miércoles, 20 de mayo de 2020

SIN EUROVISIÓN


Después de tantos domingos de desolación, casi de luto, de hablar de cosas tan serias, y con frecuencia tan horribles, permítame un instante de frivolidad -una cana al aire tribunera-. Un ratito de frivolidad en la vida es algo sano, de verdad, no hay que ser tan profundos todo el tiempo. Ser superficial, aunque sea premeditadamente, es una necesidad a la que no hay que renunciar. Es como esa hamburguesa pringosa o ese perrito en la madrugada, tras haber dejado el hígado en la última caseta. Que le pregunten a Monedero, tan ideólogo él, que luego se toma el té con Carmen Lomana. Yo también me lo tomaría con Tamara Falcó, que ya me considero fan y hasta coleccionista de sus entrevistas. Creo que ha instaurado un nuevo género periodístico, entre el realismo pijo y la poética del “sabes”. Y lo ha hecho ella sola. En este tiempo de carencias y suspensiones, cada cual ha echado de menos lo que le ha dado la gana, que si la Semana Santa, que si la Feria, que si Los Patios, que si los abrazos, que si los besos o yo qué sé, que habrá quien haya echado de menos todo. Los redonditos, ya saben, esos a los que les gusta todo, también hay, y también tienen su derecho a ser y estar, faltaría más. Yo he echado en falta, en este tiempo, muchas cosas, sería interminable la lista, y esta semana, sobre todo, estoy echando de menos Eurovisión. Venga, no se corte, acepto friki, hortera, casposo y toda la retahíla, pero es que precisamente me gusta por todo eso. Que todos los días vamos con los zapatos limpios, somos educados con el vecino, cumplimos con los horarios, nos comportamos como es debido, y porque un día no lo hagamos, o seamos diferentes, o abramos la ventana de otros paisajes, no pasa absolutamente nada. Sano, para mí es sano. Y, en este caso, divertido. Aunque hoy tiene algo, mucho, más de nostalgia. Ya que llevaría una semana, puede que más, examinando los vídeos/canciones de los diferentes países, enfangado con las fases previas, escogiendo mis favoritos y todas esas cosas que vengo haciendo desde ya hace tantos años.
Si miro hacia atrás, puedo verme frente a la pantalla de la televisión, viendo el festival de Eurovisión junto a toda mi familia. Enséñame a cantar, de Micky, Bailemos un vals, de José Vélez, Quédate esta noche, de Trigo limpio, Él, de la felina Lucía, o el descomunal descalabro de Remedios Amaya y su célebre barca que no acabó manejando nadie, fueron algunas de nuestras propuestas por aquellos años. El nerviosismo compartido, la emoción del instante, las risas contagiosas con mis hermanos, que mi padre recriminaba con el Ducados entre los dedos, nenes, que no me entero. Alrededor de la redonda mesa familiar, comiendo caracoles a mansalva, mientras se sucedían las actuaciones. Para las votaciones dejábamos los quicos y las pipas. El año de Betty Missiego, ese alarde nuestro de gallardía hispánica, le dimos el triunfo a Israel con nuestros votos. Es lo que más cerca recuerdo del triunfo en Eurovisión. Entonces, para lamernos las heridas, teníamos la OTI, que era un festival en español, a lo Palacagüina, que ganábamos casi todos los años y hasta alguno más. Fuera del nido familiar, he seguido celebrando Eurovisión con mis amigos, y en gran medida he recuperado esas veladas alocadas de caracoles, pipas y canciones, y lentejuelas, brillos y muchas risas. Y algo de nervios. Aunque los representantes que hemos escogido en las últimas ediciones no han llegado a encender la chispa de nuestro nerviosismo, siempre muy alejados de los primeros puestos.
Sí, es una horterada Eurovisión, pues claro, menudo descubrimiento, y musicalmente no aporta nada, que es otro argumento muy repetido, por supuesto que no, tampoco lo pretende. Basta con examinar las canciones de los últimos años; con una mano, y me sobran dedos, tendría para contar las que se salvan. Y es de frikis, que sí, que ya lo sé, y no me importa que me llamen friki. Todo cierto, y hasta algo más, pero yo no puedo evitar echar de menos algo que me ha reportado tantos buenos momentos y que he compartido con las personas que más quiero. Ese es mi auténtico festival, el de las emociones, el de los recuerdos. Por eso, nada más escuchar su característico himno a mi interior regresan un montón de momentos que relaciono con la felicidad. Y vuelvo a estar con mis padres y hermanos, y vuelvo a estar rodeado de amigos. Porque la arquitectura de la felicidad en muchísimas ocasiones es bastante más simple y concisa de lo que imaginamos. Y hasta puede ser hortera. Incluso frívola, fíjate.

miércoles, 13 de mayo de 2020

LA VENTANA INDISCRETA


Calculo que debió suceder como a finales de los 80 o principios de los 90, hace una pila de años en todo caso, en aquella España colorista de hombreras alocadas, la Movida en su máximo esplendor, que solo contaba con dos cadenas de televisión. Pues en la Segunda Cadena, hasta no hace tanto de eso la UHF (eso ya es cavernícola), programaron, creo recordar que los lunes o martes por la noche, un ciclo de películas del gran Alfred Hitchcock. Nada más enterarme, lo primero que hice fue plantarme en uno de aquellos bazares con nombres que relacionábamos con gangas legendarias y lejanas, como Ceuta, Melilla o Canarias, para surtirme de un buen número de cintas de VHS -sigamos con las siglas del Pleistoceno-. TDK de 240 minutos, que con suerte grababan dos películas cada una, si ajustaba bien los tiempos. Para eso contábamos con el TP, claro, el gran Tele Programa, aquella diminuta revista que era una especie de Biblia para los teleadictos como yo. Allí te detallaban, con un tamaño de letra que te maltrataba la vista en dos segundos los actores protagonistas, el director y, claro, la duración de la película. Fui muy feliz viendo, grabando y volviendo a ver todas esas grandiosas películas de Hitchcock, de la terrorífica Psicosis (qué mal lo paso si me ducho y no hay nadie en casa) a la turbadora Vértigo, pasando por la taquicárdica Los pájaros o la agónica Con la muerte en los talones. Muchas de mis referencias, y no me detengo solo en las cinematográficas, se las debo a Hitchcock. Pocos directores han narrado tan bien, con tanta precisión, esmero y sencillez una historia, sin confundir al espectador, siendo muy hábil, y economista, con la cantidad de información que te aporta en cada momento. Recuerdo al gran maestro del suspende porque recientemente se han cumplido 40 años de su fallecimiento, pero también porque una de sus películas se ha convertido en las últimas semanas en una de las grandes metáforas que resumen nuestra vida en el encierro. Me refiero, claro, a la maravillosa La ventana indiscreta.
No tan elegantes como el escayolado James Steward -menudo papelón se marca-, la mayoría sin una Grace Kelly que nos visite de tanto en tanto, nos apostamos en nuestras ventanas y, sin necesidad de prismáticos, vamos observando y, sobre todo, evaluando el comportamiento de los que contemplamos. Ese de verde, el que va con dos niños, se creerá que somos tontos, que lleva puesto un chándal y cuando nadie se da cuenta, se pone a correr antes de tiempo. Aquellos de allí, se nota a la legua que son coleguitas, seguro que hasta llevan un botellín escondido, que se toman a las primeras de cambio. Y esa mujer, por favor, que se ha pasado en dos centímetros el distanciamiento social por el forro, que juegue con su salud, pero no con la de los demás, habrase visto. Y los de las azoteas, qué sinvergüenzas los que tienen azoteas, dándose sus buenos paseos cuando el resto no hemos podido. Es que deberían haber clausurado hasta los patios y jardines particulares, oye, que no hay derecho que haya gente tan bien y otros que los estemos pasando tan mal.
Tenemos la ventana física, la de cristales y puertas, pero también contamos con esas otras ventanas, virtuales, que se encuentran en los medios comunicación, que en algunos casos habría que denominarlos de otro modo, y en las llamadas redes sociales, que tan antisociales pueden llegar a ser. En las últimas semanas se ha abierto la veda y de qué manera, cualquiera se erige en sheriff del lugar y determina lo que está bien, lo que está mal, cuándo, dónde y cómo tenemos que actuar. Tal cual. Ellos tienen miradas telescópicas y determinan distancias y comportamientos, y por supuesto saben de virus, economía, política, literatura y de lo que haga falta. Ahí están, no están escayolados, pero también tienen su tara, rebosan ejemplaridad y certidumbre, porque todo lo tienen clarísimo. Y así lo cuentan, casi ordenan, con tanta contundencia que a los demás, pobres ignorantes, solo nos queda obedecer, y seguir al pie de la letra sus sabias enseñanzas. Me temo que con estos ejemplares el maestro Hitchcock bien poco podría haber hecho. Un remake chusquero, como mucho, al que tendría que haberle cambiado el título: La razón de los idiotas.