Suena
a imagen de Verano azul congelada en
el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible
despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-,
los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a
la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un
estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le
encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood,
radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas,
rubio como la cerveza. La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias,
la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al
mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos
de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en
el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión
habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones,
hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de
fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado
rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de
las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha
conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de
que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con
sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con
sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco,
ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo
lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.
En
septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos
formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo
lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas
deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro,
que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido
nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que
no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente
importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no
imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables
podríamos encontrar El avión de Sánchez,
las dos primeras piezas al precio de una, El
puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago
llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias,
con piscina y jacuzzi, o La colección de
armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo
primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy
baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al
trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y
desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.
Septiembre,
como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque,
de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto
para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina. Y eso que la
rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos
dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La
repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por
tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock
voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca.
La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor
o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya
por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que
también vendrá con su correspondiente final. Como todos.
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