domingo, 22 de febrero de 2009

EL CUENTO DE LA LECHERA


 

 

Me confieso. Mantengo una permanente batalla con el sueño. No es nada nuevo, forma parte de mi naturaleza. No me medico, no desespero, domestiqué mi ansiedad, simplemente espero. Muchas de estas noches, acudo a la lectura, me refugio en una nueva historia, en sus personajes. En muchos casos, el antídoto no hace más que alimentar la enfermedad y las páginas se suceden sin freno, hasta el amanecer. Estas horas de espera, en mi particular caso, serían magníficas para dedicarlas a la escritura. No tardé en desistir. La escritura es un ejercicio mental de primer orden –incluso para mí-, no te relaja: te altera. En mi caso, mucho más que una buena novela. Cuando lo hacía, y una nueva idea o situación me atrapaba, no podía dormir hasta no haberla desarrollado por completo. Ver la televisión puede ser una opción, y eso que la programación nocturna no ayuda demasiado. Cuando aún no controlaba mi insomnio, fumaba en exceso, trataba de calmar los nervios de la espera con un cigarrillo entre los labios, acudiendo a la nicotina como aliada. Fumaba y fumaba. Tilas y demás infusiones cuentan con una leyenda que mi organismo no acata. Durante un tiempo conté ovejas, goles, nombres, países, números, títulos de libros o de películas… pero me acabé aburriendo, lo conté casi todo meses después. En los últimos tiempos, porque mis tácticas contra el insomnio cuentan con sus propias modas y tendencias, en las esperas nocturnas fabrico mi propio y particular cuento de la lechera. Cuentos que siempre parten del mismo axioma: acierto la combinación ganadora de la Primitiva, Euromillones, Cuponazo o similar.

Habitualmente, los diferentes medios de comunicación nos informan de nuevos y repentinos millonarios, personas anónimas que pasan a contar con varios millones de euros en sus cuentas corrientes. Nuevos millonarios que nos pueden llegar a resultar muy cercanos: ese vecino con retranca y bufido matinal, aquella cajera del súper, el portero del colegio, el abuelo de nuestro mejor amigo… Dos millones de euros, cuatro, sesenta… cantidades astronómicas, sobre todo si las trasladamos a mis añoradas pesetas. Por suerte, ya pasó aquella época en la que soñaba que regresaba la peseta. Eran sueños felices, lo admito; tal vez sea un sentimental. En mi cuento de la lechera nunca me planteo que me pueda tocar un premio de tales dimensiones, y esbozo mis particulares teorías al respecto. No deberían dar premios tan grandes, es preferible que toque menos, pero a más gente, digo. Tener tanto dinero es un auténtico problema, te cambia la vida, acabas en el psiquiatra y rodeado de guardaespaldas, razono. Soy más modesto, sí, puede que por desconfianza en las mínimas probabilidades que dicta la estadística, aquella que dice que es más fácil que te alcance un rayo, menuda la gracia. Mientras espero a que el sueño llegue, pienso en premios más o menos normales, un millón de euros, ochocientos mil –euros-, cosas de este tipo. Visto sobre el papel, tampoco me conformo con poca cosa, qué demonios. Entonces, empiezo con mis cuentas, sobre lo que me rentaría ese dinero en el banco, el sueldecito que me ofrecería anual y mensualmente. Y, duermevela, dentro de un sueño prefabricado, en un extraño limbo entre los estados, soy feliz escondiendo el despertador en un cajón.

El relato de la lechera, según lo que tarde en conciliar el sueño, cuenta con diferentes ramificaciones o formulaciones, dependiendo del premio obtenido. Me encanta esa parte del cuento en la que me pongo a repartir euros como si fueran caramelos entre mis seres queridos. Una ampulosa felicidad me embarga. También puedo llegar a padecer el atrevimiento de extrañas inversiones y negocios que me conducen a la ruina y a madoffs camuflados que se apoderan de malas maneras de mi pequeña fortuna. Curiosamente, cuando por fin el sueño me envuelve en su placentero abrazo, el cuento de la lechera desaparece, nunca me acompaña mientras duermo. La peor señal, si es cierto aquello de que los sueños siempre se cumplen. Cuando despierto, normalmente mucho antes de lo que desearía y necesitaría, mientras me ducho regreso al cuento de la lechera que inventé en el duermevela. Y cada mañana, todas las mañanas de cada día, piso la calle con dos grandes propósitos que cumplir: dejar de fumar y dedicarle cinco minutos al boleto de la Lotería Primitiva. Enciendo un cigarrillo mientras reviso este artículo. Los cinco minutos, tal vez mañana, cuando suene el despertador, que nunca ha dormido en el cajón.


El Día de Córdoba 

domingo, 15 de febrero de 2009

CARALIBRO


 











¿No es usted fans del flamenquín, del rabo de toro o del vino de Montilla-Moriles? ¿Sólo tiene cuatro amigos en la Red? ¿Ha comprobado sus últimas notificaciones? ¿Nunca ha cambiado la fotografía de su perfil? ¿No tiene perfil? ¿Por qué ha obviado donde estudió? ¿No le han escrito en el muro durante la última semana? ¿No le ha llegado un mensaje, de solicitud de amistad, de aquel amigo de Cuenca con el que compartió las guardias de la mili? ¿Que usted no ha sido etiquetado en, al menos, una docena de álbumes? ¿Nadie, en las últimas horas, ha comentado su estado? Si la respuesta a todas mis preguntas es negativa, me está invitando a indicarle, con buenos modos, eso sí, que usted no se encuentra representado, ni medianamente, en el gran y global mundo que es la Red. Tenga claro que su vida, lo que es, lo que hace, sus inquietudes, su pasado, su obra, sus amores, su cara, sus ojos, permanecen en el más silencioso e ignorante anonimato. Permítame la dureza de la afirmación: usted no es nadie. Hasta no hace tanto, eran la radio, los periódicos y la televisión, sobre todo, los soportes que nos mostraban al mundo, los únicos capaces de construir una celebridad –obviemos los motivos- de la mañana a la noche. Todo eso ha cambiado, ya nada es como era, es la Red, la maraña de Internet y sus subterfugios, quien ha heredado tan inmenso poder.

No seamos catastrofistas, que Facebook es una herramienta relativamente novedosa y tal vez usted todavía no haya contado con el tiempo suficiente para familiarizarse con ella. Repasemos, que seguro aún cuenta con alguna oportunidad, estoy seguro de que nada es tan negro como se lo he mostrado anteriormente. Realicemos un test básico de su vida en la Red. ¿Tiene usted correo electrónico? Seguro que sí, que el del trabajo también vale. Y no vamos a detenernos a analizar si tiene dos mil mensajes –spam- en la bandeja de entrada, sin leer, que eso ahora no es tan importante. ¿Ha chateado en alguna ocasión? No tema, no le voy a preguntar si cambió de sexo, de identidad, de edad ni cuáles eran sus intenciones, tampoco soy yo nadie para inmiscuirme en las aficiones y fantasías de cada cual. Sigamos, ¿tiene messengers? Si se pregunta qué demonios es eso, sigamos adelante. ¿Ha utilizado alguna vez una webcam, tiene una propia? Como en la pregunta del chat, no se preocupe, que tampoco es necesario que nos cuente “todas” sus experiencias con la cam. ¿Ha participado alguna vez en un foro, ya sea de un blog, de un medio de comunicación o similar? Basta pasearse cualquier día por la edición digital de El Día para comprobar que sí existe un alto porcentaje de familiarizados con el asunto, o unos pocos con multitud de seudónimos, cualquiera sabe. Ahora, un par de preguntas para iniciados: ¿cuenta usted con un blog o con una web propia? Como ya les decía, palabras mayores, que nos estamos acercando, y de qué manera, a las cúspide de la cima informática. Por mi parte, sólo una última cuestión: ¿si teclea su nombre completo en la ventanita de Google, aparecen en la Red algunas referencias, da igual el número, sobre su persona –actividad, obra y milagros?

Obviamente, podríamos ampliar las preguntas: Tuenti, myspace, youtube, etc, etc, etc… pero tampoco creo que sea necesario enumerar aquí, y ahora, todas las herramientas que la Red nos ofrece en la actualidad. En relación al resultado, si usted ha respondido positivamente a todas las cuestiones anteriores, puede afirmar, sin temor a equivocarse, que usted es alguien en el mundo del ciberespacio. Si abundan los “no”, pues qué le digo, que debería plantearse una actualización de sus hábitos informáticos. Eso sí, sólo si lo que usted desea es formar parte de este mundo extraño y desconocido, chismoso y altanero, que en demasiadas ocasiones se transforma Internet. Un mundo que te ofrece amigos a los que raramente abrazarás, amantes a las que, como mucho, besarás chocando tus labios contra la pantalla, o que te proporcionará una notoriedad o fama que deambulará por estos nuevos caminos sin alquitrán a la velocidad que se le antoje a tu servidor. Tiene la forma de una verdad absoluta, ninguno nos atreveríamos a dudar de su certeza, de su poder, pero se puede crear a partir de una mentira. Si aceptamos las reglas del juego, si las conocemos y respetamos, si sabemos, realmente, a lo que jugamos, si nunca deja de ser una herramienta a nuestro servicio, para nuestro beneficio, que nadie dude de su utilidad. Pero nunca olvidemos lo fundamental, no es nuestra vida, sólo una parte muy concreta de ella –aunque creamos que en el caralibro lo contamos todo.


El Día de Córdoba

domingo, 8 de febrero de 2009

LAVAVAJILLAS


Concha tenía todas esas cosas, pocas cosas, que un hombre suele querer -que una mujer tenga-. Es decir: las cosas en su sitio, a su altura, gravitatorias y con volumen. Con mucho volumen. Canalilla, apretada y manzanera. Sentimental y enamoradiza, Cáncer de primeros de julio. Lloró cuando se congeló Di Caprio en Titanic y cuando se murió Chanquete en la octava reposición de Verano Azul.

Pedro tenía todas esas cosas, cositas, que cualquier mujer no suele querer -que un hombre tenga-. Es decir: las cosas en un sitio equivocado, aleatorias y escasas. Muy escasas. Pajarillo, gafitas y dedillos. Con toda la malaleche de los buenos Aries -con cuernos retorcidos-, malaleche de verdad.

Aún así eran pareja, no de hecho, por la Iglesia: luna de miel en Lanzarote -hotel cinco estrellas, habitación insonorizada y desayuno continental-. Ninguna regla -salvo la del "cinco"- es perfecta. O los volúmenes y las carencias se complementan, que también puede suceder.

Concha sabía mover el culo como nadie; la mejor. En el súper, cargada de latas de cola, con su uniforme de rayas -atléticas: rojas y blancas- era como una diosa casquivana, pecadora y emplumada del Folies Bergere. Desfilaba entre los estantes rezumando guarrería, incitando a la humedad, provocando tortícolis, celos y matinales montañas de sábanas a su paso. No parecía una simple reponedora de la sección de refrescos.

Pedro no movía tan bien el culo, tampoco el suyo era un culo de exhibición. Siempre pegado al asiento del sillón, fusionado a la pana de un ayer marrón del cojín. Eso sí, con una lata -de cerveza- en una mano, y el mando a distancia en la otra, las gafitas en la punta de la nariz, recorría los idiomas y los canales, y las presentadoras gorditas y los culebrones venezolanos, y los campeonatos austro-húngaros de billar y los debates de vecinas chabacanas todas las horas de todas las mañanas de lunes a lunes, toda la semana. Pedro era la versión fangosa de aquel ángel caído: destronado, herido y sucio.


A las tres en punto Concha colgaba el uniforme, en una taquilla con fotografías de Riqui Martin, se ajustaba las medias y ceñía el culo en unos tejanos descoloridos entre charlas. Pedro calentaba lentejas con chorizo o freía pollo empanado. A las tres y media comían, sin hablar, mirando la enésima repetición de los goles del domingo o el polvo del aparador -o el azul descafeinado del techo-. El hombre del tiempo anticipaba tormenta -con fuerte marejada- en el Cantábrico.

A las cuatro, después del segundo cigarrillo, después de apurar el tinto, Concha fregaba los dos platos y la ollita o la sartén, mientras el café hervía. Pedro la observaba desde la puerta, ciego en ese culo que a tantos había cegado durante la mañana en el súper. Dos minutos de comentar las noticias de una jornada sin noticias. Dos minutos de ver y fingir escuchar.

Pedro hablaba por hablar, movía la boca, mientras soñaba ver en el cuerpo de Concha las manos y las acrobacias de la película del viernes a las una y media -de la madrugada-. Los ojos enmarcados por ese culito que no hace tanto había sido rojiblanco y entonces era tejano, y grotescamente erótico. Cuando ya no le cabía más culo en el cerebro, ni más presión en los pantalones, Pedro se acercaba hasta Concha y primero colocaba una mano en el cachete derecho y luego la otra en el izquierdo, derecho izquierdo, derecho izquierdo. Siempre: derecho izquierdo; fijaciones de la niñez.

Las manos como lapas de los bolsillos, temblorosas en el vaivén. A continuación, besitos en la nuca, besitos entre los caracolillos, besitos en donde el pelo traiciona a la peluquera, besitos hasta que la cafetera silbaba. Cuando la cafetera silbaba, ella se giraba en busca del silbido y hacían el amor -un amor de dos empujones y medio gemido- sobre la mesa de la cocina, bajo la lámpara del comedor, sobre el suelo del pasillo o en la cama, si les daba tiempo a llegar al dormitorio.


Cigarrillo, café y cigarrillo. Pocas palabras. La tormenta del Cantábrico instalada en el comedor. Pedro buscando y encontrando en cada "no" un reproche. "Si estoy aquí es porque no he encontrado nada...". "Yo no te he dicho nada de...". "¿Te crees qué me gusta esto?". "Que yo no...". "Ya, no te preocupes, aunque sea de minero...". Más silencio, un silencio profundo, de palabras que escuecen, que pujan por salir.

La reconciliación en la cena, a eso de los postres. "Médico de familia" y a la cama. Esta vez para dormir: por la noche Concha no fregaba los platos. "Buenas noches". "Si Dios quiere". Sueño rápido y vueltas en la cama. El final de otro día como otro cualquiera. La Luna sobre el espectro de Cáncer y Aries con los cuernos más retorcidos.

Así pasaron los días. Las semanas y los meses. Tal vez algún año. Algunas variaciones se produjeron en sus vidas. A Concha la cambiaron de sección en el súper. Gama blanca: electrodomésticos. Su uniforme siguió siendo rojiblanco, más rojiblanco, le regalaron uno nuevo en la empresa por tres años de servicio. El culito bien, tatuado en la falda, más ligero, sin el peso de las latas. Con la misma forma, la misma reina entre los estantes.

Pedro se compró un libro de cocina, uno de dieta mediterránea que su presentadora favorita recomendó una mañana. Comenzó a elaborar menús variados y complicados. No lo hizo por ampliar su cultura gastronómica. No. El estofado de cerdo y las berenjenas gratinadas requerían más trabajo, más tiempo y, claro, más sartenes, cuchillos y coladores. Concha tardaba más en fregar lo ensuciado, lo que no la inquietó en un principio. Además, Pedro parecía más calmado, más suave y el paladar lo agradecía y la tregua de paz se rompía un poco más tarde. La cafetera también comenzó a silbar un poco más tarde.

Los movimientos se siguieron repitiendo, retardados. Pedro en la puerta de la cocina, el culito enfrente, más vaivén, más manos de viernes por la noche magreándolo. Olor a café y las manos, sus manos,  en el culo, derecho izquierdo, besitos en la nuca y amor sobre la mesa de la cocina porque a llegar al dormitorio, ni siquiera al pasillo, les daba tiempo. Cigarrillo, café, cigarrillo y discusión. "Médico de familia" y buenas noches en las mejillas.


La monotonía conduce a la reflexión -que es la madre del aburrimiento-. Concha escuchaba la conversación de sus compañeras, todas rojiblancas pero ninguna con su culo, en los descansos de las once y media, sobre los hábitos sexuales de sus maridos, sus quejas y sus anhelos en silencio, desde la distancia de lo ajeno. Pedro descubrió lo que ya sabía: que el placer lo lograba contemplando el vaivén del culo de su mujer, no antes ni después. Que el amor se lo hacía por no defraudarla, en un alarde de generosidad sexual, y que la espuma del Fairy le escocía si caía donde no debía. Lo mejor de cada día, lo que merecía la pena esperar y dedicar toda la mañana a la cocina, era ver el culo de su mujer mientras fregaba.

Uno y otra tomaron sus medidas. Un día, de no hace tanto, Concha dejó de ajustarse los tejanos y dejó de volverse al silbido de la cafetera mientras su marido le besaba la nuca y le geografiaba los cachetes, derecho izquierdo, del culo. La bronca llegó antes, pero sólo ese día.

Al siguiente, cuando la cafetera silbó, las manos estaban en su sitio y los restos del pollo al chilindrón navegaban por la tubería; Pedro desapareció antes de lo previsto. Sonó el grifo del cuarto de baño. Sin pelea. "Levántame a las siete", "hoy ha llamado tu madre", "cómprame un paquete de tabaco cuando salgas", "hay un microondas de oferta", "pon al día la cuenta". Y hasta la noche. Y hasta el día siguiente.

Concha, en el súper, desembalando una tostadora para la exposición, dedujo que algo fallaba, que el repentino cambio de comportamiento de Pedro no se debía a la casualidad. Ideó un plan. Ese mismo día fingiría ser la de siempre, se ajustaría en los tejanos que provocaban el temblor, y casi la amputación, del carnicero, y comenzaría a fregar. Pedro, en tanto, preparaba un complicadísimo plato griego; los cacharros  sucios se apilaron hasta cubrir la imitación de granito de la encimera. Más tiempo de placer.


Al tercer plato Concha se giró y lo descubrió. Allí estaba Pedro: media cabeza asomada, despeinado, las gafillas empañadas balanceándose en la punta de la nariz, encogido como una gata en celo, masturbándose con los ojos puestos en ese culo que tanto había sobado. Un vaso pintado de espuma no acertó su objetivo. Ni café ni cigarrillo y pelea, mucha pelea, pelea de la buena. Se escupieron todos los reproches acumulados en los cinco años de matrimonio. Pedro  justificaba con reproches de los que duelen su comportamiento. Concha lo humillaba con reproches de los que escuecen. Guerra zodiacal...


(El final de este relato se puede leer en la antología Hank Over).

domingo, 1 de febrero de 2009

HANK OVER, RESACA. SEGUNDA EDICIÓN


Resaca/Hank Over: Un homenaje a Charles Bukowski. Selección y prólogos de Patxi Irurzun y Vicente Muñoz Álvarez. Caballo de Troya/Mondadori. Primera edición: abril de 2008. Segunda edición: diciembre de 2008. En todas las librerías.

SE LLAMA MARTA


Se llama Marta del Castillo Casanueva y tiene 17 años. Sus ojos son verdes y su cabello rubio, es una chica de rasgos agradables, propietaria de una bonita sonrisa –se deja querer por la cámara-. Desde el pasado día 24 de enero, sábado, a las nueve y media de la noche, que un amigo la acompañó hasta las inmediaciones de su casa, cerca de la estación de Santa Justa, en Sevilla, no se sabe nada de ella. Ha desaparecido sin dejar rastro. Una vecina, que la saludó en el portal de su casa, y un grito que un vecino escuchó, son los últimos acontecimientos que se relacionan con Marta. Desde entonces, desde el día 24 de enero, un amplio dispositivo policial, social y comunicativo –sobre todo en Andalucía-, hacen lo posible por encontrarla. Se llama Marta, y sus compañeros del colegio San Juan Bosco nos la muestran como una chica afable, buena amiga, cariñosa, sin conflictos personales, sin cuentas pendientes. Esos mismos amigos le dedican horas a buscar a Marta en esos nuevos pasadizos informáticos y comunicativos que los jóvenes tan bien manejan. El Tuenti, el Facebook o el Messenger exhiben miles de fotografías de Marta en la Red. Una breve pausa, para alertar de los peligros que se esconden tras estas herramientas informáticas: no siempre sabemos quién se encuentra al otro lado de la pantalla. De momento, según podemos leer en los diferentes medios de comunicación, la policía no descarta ninguna posibilidad. Se llama Marta del Castillo Casanueva y tiene diecisiete años. Desde que desapareció su teléfono móvil permanece apagado o fuera de cobertura. El pasado jueves, el Arzobispo de Sevilla ofició una misa en su recuerdo, sus compañeros de clase se concentraron pidiendo su inmediato regreso, sus padres recibieron la visita de Juan José Cortés, desgraciadamente popular desde los últimos meses por el asesinato de su hija, Mariluz.

Se llama Marta, y se llama Yeremi, y Sonia y Pedro, Carlos, Dunia, Sara, Juan Pablo… En nuestro país, en la actualidad, existen más de doscientas desapariciones de menores sin resolver. Doscientas fotografías que componen el álbum más macabro, más punzante. Doscientos teléfonos esperando una llamada que no termina de producirse. Doscientas familias destrozadas, doscientos enigmas sin resolver, doscientas casas de noches en vela, de lágrimas permanentes, de dolor, de tragedia. Doscientos casos que, en demasiadas ocasiones, por unos u otros motivos, apenas cuentan con trascendencia social, no ocupan las portadas de los periódicos, no rascan en nuestros estómagos, mientras contemplamos las fotografías de los desaparecidos, cómodamente tumbados en el sofá del salón. Entiendo que la visibilidad de estos casos debería ser más elevada, tenemos que familiarizarnos con las caras de esos menores que bien podrían ser nuestros hijos; asumir ese dolor, imaginar ese dolor, tratar de compartir ese dolor. En este sentido, jamás podré comprender aquellas voces que han criticado la exposición y posición de Juan José Cortés. Un padre maltratado por un grotesco error judicial y, sobre todo, por el salvajismo de un tarado, que ha sabido amplificar su voz y contagiarnos de su tragedia, que, no olvidemos, puede ser la tragedia de cualquiera de nosotros.

Ojalá que este artículo caduque en la misma mañana de este domingo que se despereza de tanto invierno, que la noche del sábado nos traiga la buena noticia del regreso de Marta. Sana, a salvo. Cuánto me alegraría perder la actualidad, que este artículo nos relatara un hecho del pasado. Se llama Marta del Castillo, tiene 17 años y vestía un pantalón vaquero, una jersey blanco de mangas rosas y una chaqueta de pana negra, en el momento de desaparecer. Un grito en la noche adelantó la pesadilla. Desde Madrid han llegado especialistas en la materia, por fin los medios nacionales se hacen eco de la noticia, la búsqueda se intensifica, cualquier prueba, cualquier dato, por nimio que pueda parecer, es un tesoro, es una luz. Las horas pasan, los días se retuercen. La rumorología fabrica sus propias teorías, descabelladas en su mayoría; los videntes se ofrecen como mercaderes de lo que no podemos ver. Las concentraciones y actos de apoyo a la familia se sucederán en los próximos días; son muchos los que la echan de menos. Se llama Marta del Castillo Casanueva, y sólo deseo que el verbo siga manteniendo su presente, que no hablemos de ella en pasado. Y tiene 17 años, ojalá dentro de unos meses cumpla los 18, y lo celebre con su familia y amigos.


El Día de Córdoba