domingo, 5 de octubre de 2008

CUARENTA



Durante años me he estado preparando, mental y físicamente. Según me habían contado, según el testimonio de conocidos y familiares, cumplir cuarenta años era una auténtica tragedia, una metamorfosis muy superior a la que Kafka nos contó. Adiós, de un portazo, a la juventud; adiós a los comportamientos más espontáneos, tocaba ser un hombre cabal y serio; adiós a los vaqueros, y más corbatas. Y, por supuesto, un respetable papá, un buen modelo para tus hijos, intachable en conducta. Y no nos olvidemos de la terrible depresión, porque cumplir los cuarenta viene ligado a un atroz trastorno sicológico, una no aceptación de la realidad que nos instala en una época gris y, nunca mejor dicho, deprimente. Menos mal que todos los tópicos e imágenes que había construido en mi interior son falsos, vaya alegría que me he llevado. Cumplí los cuarenta, y nada, todo sigue igual. Sigo siendo el mismo desastre, no me he olvidado de las hamburguesas, me sigue gustando la misma música, y todavía me puedo poder ajustar los vaqueros con naturalidad –hasta mantengo mi debilidad por las deportivas-. Y grité cuando Guti marcó el gol cinco mil, y he vuelto a ver las películas de Spiderman –qué mala es la tercera-, y juego con la videoconsola y hasta me atrevo a subir el volumen de mi mp3 cuando camino por la calle. En fin, qué les puedo decir, que tengo cuarenta años y sigo siendo el mismo que era cuando tenía treinta y nueve, más o menos.
Es cierto que los nacidos en 1968 somos una generación extraña o diferente en muchos sentidos. Tomamos nuestros primeros biberones mientras en París se empeñaban en demostrar que el signo de los tiempos había cambiado, y eso que la playa escondida bajo los adoquines hoy ya está alicatada y los promotores de las grandes urbanizaciones sean sospechosos de tramas y corruptelas. Nacimos en el franquismo pero no llegamos a conocer/padecer el franquismo. Comenzamos a tomar conciencia del mundo y sus circunstancias cuando España comenzaba a tomar conciencia de su nueva condición, tras cuarenta años de ceguera y mordaza. Sin quererlo, sin previo aviso, pasábamos de Heidi a Yo Claudio, de Informe Semanal al Interviú, de La Codorniz al Lib, de Simplemente María a Dallas o a Falcon Crest. Los que ahora tenemos cuarenta engordamos a base de tortilla de patatas, caldo de cocido y croquetas de pringá y aún así nos hemos dejado seducir por la comida oriental, y hasta nos creemos las recetas de Arzak o Adriá. Hemos contemplado, atónitos, como se ha reducido el tamaño de los teléfonos móviles, en nada parecidos a aquellos enormes maletines que cargaban unos cuantos elegidos, y nos vimos obligados a memorizar unas combinaciones torturadoras para acceder a los primeros ordenadores, antes de que Mr. Gates inventara el puntero y las ventanitas. A los que ahora cumplimos cuarenta nos tocó crecer en un país que quería crecer demasiado rápido, y que tal vez por eso se escondió en el rosáceo disfraz de la transición. En nuestros primeros cuarenta años, todos los que nacimos en el 68 nos hemos tenido que adaptar muy rápidamente a los nuevos tiempos, aunque nuestras raíces, nuestros primeros pasos, transcurrieran en ese feo pasado que hemos comenzado a olvidar.
Ahora me arropo, y puede que me esconda, no lo niego, en esa teoría que nos habla de los jóvenes de espíritu, que el carné de identidad sólo es un documento, que se puede ser joven, o tener una mentalidad joven, todo el tiempo que uno quiera, sin tener en cuenta las velas encendidas en nuestra tarta de cumpleaños. También me adhiero a esa teoría que dice aquello de que cuarenta años de ahora no son como los cuarenta años de hace cuarenta años, porque cada vez nos conservamos mejor y porque hemos conseguido aminorar la velocidad del temido e inevitable envejecimiento –los avances inherentes de la cacareada Sociedad del Bienestar-. Hasta me vale el ejemplo del vino –de los yogures mejor no hablar-, y esa teoría que habla de que mejoran con la edad –aunque algunos también se avinagran, pero los menos-. Me predisponía a concluir este artículo cuando recibí la terrible noticia del fallecimiento de mi amiga Sara, que jamás cumplirá los cuarenta. Pienso en ella, en todo lo que ha dejado de hacer, y mis cuarenta me parecen una mera anécdota sin ninguna importancia. Cuarenta, cincuenta o noventa, qué más da, lo verdaderamente importante siempre será el vivir para contarlos, y mientras más velas iluminen nuestra tarta, más amplia –y luminosa- debería ser nuestra sonrisa.



El Día de Córdoba

1 comentario:

Anónimo dijo...

cercano y humanísimo , como siempre hno!abrazos adolfo.

ps:besos ala familia !