domingo, 10 de mayo de 2009

ALERGIAS, COINCIDENCIAS Y AZAR


 

Una vez leí que todos padecemos algún tipo de alergia, menuda la gracia. Una semilla peruana, una flor australiana o una planta del Amazonas pueden abrir el grifo de nuestra alergia escondida para convertirla en un torrencial malestar. También es cierto que si nunca vamos a Australia o Perú, lo normal es que nunca lleguemos a desarrollar esa alergia que no conocemos. Hay vocaciones o talentos que funcionan de manera semejante, o eso dicen. Tal vez en nuestro interior escondamos a un tirador con arco formidable –siempre en el centro de la diana-, a un jardinero maravilloso o a un artesano del chocolate de dimensión mundial –que tiemblen los belgas-, pero si no intentamos llevar a cabo estas tareas, si no conectamos a nuestro talento escondido con la realidad, con la técnica, con el aprendizaje, nunca lo sabremos, y recorreremos nuestras vidas sin saber esas otras personas que podríamos haber sido. Médicos, cocineros, electricistas, fontaneros o funcionarios que no deberían haber sido o que deberían haber sido, según uno se sitúe en un lado o en otro de este espejo de las coincidencias.

De igual manera que sucede con las alergias o con las vocaciones, sucede, o eso dicen, con el amor. Dicen que todos contamos con la perfecta media naranja, con la pareja más adecuada a nuestra personalidad, y que puede estar escondida en cualquier recóndito punto del planeta, en Milán, en Tokio o en Madagascar. Otra teoría, más puñetera, nos dice que son más esas posibles e idóneas combinaciones, y que en realidad contamos con siete parejas ideales, siete –ni más ni menos-. Puede ser un problema no padecido –porque nunca lo sabremos- el no encontrar a ninguna de esas siete parejas, pero seguro que es un problemón, en aumentativo –y con mayúscula-, toparte en tu vida con dos, tres o las siete de esas parejas ideales, que bien podrían estar en Chicago, en China o en el Congo Belga –que ya no sé si existe, pero que suena muy bien-. Problema o problemón que nos acarrearía grandes conflictos, sentimentales, emocionales y judiciales, me temo, consiguiendo transformar nuestra suerte en la peor de las pesadillas. Deténgase un instante a pensarlo. Aunque todo es negociable, o eso dicen. Yo, desde luego, no lo intentaría.

No sólo son las alergias, los talentos o las parejas, hay más, dicen que todos tenemos un doble idéntico, un otro –yo- que no es que se nos dé un aire, que es exactamente igual a nosotros, igualito. Calcado. Quien se lo encuentre, la impresión debe ser menuda, condimentada con susto, incredulidad y yo qué sé más. Es un tema delicado, si uno se para a pensarlo. Se imagina que su otro yo es un tipo miserable, malvado, que consciente de su duplicidad se dedica a hacerle la puñeta a los demás en su nombre, usurpando su personalidad. Mejor no encontrarlo. Aunque también se pueden llegar, como en el tema de las parejas, a satisfactorios pactos para ambos. Podemos acordar con nuestro otro yo el repartirnos el trabajo, y así sólo acudir a la oficina, al hospital o a la obra la mitad del mes, y descansar placenteramente la otra mitad. Por desgracia, también tendríamos que repartirnos el sueldo, aunque yo creo que dos “yo” iguales no gastan lo mismo que dos “yo” diferentes. No me pidan que trate de argumentar tal hipótesis.

Más allá de las coincidencias, las casuísticas y los vuelos de las mariposas, siempre he creído que tenemos la posibilidad de forjar nuestro propio destino, que contamos con las herramientas y las habilidades suficientes, si así lo queremos y –sobre todo- lo intentamos, para desarrollar la vida que queremos, que no somos un mero dato, un avión de papel que planea o cae según las indicaciones de los vientos de la casuística. Tampoco me pidan que trate de explicar cuáles son las coincidencias que han llevado a Ocaña a la Alcaldía. Sin embargo, y aunque sea una gran contradicción, sí creo en la suerte, o, más que en la suerte, en la sucesión de circunstancias, que consiguen modificar de manera ostensible el camino que hemos de recorrer -¿Ocaña, otra vez?-. Creo en esa pequeña chispa que, encendida en el momento justo, con el viento adecuado, consigue provocar el gran incendio –y no se lo tomen al pie de la letra la imagen-. Sí, creo en la suerte, en el azar, el destino o como lo quieran llamar, pero, aún así, siempre llevo un encendedor en el bolsillo y si el viento se calma, no dudo en soplar. 


El Día de Córdoba

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