En
los últimos años, cada vez es más frecuente que los antropólogos desarrollen y
cataloguen los denominados “mapas o paisajes sonoros”, que no deja de ser otra
forma de estudiarnos y reconocernos. El sonido de nuestras calles, de nuestro
portal y hasta el griterío de marketing directo e intestinal de los vendedores
ambulantes nos definen como sociedad; somos como sonamos. No es poca cosa, todo
lo contrario, hablamos de un vector investigador de primera magnitud. Porque la
realidad es que nuestras calle, portal y vendedores suenan de diferente manera
a como lo hacen otras calles, portales y vendedores del resto del mundo. Nuestros
sonidos hablan de nosotros, nos representan, son únicos e irrepetibles. ADN
sonoro. La música, que no deja de ser otra cosa que sonido o ruido organizado,
por abreviar, también nos define individual o colectivamente. De hecho, tengo
muy claro que nuestro consumo cultural, las películas o series que vemos, los
libros que leemos y las exposiciones o conciertos a los que asistimos, nos
definen, igualmente, individual o colectivamente. En realidad, si lo pensamos
un instante, se tratan de elecciones, pequeñas y grandes elecciones, que
definen el perfil de nuestra personalidad, y no se preocupe que no voy a volver
a repetir lo de individual o colectivamente porque considero que se entiende
con claridad, y no es cuestión de andar repitiendo la coletilla.
Durante
años, hablamos de varias décadas, cada verano ha tenido su canción. Designada, tarareada,
bailada y proclamada, como una miss con su banda, todo un año de reinado, hasta
el verano siguiente. Aquí no hay playa,
Ave María, María (a secas), El venao
o Tractor amarillo, ¿le suenan, verdad? La expresión “canción del verano”,
para los que tenemos cierta edad, nos remite irremediablemente a Georgie Dann,
que por cierto sigue vivo, como si se tratara del gran rey en esta modalidad
estival. Y tal y como les sucede a Pajares y Esteso, a los que les adjudicamos
doscientas películas juntos, y no, no fueron tantas, aunque las que hicieron
marcaron tendencia, no sé si por saturación o por creación de un nuevo e
incatalogable género o por motivos que es mejor obviar, no ha sido Georgie Dann
tantas veces el autor de la canción del verano. Es cierto que el parisino lo ha
intentado con insistencia y tesón, del Africano
a la Barbacoa pasando por el Chiringuito, aplicando casi con
exactitud los mismos tres acordes y el mismo registro “poético” a sus letras
pegamentosas, pegadizas me parece poco adjetivo en esta ocasión. Contemplamos
en Bisbal, cuando irrumpió, un digno y fiable sucesor de Georgie Dann, con esa
oferta suya que puede llegar a ser una deconstrucción del Manolo Escobar más
excelso, y es que lo del paisanaje marca más de lo que imaginamos. Y este
verano nos lo ha demostrado de nuevo, con esa coplilla híbrida y agotadora, en
la que se hace acompañar del inefable Juan Magán, esa versión casiotone del reguetón más reiterativo. Aunque
han pasado y desfilado decenas de canciones del verano con mayor o menor
incrustación en nuestra memoria emocional, hay una que destaca por encima de
todas por méritos propios y me refiero, como ya se habrá imaginado, a Paquito El Chocolatero, ese himno que
supera astronómicamente a cualquier hit indie
festivalero, ya quisieran Los Planetas tal profusión y repercusión.
Ese
momento, en el que la cantante con mosaico de lentejuelas anuncia la gran melodía
de las verbenas patrias es irrepetible, tan solo comparable en emoción a cuando
una pareja del 1, 2, 3 se llevaba el
apartamento en Torrevieja o Paco Lobatón reunía a una familia tras veinte años
de rencillas y desapariciones, el gran, gran, momento. Tan ilógico e
indescriptible que, algo que pienso con frecuencia, si unos extraterrestres
llegaran a la tierra justo cuando la bailamos dudarían de nuestra capacidad
mental, por no decir de nuestro gusto musical, que lo doy por supuesto. Aunque
me temo que convivimos con demasiados éxitos del momento, veraniegos o no, que
podrían generar las mismas dudas. En cualquier caso, como canta Bunbury,
debería estar prohibido prohibir, y
todas las canciones tendrían que ser libres, buenas o malas, pegadizas o
pegamentosas, provocativas o livianas, tanto de escuchar como de interpretar. Así
como de bailar, aunque los extraterrestres duden de nuestras entendederas.
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