otras hambres. Un café y charlamos, un café y se te quita el mal cuerpo, un café y te pones a funcionar. Ni al petróleo le hemos encontrado tantas propiedades. Hubo un tiempo en el que el café era como el petróleo, y sus oscilaciones de precio provocaban auténticos terremotos domésticos. Me recuerdo camino del tostadero de café, porque el ya molido no estaba bueno, para comprar un cuarto de kilo. Tampoco podía ser medio kilo o un kilo, que perdía el aroma. Lo de los gurmés no es tan nuevo.

El café, este otoño, me traslada a otro tiempo, muy diferente al actual, pero muy parecido, sin embargo. Porque somos como ese café que pierde el aroma, una vez molido. El molinillo de la vida nos va definiendo, sus cosas, su velocidad, el filo de sus cuchillas, todo eso que conocemos y no le ponemos nombre. Arrancamos este otoño esperando esa segunda ola que no es una nueva versión de la que cantó Rocío Jurado, sin saber cómo será cuando alcancemos tierra. Porque todo pasa, hasta las tragedias más crueles tienen su final. Sí, habrá un final, claro, y vendrán otros otoños, y nuevos y más cafés que tomar, compartir, charlar, disfrutar. Porque todo llega, todo pasa.


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