viernes, 26 de julio de 2019

VIEJOS Y ENGAÑADOS



Cuando llueve, las redes sociales se llenan de lluvia, y lo mismo sucede con el granizo; cuando nieva, de nieve. Cuando hace un estupendo día de playa, las redes se llenan de arena, olas y chiringuitos. Cuando hace mucho calor, de termómetros que muestran las elevadas temperaturas. Cuando hace fresco en verano, en las redes se repiten memes de iglús y pingüinos. Cuando Leticia Sabater lanza un nuevo videoclip, de comentarios más o menos divertidos. Cuando Fran Rivera dice una nueva barbaridad, las redes responden reprimiéndole con celeridad y severidad, también hay quien lo apoya, claro. Cuando Rafa Nadal gana un nuevo torneo, millones de #VamosRafa que empieza a ser como ese dinosaurio de Monterroso: nunca falta a su cita. La última tendencia de las redes sociales, que debemos evaluar como auténtico tsunami, es la de transformarte en un anciano, gracias a una aplicación de muy sencillo uso, y mostrar públicamente el resultado, posteriormente. Ha tenido tal éxito la herramienta informática que Twitter, Instagram y Facebook, especialmente, se han convertido en un descomunal y multitudinario escaparate de falsos ancianos. Todos hemos envejecido, o nos hemos puesto barba, o gafas o nos hemos teñido el pelo de azul o de rojo, si ya decides gastarte un dinero, en su versión PRO, tal y como la designan. Iluso de mí, cuando me enteré de la existencia de esta aplicación, que en realidad ya tiene un par de años, creía que se trataba de una artimaña publicitaria con motivo del Día de los Abuelos, San Joaquín y Santa Ana, que celebramos por estas fechas. Celebración, por cierto, absolutamente en desuso, ya que las personas mayores, expresión más de este tiempo, por inclusiva y global, celebran su día el 1 de octubre, sin santoral de por medio. Pero no, todos envejecemos gracias a una planificada campaña de mercadotecnia digital, llevada a cabo para mostrar las nuevas herramientas de la aplicación de marras.
Me llama la atención, por un lado, que una sociedad irremediable y compulsivamente entregada al afán por alcanzar la eterna juventud, sin importarle el coste, ya sea recurriendo a la cirugía, la cosmética, la alimentación y/o el deporte, se haya entregado con frenesí a esta aplicación que les muestra, en definitiva, lo que nunca querrían llegar a ser. O lo que nunca querrían ver. Por eso, cuando contemplamos el resultado que nos ofrece la aplicación nos reímos incrédulos, incluso despreciativos, sarcásticos, como queriendo decir “esto no me va a pasar a mí”, cuando no deja de ser lo mejor que nos pudiera pasar, por todo lo que supone. Aunque tiene otras funciones gratuitas la aplicación, todos nos vamos directos a tunearnos en modo canas y arrugas, viejitos, como si nos embarcásemos en una nave del tiempo y el misterio, que nos va a ofrecer la gran revelación. Revelación es la que, según apuntan ya numerosos expertos en la materia, hacemos nosotros mismos, en el momento que aceptamos los permisos de instalación que nos solicita la herramienta.
Le ponemos un esparadrapo a la cámara de nuestro ordenador, hemos dejado de hablarle a Alexa y a Siri por temor a entregarles nuestra más preciada intimidad, tenemos a Google en cuarentena, nos refugiamos en la Ley de Protección de Datos a cada instante, pero por querer ver como supuestamente seremos de mayores permitimos que accedan a toda la información que puede aportar nuestro Smartphone, que siempre es mucha, más de la cuenta, me temo. Sí, somos incorregibles, no tenemos remedio, nos puede ese impulso, ese chispazo por ser los primeros en exhibirnos, por ganar esa estúpida competición sin medallas ni prima. Como me decían de pequeño, ser noveleros nos mata. En este caso concreto, no nos mata, nos envejece, y nos entrega a las habilidades, no siempre positivas, de la mercadotecnia, informándoles sobre el cebo que deben colocar en el anzuelo para que lo engullamos nada más que nos lo muestren. Nada extraño, me temo, como cantaba Prince, el signo de los tiempos.


viernes, 19 de julio de 2019

LA LIBERTAD DE ÁLEX


Cuando la vi por primera vez, quedé impactado, alucinado, hipnotizado. Maravillado, gratamente sorprendido, lo reconozco. Me encantó descubrir en su cara ese temor agradable e inquietante, como el del niño que sube en una atracción por primera vez, el vértigo por la novedad, por conquistar un sueño, tal vez. No me cabe duda de que será una de las grandes imágenes de este año: la de Álex, el chico en silla de ruedas, aupado por decenas de manos y brazos, obra del fotógrafo Daniel Cruz, en el Resurrection Fest, un evento especializado en Heavy Metal, que tuvo lugar en la localidad gallega de Viveiro. La fotografía de Cruz capta maravillosa y nítidamente ese momento único, tan puro, tan deseado, tan vivido por el propio Álex, y la multitud de vídeos que circulan por las redes te muestran toda la secuencia, su aproximación al escenario, como si fuera una auténtica estrella del Rock. Esta imagen conecta, en intención, en fomento de la accesibilidad, en apuesta por abrir puertas, con el anuncio que pudimos leer a principios de la pasada semana, en el que la Fundación Once y Planeta establecen una línea de colaboración para hacer accesible buena parte del fondo literario de la célebre editorial catalana. De un modo u otro, de una forma espontánea o premeditada, nos encontramos ante dos acciones que entienden la cultura como un espacio accesible, sin trabas, sin condicionantes, para las personas con discapacidad.
Con el tiempo, tal vez muy lentamente, cambiando mentalidades y nomenclaturas, estamos consiguiendo que nuestra sociedad deje de ser, o sea menos, ese duro y cruel entorno discapacitante que ha frenado y frustrado la trayectoria vital de miles de personas con discapacidad en el pasado. Sí, hablemos de lenguaje, claro que sí, las nomenclaturas, las definiciones, las palabras, en definitiva, importan, claro que importan, mucho. Porque palabras como tullidos, disminuidos, lisiados, subnormales, cojos o retrasados son vejatorias, insultantes, crueles, y su uso es otra forma, o la primera forma, de discriminar a las personas con discapacidad. Personas que, históricamente, han podido comprobar que los trenes que el resto tomábamos para trazar nuestro itinerario vital nunca llegaban a sus andenes, condenados a optar a una vida de segunda o tercera categoría, cuando no de aislamiento, soledad e incomprensión. Vidas marginales y no por voluntad propia, porque no tuvieron otra elección. La accesibilidad no es solo una rampa adecuada en el lugar adecuado, el uso correcto de las palabras, un semáforo con sonido, un perro guía, leyendas en braille o determinadas ventajas fiscales, que también. La accesibilidad, entendida de una manera universal, es la libertad para las personas con discapacidad. Y esa libertad, esa accesibilidad, esa posibilidad de elección, debe comenzar con la educación, que fue el elemento esencial que les negaron a las anteriores generaciones, impidiéndoles formar parte de la sociedad de una manera natural.
Educación para integrarte, para normalizar, y también para formarte, porque sin la adecuada formación es prácticamente imposible acceder al mercado laboral. Y tal vez, por todo lo que representa, más allá de la nómina a final de mes, un empleo sea la expresión más avanzada de la inclusión. La cultura nos hace libres, repetimos con frecuencia, y los casos anteriormente comentados son un magnífico ejemplo. Literatura al alcance de todas las personas y el sueño cumplido de Álex, el chico que quiso sentirse como una estrella del Rock, o como cualquiera de sus amigos, al menos por un día. Libre. Me encantaría que emocionada felicidad que desprende Álex en la fotografía formara parte de su cotidianidad y que a nosotros dejara de hipnotizarnos. Por todo lo que significaría.

viernes, 12 de julio de 2019

CINES DE VERANO


Durante la infancia, cuando llegaban estas fechas, pasaba la mayoría de las noches en los cines de verano de Córdoba. Los balcones de un amigo daban al Coliseo, junto a la plaza de San Andrés, y de cuando en cuando, nos invitaba. Pero era en el Olimpia, ese cine con nombre de leyenda francesa de la canción, muy cerca de la plaza de Santa Marina, al que acudí en un mayor número de ocasiones. Ver las películas era el pago en especie por haber adecentado y refrescado el cine cada día, con manguera y bañador. Puedo recordar, como si hubiera sucedido la pasada noche, los preparativos de mi madre para el reto que suponía ver Ben-Hur en un cine de verano. Una botella de agua casi helada y una barra de pan convertida en interminable bocadillo: bonito con tomate, por supuesto. Y Charlton Heston, ese romano menos romano que nunca hayamos podido imaginar, sobre la cuadriga, dale que te pego, noble y esclavo, líder de masas, converso y convertido, pero estrella del celuloide por encima de todas las consideraciones. Y así recuerdo cientos de películas, muchas de ellas de infame calidad. Todas las del dúo Esteso y Pajares, que en realidad no fueron tantas, las comedietas italianas protagonizadas por Jaimito, ese supuesto niño grande picarón interpretado por el “gran” Alvaro Vitali, las de Louis de Funes, ese cómico gabacho a lo Paco Martínez Soria o las de Terence Hill y Bud Spencer, que durante un tiempo se convirtieron en mis favoritas. Todavía no lo puedo comprender. La verdad es que esa pareja tenía algo de Quijote y Sancho Panza, de Asterix y Obelix y, sobre todo, de nuestros Capitán Trueno y Goliath. El bestia y el listo, y no pregunte quiénes de ellos ocupan los citados puestos.
Merecen mención aparte, por su cantidad, intensidad y capacidad hipnótica, y tal vez merezcan una novela, estudio, ensayo o similar, las películas de artes marciales, o de chinos, como las nombrábamos en mi barrio, que ocuparon entre agudos alaridos, rocambolescos saltos y bigotes afilados decenas de mis noches en los cines de verano. El fenómeno Bruce Lee, que sí interpretó algunas películas de cierta calidad, como Operación Dragón o El furor del Dragón –ya había dragones antes de Juego de Tronos-, desembocó en una riada, cuando no maremoto y puede que hasta tsunami, de producciones que saltaban de la B a la Z en un plis, canallas en sus interpretaciones, inclasificables en sus tramas, abominables en su mensaje: la venganza da sentido a la vida, e insufribles desde cualquier punto de vista. Curiosamente, hasta la película más petarda perteneciente a este género conseguía lo que no consiguen verdaderas obras maestras de la cinematografía mundial: la imitación por contagio. Nada más acabar la película de turno, las calles se poblaban de docenas de improvisados luchadores, hoy lo llamarían flashbruceleelovers o algo así, que trataban de emular lo contemplado en la pantalla, entre salamanquesas y mosquitos tamaño B52.
Solo recuerdo haber imitado a un actor no oriental a la salida del cine, a Nicholson tras ver esa delirante y maniática comedia que es Mejor imposible, trataba de no pisar las líneas rectas de las baldosas. Es el único que se ha aproximado a eso que lograron aquellas infames películas de artes marciales y las de Bruce Lee que contemplé en mi infancia y juventud. Pero no todo fue cine de casquería, recuerdos ciclos hasta el amanecer de Kubrick, Spielberg, Chaplin o Coppola. Y es que, por suerte, el cine de verano, casi al mismo tiempo que nuestro país, se fue normalizando hasta lo que es hoy, salas con techo de estrellas en las que se exhiben las películas que se pueden encontrar en cualquier cartelera de cine. Como cada verano, en numerosos puntos de Andalucía, no con la abundancia del pasado, indiscutiblemente, se siguen manteniendo estas salas temporales que nos ofrecen fresquitas veladas compartidas, de botellín y bocata, entre jazmines y albero, ya no tan contagiosas, en cuanto a gritos y extrañas posturas, en torno al cine. No es mal plan para una noche de verano.

viernes, 5 de julio de 2019

TOY STORY, EMOCIÓN TRANSVERSAL


Creo que ya nadie puede dudar de que las tendencias audiovisuales de, especialmente, las dos últimas décadas han cambiado hacia otros modelos que jamás habríamos podido imaginar en el pasado. Y es que ha cambiado todo, tanto los formatos, como los géneros, como los canales y plataformas de exhibición, sobre todo. Hace veinticinco años nos habría costado imaginar Netflix o HBO, que en realidad no dejan de ser, si uno se detiene un instante a pensarlo, una evolución de aquellos videoclubes que poblaban nuestras ciudades, no hace tanto. La de horas tratando de buscar una película en las estanterías. Ahora el almacén, el contenedor, el videoclub lo tenemos en casa, y podemos acceder a su contenido sin levantarnos del sofá, sabiendo utilizar el mando a distancia (que a veces no es tan fácil, por otra parte). Pero es que hace veinticinco años no podríamos haber imaginado, ni remotamente, que el mejor cine, o las mejores producciones audiovisuales, especifiquemos, nos llegan desde las series de televisión y desde la animación. Y sobran los ejemplos. Uno de ellos es Chernóbil, la miniserie que ya muchos sitúan en el olimpo televisivo, y con razón. Impecable, devastadora, amarga y dolorosa, de una pedagogía y de una narratividad tan sutiles como precisas. Y un gran ejemplo, en cuanto a la animación, lo encontramos en Toy Story, en cualquiera de sus entregas, también en la cuarta que acaba de llegar a los cines.
Amor, que todo lo puede. Amor, que nunca se olvida, que siempre late, a pesar del tiempo y de la distancia. Amor, como señal en el camino. Otra dirección, una nueva vida. Pixar se ha convertido en el Nadal de la animación: nunca falla. Película tras película, la calidad no mengua, los argumentos nos siguen sorprendiendo, la actualización del discurso es permanente y la sensibilidad y emoción que consiguen transmitir solo está al alcance de unos cuantos privilegiados. Qué delicia, qué derroche, qué peliculón es la nueva entrega de Toy Story. Una vez más, pleno, cuatro de cuatro. Otra vez he vuelto a sonreír, a reír a carcajadas, a tener miedo, mucho miedo, a contener la respiración; otra vez he vuelto a llorar, sí, a lágrima tendida. Les perdono a Pixar todos los sofocones finales que me han provocado por todo lo que me han entregado a cambio. Lo que no les perdono, de ninguna de las maneras, es que hayan tardado nueve larguísimos años en volver, impondría que, por Ley, hubiera un Toy Story como poco al año, y hasta mensualmente. En un mundo tan plano como el que vivimos, de tan escaso latido, hasta el punto de convertir a las redes sociales en el canal de riego de nuestro corazón, los creadores de Pixar nos enseñan que aún es posible la magia, que la infancia puede ser un estadio permanente, una forma de mirar el mundo, limpia, desde la inocencia, desde una infinita y sana curiosidad. Con una sonrisa en los labios, y no como coraza, como actitud, como forma de estar en el mundo.
No sería capaz de evaluar quién disfrutó más Toy Story, si mis hijos o yo. Pixar sí que ha conseguido eso que nombran tanto los políticos: la transversalidad. Películas globales, que como si fueran cebollas cuentan con diferentes capas o pieles que se adaptan a la edad, sensibilidad y sentido del humor de todos los espectadores posibles. Consiguiendo que muchos adultos hayan encontrado la excusa para ir de la mano de sus hijos para dejarse atrapar de nuevo por el mágico universo de estos juguetes que ya forman parte de la historia del cine. A modo de acompañamiento vital, desde 1995 nuestros hijos, y también nosotros mismos, hemos crecido junto a Woody, Buzz Lightyear, Betty, Jessie o el Señor Patata, pasando las fronteras de la infancia, la adolescencia y la juventud. Y todo ello, no puedo olvidarme de él, al son de la música del siempre vitaminado Randy Newman, ese incansable compositor que ha encajado como mano en guante en Toy Story. Una historia que es un fecundo oasis en el desierto en el que hemos transformado nuestra rutina.