miércoles, 28 de agosto de 2019

LA CANCIÓN DEL VERANO



En los últimos años, cada vez es más frecuente que los antropólogos desarrollen y cataloguen los denominados “mapas o paisajes sonoros”, que no deja de ser otra forma de estudiarnos y reconocernos. El sonido de nuestras calles, de nuestro portal y hasta el griterío de marketing directo e intestinal de los vendedores ambulantes nos definen como sociedad; somos como sonamos. No es poca cosa, todo lo contrario, hablamos de un vector investigador de primera magnitud. Porque la realidad es que nuestras calle, portal y vendedores suenan de diferente manera a como lo hacen otras calles, portales y vendedores del resto del mundo. Nuestros sonidos hablan de nosotros, nos representan, son únicos e irrepetibles. ADN sonoro. La música, que no deja de ser otra cosa que sonido o ruido organizado, por abreviar, también nos define individual o colectivamente. De hecho, tengo muy claro que nuestro consumo cultural, las películas o series que vemos, los libros que leemos y las exposiciones o conciertos a los que asistimos, nos definen, igualmente, individual o colectivamente. En realidad, si lo pensamos un instante, se tratan de elecciones, pequeñas y grandes elecciones, que definen el perfil de nuestra personalidad, y no se preocupe que no voy a volver a repetir lo de individual o colectivamente porque considero que se entiende con claridad, y no es cuestión de andar repitiendo la coletilla.
Durante años, hablamos de varias décadas, cada verano ha tenido su canción. Designada, tarareada, bailada y proclamada, como una miss con su banda, todo un año de reinado, hasta el verano siguiente. Aquí no hay playa, Ave María, María (a secas), El venao o Tractor amarillo, ¿le suenan, verdad? La expresión “canción del verano”, para los que tenemos cierta edad, nos remite irremediablemente a Georgie Dann, que por cierto sigue vivo, como si se tratara del gran rey en esta modalidad estival. Y tal y como les sucede a Pajares y Esteso, a los que les adjudicamos doscientas películas juntos, y no, no fueron tantas, aunque las que hicieron marcaron tendencia, no sé si por saturación o por creación de un nuevo e incatalogable género o por motivos que es mejor obviar, no ha sido Georgie Dann tantas veces el autor de la canción del verano. Es cierto que el parisino lo ha intentado con insistencia y tesón, del Africano a la Barbacoa pasando por el Chiringuito, aplicando casi con exactitud los mismos tres acordes y el mismo registro “poético” a sus letras pegamentosas, pegadizas me parece poco adjetivo en esta ocasión. Contemplamos en Bisbal, cuando irrumpió, un digno y fiable sucesor de Georgie Dann, con esa oferta suya que puede llegar a ser una deconstrucción del Manolo Escobar más excelso, y es que lo del paisanaje marca más de lo que imaginamos. Y este verano nos lo ha demostrado de nuevo, con esa coplilla híbrida y agotadora, en la que se hace acompañar del inefable Juan Magán, esa versión casiotone del reguetón más reiterativo. Aunque han pasado y desfilado decenas de canciones del verano con mayor o menor incrustación en nuestra memoria emocional, hay una que destaca por encima de todas por méritos propios y me refiero, como ya se habrá imaginado, a Paquito El Chocolatero, ese himno que supera astronómicamente a cualquier hit indie festivalero, ya quisieran Los Planetas tal profusión y repercusión.
Ese momento, en el que la cantante con mosaico de lentejuelas anuncia la gran melodía de las verbenas patrias es irrepetible, tan solo comparable en emoción a cuando una pareja del 1, 2, 3 se llevaba el apartamento en Torrevieja o Paco Lobatón reunía a una familia tras veinte años de rencillas y desapariciones, el gran, gran, momento. Tan ilógico e indescriptible que, algo que pienso con frecuencia, si unos extraterrestres llegaran a la tierra justo cuando la bailamos dudarían de nuestra capacidad mental, por no decir de nuestro gusto musical, que lo doy por supuesto. Aunque me temo que convivimos con demasiados éxitos del momento, veraniegos o no, que podrían generar las mismas dudas. En cualquier caso, como canta Bunbury, debería estar prohibido prohibir, y todas las canciones tendrían que ser libres, buenas o malas, pegadizas o pegamentosas, provocativas o livianas, tanto de escuchar como de interpretar. Así como de bailar, aunque los extraterrestres duden de nuestras entendederas. 


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