lunes, 10 de octubre de 2011

EL ARENERO DE LA MONUMENTAL




Blas nació en Bilbao durante la madrugada del 5 de septiembre de 1961. Su padre no estuvo presente en el parto, junto a otros compañeros de trabajo y algunos vecinos del barrio estuvo ayudando al retén de los bomberos que trataban de controlar las llamas que arrasaban la vieja plaza de toros de Vista Alegre. Pocas horas después de concluir el que habría de ser su último festejo, un cartel con dos cordobeses efervescentes: Montilla y un chaval alocado con flequillo histriónico, apodado El Cordobés, la plaza quedó reducida a una escombrera de ceniza, hierros retorcidos y humo. A primera hora de la mañana, con ríos blancos en las mejillas –las lágrimas abriéndose paso entre el hollín-, por fin tuvo a su primer hijo entre sus brazos. En ese justo momento, Blas decidió que no volvería a ser arenero en ninguna plaza de toros, que esa etapa de su vida había concluido definitivamente. El fuego no sólo había devorado su lugar de trabajo, su coso, su maravilloso Vista Alegre, se había llevado en unas pocas horas buena parte de su vida, algunos de sus mejores recuerdos. En esa plaza Ordóñez rozó la perfección con un toro negro y bizco, Hemingway lo contemplaba desde el tendido con un puro balanceando en sus labios, mientras Dominguín tragaba saliva con la frente apoyada en el burladero; y en esa plaza Manolete conquistó a los aficionados con su arte desmayado y frágil. En esa plaza Belmonte se coló de un salto entre las astas de un Pablo Romero para asegurarse las orejas y Marea se la jugó a puerta gayola. En esa misma plaza, le contó su abuelo, Cocherito acabó con los sombreros de los tendidos por un par de banderillas como ya no se han vuelto a ver. Demasiados recuerdos, demasiadas emociones, vividas o transmitidas. Cuando apenas nueve meses después abrió sus puertas la nueva plaza de toros de Bilbao, Ordóñez otra vez en el cartel, Blas, junto a su familia, ya estaba instalado en Barcelona. No tardó en encontrar trabajo en una empresa textil de las afueras.
El pequeño Blas heredó de su padre el nombre, la nariz afilada, las orejas levemente despegadas, el pelo recio y negro y también su pasión por la Tauromaquia. El niño no soñaba, como sus compañeros de colegio, con ser jugador de fútbol, tampoco le gustaban las películas de Tarzán y jamás aprendió a amarrar correctamente el cordel al trompo. Al niño Blas lo que realmente le llamaba la atención eran la colección de carteles, los libros y las banderillas acartonadas por las sangre reseca que su padre coleccionaba en el cuarto trastero. Allí se pasaba las horas, imitando las posturas y pases que reproducía el maestro Ruano Llopis con tanta maestría. Sin saberlo, el pequeño Blas comenzaba a recorrer el mismo camino que su padre. Y, como el padre, Blas no pretendía convertirse en matador de toros, no era ese su sueño; quería estar cerca de los toreros, pisar el ruedo, ser protagonista, en cierto modo, de aquel mundo que le fascinaba y atrapaba. Por insistencia y por la recomendación de un alguacilillo amigo del padre, Blas comenzó a trabajar como arenero en la Monumental de Barcelona. Desde la distancia, fiel cumplidor con su propia promesa, Blas aconsejaba y guiaba a su hijo en su profesión, y así le explicó cómo debía preparar la pintura en los días de viento y lluvia para que aguantara el trasiego de los animales o cómo calcular la distancia para que las circunferencias quedaran exactas o cómo dejar impecable el albero entre faena y faena sin tener que cargar varias veces la pala. Y, sobre todo, el padre le enseñó e indicó a su hijo cómo debía comportarse una arenero en una corrida de toros, “porque todos lo que hacen el paseíllo, vayan en el sitio que vayan, tienen su importancia, eso nunca lo olvides”.
Coincidió la llegada de Blas a la Monumental de Barcelona con el reinado de Enrique Ponce, los destellos de Joselito, el undécimo regreso de Paco Ojeda, la despedida de Manzanares padre y los últimos lances de Curro Romero, y prosiguió con la irrupción de José Tomás, el Juli, Morante de la Puebla, Talavante, Castella y los primeros pasos del joven Manzanares. El padre, cada tarde de toros, podía ver en su hijo los mismos gestos, semejante inquietud y rigor, que él mismo sintió durante su etapa de arenero en Vista Alegre, en su añorado Bilbao. Años felices y contagiosos, truncados hace apenas dos semanas, como si las vidas de padre e hijo estuvieran predestinadas a recorrer caminos paralelos. Y es que, desgraciadamente, lo que nunca habría querido, Blas también ha podido ver en los ojos de su hijo una tristeza idéntica a la que él padeció la noche en que nació. Las lágrimas no tuvieron que abrirse paso entre las cenizas, no, a pesar de que también un incendio lo había arrasado todo. Padre, hijo y nieto, el nuevo Blas acaba de cumplir un año, buscan en el mapa un nuevo destino. Tal vez sea el momento de regresar a casa.

www.eldiadecordoba.es 

1 comentario:

Luis dijo...

Que pena que triste un relato dedicado a un niño que le gusta ver sufrir a los toros en una plaza para deleite del público.