lunes, 25 de febrero de 2019

CARACOLES



Pues ya están aquí, como un primer anuncio de la primavera por llegar, como primicia gastronómica que no entiende de esperas, como adelanto de lo que vendrá, con sus cuernecitos y sus conchas, con sus casitas –sin hipoteca- a cuestas, con sus babas arrebatadas, afortunadamente, con su pique y sus botellines helados, con sus mondadientes y su pan, con su salsa o su caldo, chicos o grandes, y las cabrillas, y los picantones, ya están aquí, ya llegaron, los caracoles. Bienvenidos sean, claro que sí. Afine el oído: aparta el codo, hazme un huequito, no me quites las servilletas, que de manchas vamos bien servidos, dame tres dedos de caldo, por favor, una tarrina de las grandes para llevar, como los de X no hay ningunos, lo que yo te diga, aunque los de X tampoco están malos, eso sí, de baratos nada, cuánto le sacan a un kilo, pero a quién se le ha ocurrido hacerlos a la Carbonara, la Maldición de los Mayas, pues a mí me gustan para merendar, todavía no están gordos del todo, los de mayo son los mejores, como los de mi madre no hay ningunos, en muchos sitios se pasan con el tomate en la salsa, y no son con salsa de tomate. De Villarrubia a Vistalegre, de la Magdalena al Zoco, del Brillante a la Fuensanta, en las Ollerías y en el Sector Sur, en Cañero y en San Pedro, pocas son las plazas, y ninguno los barrios, que escapan de la invasión que estos lentos pero deliciosos moluscos llevan a cabo en nuestra ciudad. Un plato más que añadir a nuestro menú, que el mundo gastronómico cordobés no acaba en el salmorejo, el flamenquín y el rabo de toro, tampoco olvidemos la mazamorra, la ensalada piconera, las gachas y el pastelón, y que no falte un perol, cuchará y paso atrás. Un medio de vino, por supuesto, o un valgas, mejor en verano, cuando el calor aprieta.
Sí, ya están aquí, un año más, que todo llega, como la declaración de la renta, como la fiesta de la primavera, como las Cruces y como la Cata, como la Feria, porque los caracoles ya deben incluirse en el catálogo más insigne y profundo del cordobesismo. Y a diferencia de otras costumbres o fiestas, que incorporamos a nuestras vidas a la velocidad de la luz, la de los caracoles viene de lejos, que me pierdo en la memoria de los tiempos y me contemplo aspirando y sorbiendo, manejando los palillos con esmero desde que tengo uso de razón, si es que tengo tal uso. Recuerdo las ollas que hacía mi madre, majestuosas, oceánicas, bulliciosas. Los chicos los tomábamos de postre, o como merienda, como aperitivo de la cena. Y los gordos, que cada vez son más difíciles de encontrar, los comíamos como plato único, rodeados de kilos y kilos de patatas fritas. Y mucho pan, claro, que la salsa era la gran enemiga de las peores siestas imaginables. A pesar de la mano de mi madre, nunca he sido uno de esos caracoles excluyentes que se niegan a probar otras modalidades y recetas. Hay que probarlo todo, dicen, pero olvídese de la lejía y el amoniaco, claro. Por eso me costaría establecer un ranking. Me sería más fácil hacerlo de lugares, por los recuerdos que conservo, que por sabores: es muy difícil que reniegue de unos caracoles.
Hay quien puntúa a los caracoles por su limpieza, otros por su sabor y otros por su precio. Yo, sin embargo, por lo que han significado en mi vida. Y es que los caracoles no solo me procuran el placer de su consumo, también son el atajo más directo a un sinfín de recuerdos y emociones. Las primeras salidas, los domingos en familia, las rutas programadas, el despertar de tanto. Como también son expresión de una forma de entender nuestra ciudad, de vivirla, de disfrutarla, de compartirla. No necesitamos de mucho para estar bien, a gusto: un quiosco metálico, un botellín muy frío y un vasito de caracoles. Hay, por tanto, muchos motivos para disfrutar los caracoles, y todos ellos me abren puertas que me encanta traspasar. Puertas que me conducen a lugares cálidos, familiares, auténticos y, por ello, reales. A esos lugares a los que nunca podemos renunciar y siempre debemos volver, a veces sin necesidad de levantar los pies del suelo.


martes, 19 de febrero de 2019

PATRIA, AMOR Y CANCIONES




Ha sido una semana la mar de entretenida, que hemos tenido de todo un poco, y hasta un mucho de todo, que aburridos, lo que se dice aburridos, no hemos estado ni un solo minuto. Que de la mañana a la noche, de Ana Rosa a esa carta de ajuste que solo permanece en nuestro subconsciente, nos han relatado, repetido, analizado, opinado, distorsionado y a ratos informado de lo que ha sucedido en el Tribunal Supremo y en el Congreso de los Diputados. Cada cual extrae sus propias conclusiones, claro que sí, que todo es opinable y todo es potencialmente narrable desde nuestra propia narratividad. Tiremos de estilo. Que no hay géneros menores, ni la ciencia ficción, ninguno. Yo tengo mi propia versión, del juicio no, que yo no entiendo de leyes y créanme que me siento un extraño, casi un ser marginal, sobre todo después de comprobar como más de la mitad de los españoles son unos especialistas en Derecho Penal, Constitucional, Natural y Administrativo, como poco. Como decía, tengo mi propia versión de lo que sucedió en el Congreso de los Diputados durante el Debate de Presupuesto y creo que nadie me lo puede rebatir: los extremos que más leña se dan, los que dicen que nunca podrían ponerse de acuerdo en absolutamente nada, pero en nada, porque unos son unos golpistas separatistas y porque otros son los grandes y únicos defensores de la patria, votaron lo mismo. Votaron que no, a todo, y en ese todo votaron que no a que el Salario Mínimo sea de 900 euros, votaron que no a la subida de las pensiones, votaron que no a que se incrementen los fondos para atender a las personas dependientes o a que se mejoren las conexiones viarias o portuarias o a que nuestros hijos tengan una mejor educación. Y votaron que no porque sencillamente les interesa más la estrategia que eso tan difuso y tan bonito, y tan poco respetado, que es el bien común.
Hablemos de amor, que esta pasada semana se ha nombrado mucho, y para mí la patria también es amor. Amor a un origen, a un sentido de pertenencia, a una comunidad, a unos rasgos, a un idioma, a una bandera. Sí, amor. Y creo que a la patria hay que defenderla, pero también, y sobre todo, hay que amarla. Cantaba Manolo García, en su época Último de la fila, que su patria estaba en sus zapatos (mis manos son mi ejército), y yo amplío las posibilidades: mi patria está en un beso, en un abrazo, en tres losetas, en la esquina de la barra de un bar, en mis libros, en la pantalla del ordenador, en mis recuerdos, en las personas que quiero. Hablo de emociones, que tal vez sea la mayor propiedad que podemos tener a lo largo de nuestras vidas –que no visas-. Y Patria, País, Estado, España en definitiva. Me empieza a aburrir ese apropiacionismo tan descarado y evidente por parte de esos que han decidido, definido y establecido quién es patriota y quién no. Y no solo eso, han confeccionado el manual, decálogo o biblia del buen patriota y quien no cumpla con esos parámetros, quien no sea patriota de la manera que ellos defienden, no es que sean malos o muy poco patriotas, es que directamente son antipatriotas.
Tal vez en el amor a la patria, si se ama de verdad, haya que anteponer los intereses particulares a los generales, y calcular y medir, y sobre todo moderar la intensidad de las formulaciones. Sin discrepancias, buscando la unidad, porque una patria no es solo un espacio cuantificable en metros, o una competición de banderas o un himno. Una patria es la suma de todas las personas que la componen, que son el verdadero espíritu sobre el que se articula. Una patria, la que sea, sin el alma de las personas no es nada. Se puede ser patriota de muchas maneras y todas son válidas mientras no vulneren ni traspasen la legalidad establecida. Y la unidad de la patria no es solo una cuestión geográfica, que también; ha de ser, sobre todo, y regreso sobre mis palabras, una cuestión emocional. Esa sensación de sentirte en casa, querido. Aunque me temo, y tiro de nuevo de una canción, en esta ocasión de Viva Suecia, que hay demasiada gente con ganas de amar el conflicto.

lunes, 11 de febrero de 2019

LA REALIDAD BAJO LA ALFOMBRA


Cuando el frío arrecia, como en estos días, que estamos teniendo frío a espuertas, más del que nos merecemos, me temo, a mi cabeza viene constantemente una expresión de nuevo cuño que encierra una realidad tan atroz como vergonzosa, ya que a todos nos afecta, de un modo u otro. Me refiero a “pobreza energética” y que no es más que la incapacidad de miles de familias, porque son miles y miles, millones, de poder encender un brasero, calentador o climatizador porque sencillamente no tienen dinero para pagar la electricidad que los citados dispositivos consumen. Esa es la triste y trágica realidad que nos traen los inviernos de los últimos años, porque aunque nos hayan querido vender que España va bien y todas esas milongas de mitin barato lo cierto es que la extrema vulnerabilidad de millones de familias, la pobreza en muchos casos, se ha cronificado de tal manera que ya podemos comenzar a hablar de una nueva posición social. Posición social, ojo, a la que todos podemos pertenecer en cualquier momento de nuestras vidas, y sin previo aviso. Nadie está a salvo, nadie. No me atrevo a ponerle nombre a esta nueva clase o posición social, me da pánico hacerlo, lo que no me queda duda es de que es real, multitudinaria y es más cercana de lo que nosotros podemos imaginar. Nos roza. Nos roza y no la vemos, porque una de las características de esta nueva clase social es su invisibilidad. Porque en demasiadas ocasiones, se tratan de personas que, hasta no hace tanto, han tenido un buen estatus social, han ganado su dinero, porque se lo trabajaron, y por tanto han disfrutado de ciertas comodidades, incluso caprichos, sí. Y nos codeábamos con ellos en los restaurantes, y en la Feria y en la piscina del hotel o comiéndonos un helado en Roma, en la mítica Frigidarium (no olvide ese nombre si visita la ciudad).
Y como un helado de Frigidarium, o de la heladería de la esquina, que también están buenos, en el agosto más caluroso, a la misma velocidad, el sueño de millones de españoles se derritió y se sigue derritiendo, porque la crisis, insisto, sigue aquí. Pero creemos que prosiguen igual, que no han sentido los zarpazos de esta dura crisis, porque siguen teniendo ese abrigo bueno y caro que se compraron cuando pudieron, o ese Audi con más extras que una película del Oeste y hasta esa casa en la playa que usted y yo nunca nos pudimos comprar. Y las bicicletas, y las motos y hasta las tablets de los niños, y todavía no lo han vendido por casi nada en el Wallapop. Y, en cierto modo, les reprochamos que no lo hayan hecho, que no sean pobres de manual, pobres de película. Les reprochamos que no hayan malvendido el Audi, la casa en la playa y hasta las tablets de los niños; les reprochamos que sigan manteniendo su dignidad, que hasta catalogamos como soberbia cuando nos calentamos, porque los pobres deben ser sumisos, vasallos, casi esclavos de los que tienen más.
Hablamos de vulnerabilidad, de pobreza, sí, de desigualdad, en definitiva. Porque la pobreza energética, que padecen los pobres de siempre, y los nuevos pobres invisibles que no queremos ver, puede entenderse como una más de las otras carencias que padecen. Pobreza cultural, porque determinadas expresiones culturales cuestan dinero, o la pobreza informativa, o la tecnológica o la deportiva, porque el gimnasio tiene sus cuotas y unas zapatillas cuestan dinero, porque todo cuesta dinero, más o menos, pero dinero al fin y al cabo. Y así, ahora ya hay niños con determinadas puertas abiertas y niños que ni saben que existen esas puertas. Niños que, si este sistema vil no cambia, tendrán vidas instaladas en esta pobreza que comienza a ser estructural. Y sí, me ha salido un poco duro y áspero el artículo de esta semana, pero es que la realidad también lo es. Pero la verdadera, y no esa de banderas, patrias e himnos que han tratado de usar como alfombra, para que no veamos lo que no debemos. Para que no nos veamos a nosotros mismos.

lunes, 4 de febrero de 2019

UNA MUJER DE MARRÓN


Esta semana le quería dedicar mi artículo semanal al que muchos señalan como el juguete estrella de las pasadas navidades, me refiero a Casimerito, o como se quiera llamar, que nos ha llegado allende el océano, para alegría de algunas niñas, porque solo es para niñas, y desdicha de algunos padres sensatos, he dicho algunos, que la sensatez y la paternidad, con demasiada frecuencia, no van cogidas de las manos. Pero no, no lo escribo de momento, aunque prometo que lo haré, manda actualidad. En realidad, se trata de mi actualidad, la que vivo y con la que convivo, y que suele estar alejada de los Trending Topics, las portadas de los periódicos y las tertulias mañaneras. Pero a mí me atrae y me gusta infinitamente más, porque es de carne y hueso, es real, y de un modo u otro forma parte de mi vida, y puede que también de la suya. Esto que voy a contar, y que apenas duró quince segundos, sucedió el jueves de la pasada semana, cinco minutos después de las nueve de la mañana. Los autónomos tenemos miles de desventajas y carencias, para nosotros todas las penalidades caen como si fueran un chaparrón tropical y nuestro paraguas es demasiado pequeño, pero si pudiera citar una bondad de nuestro estatus laboral sería el de la flexibilidad horaria (que en realidad es una jodienda, porque al final acabas trabajando todo el día, y buena parte de la noche). Eso te permite comprar a esa hora en la que las cajas de los supermercados aún no se han convertido en una parada de taxis en una noche de sábado de feria. Taxi, he escrito la palabra taxi, con la que está cayendo (inciso). Me gusta comprar a primera hora, sí, soy uno de esos que ve como se levanta la persiana metálica, maldita puntualidad que llevo metida en el esófago, y de la que no me puedo librar.
Voy al grano, pongo rectas las ruedas, centro la dirección, y les cuento la secuencia de quince segundos que tanto me impresionó el pasado jueves. Me dirigía a la caja, tras haber cogido las cuatro cosas de la lista, cuando la mujer que tenía delante, una mujer mayor, de unos setenta y cinco años, una mujer normal y corriente, toda ella vestida de marrón, en diferentes tonalidades, hizo un gesto extraño, o yo así lo consideré. Un gesto que entendí como de esconder lo que cogía de su carrito, con el único propósito de que yo no viera de qué se trataba. En cualquier caso, no estaba tratando de robar nada, no, es más, se protegió de mi mirada, pero no de la de la cajera, a la que no le escondió nada, ya que la tenía justo enfrente. Tras dos o tres movimientos incómodos, y tras mirarme de reojo, dejó caer sobre la cinta transportadora lo que no quería que viese. Se trataba de una botella de anís dulce, que colocó en la parte final de su compra. La cajera empezó a pasar los códigos de barra por el escáner, hasta que llegó a la botella de anís. La mujer, al mismo tiempo que me miraba de nuevo, le dijo a la cajera: eso no lo pases, no lo quiero. Metida toda la compra en un carrito azul, la mujer mayor vestida de marrón se fue tras pagar la cuenta. A paso ligero, sin dedicarme una última mirada en la despedida.
Esta historia, que puede parecer nimia, incluso mínima, bajo su aparentemente simple superficie esconde un laberinto de siglos de desigualdad, roles adjudicados, prejuicios, conductas estereotipadas y una vida entregada y supeditada a los demás, hasta en los más pequeños detalles. Le animo a que formule las preguntas que pasaron por mi cabeza tras presenciar esa escena. ¿Si usted es un hombre, escondería la botella de anís ante la presencia de una mujer, ya fuera mayor o joven? Y viceversa, ¿si es usted una mujer, compraría la botella sin importarle mi presencia? ¿La mujer mayor de marrón, no la compró por la hora, por ser muy temprano? Y la gran pregunta, ¿si yo no hubiera estado, habría comprado la botella? Tal vez la mayoría respondamos lo mismo a estas preguntas, porque, tal vez, de un modo u otro, desde el estupor o desde la comprensión, desde el rechazo o desde la aceptación, somos conscientes de que esas expresiones aún forman parte, con demasiada naturalidad, de nuestra sociedad. Una sociedad que aún no ha digerido las leyes que nos rigen, y que, por una vez, van muy por delante de la realidad en la que habitamos. Toca hacer la digestión.