martes, 27 de noviembre de 2018

CONSENTIR LA VIOLENCIA DE GÉNERO


Convivimos con el 25 de noviembre, Día Internacional Contra la Violencia de Género, como si siempre se hubiese celebrado, pero la realidad es bien distinta. Fue hace solo 10 años, 10, no más, en 2008, cuando la ONU tiñó de negro o de rojo, por desgracia son sus colores, este día en el calendario. Es decir, la Violencia de Género, tal y como la conocemos e identificamos actualmente es un hecho reciente, y me refiero obviamente a su definición y catalogación, porque la violencia hacia las mujeres es un hecho inherente a la propia historia de la humanidad (qué raro suena en este contexto la palabra “humanidad”). Este dato representa a la perfección el lugar que han ocupado las mujeres a lo largo de los siglos, la importancia que les hemos concedido, los derechos que han tenido. No solamente invisibles, invisibilizadas, también maltratadas. Y tengamos en cuenta que todavía son muchos los países que siguen sin tipificar la Violencia de Género, algunos de ellos pertenecientes a eso que conocemos como mundo civilizado (esa expresión que en demasiadas ocasiones, como en ésta, es pura ironía). Otro 25 de noviembre nos volveremos a horrorizar, a escandalizar, cuando escuchemos y leamos las cifras que depara este horror que ya basta de definir como una lacra, como si se tratara de una gripe o de una alergia ante la que no tenemos antídoto. Lamentablemente, habrá quien no se escandalice, quien no sienta ese pellizco en el estómago, y que hasta argumentará que está harto de escuchar siempre lo mismo y tirará de las coletillas de siempre: denuncias falsas, feminazis, toda la vida de Dios, por qué no hay un día contra la violencia contra los hombres y demás tonterías y barbaridades que los de siempre suelen esgrimir en un día como éste. Esta ignorancia premeditada, esta lejanía escogida de la realidad, ni me sorprende ni me entristece, simplemente me provoca el mayor de los desprecios y mi rechazo más frontal. También me provoca y produce asco y repulsión. No soy como ellos, no quiero convivir con ellos, no forman parte de mi sociedad.
El próximo domingo, 2 de diciembre, los andaluces estamos llamados a las urnas. Curiosamente, yo soy uno de esos votantes que se lee los programas electorales y que están muy pendientes de lo que dicen los candidatos en la campaña. Y algunos candidatos, ellos muy especialmente, apenas han nombrado la igualdad, la perspectiva de mujer o la violencia de género en sus intervenciones y programas. Indudablemente, que Bonilla lo hiciera sería pura ironía, si tenemos en cuenta que durante su época en el Gobierno de Rajoy se recortaron muy drásticamente las partidas destinadas a igualdad y violencia de género, y de Marín, que hace lo que le dicen desde arriba, y el de arriba siempre ha mostrado un especial rechazo a las políticas de género, partamos de la denominación nada inclusiva de su partido, tampoco espero nada. No puedo comprender esta animadversión de algunos partidos por las políticas de género, que siguen considerando como un adorno, como malgastar el presupuesto, y no como lo que realmente deben ser: una prioridad.
Desde que asumimos y verbalizamos la violencia de género como tal (quien ya la ha asumido, que no hemos sido todos), teniendo claro quiénes son los verdugos y quiénes las víctimas, hemos comenzado a contar con una percepción más clara, más dimensional, de este trágico y complejo fenómeno. Y hemos empezado a ser conscientes de todas las violencias que sufren las mujeres, como son la trata, la prostitución, el acoso, la cosificación, la desigualdad salarial, la mutilación genital o los matrimonios forzosos, y me temo que podría seguir citando otros muchos ejemplos. El conocimiento de la violencia de género, el poder señalar su origen y causas, te reporta un sentimiento muy ingrato al tener plena conciencia de todo el tiempo en el que la hemos consentido de un modo u otro. La hemos tenido muy cerca, nos ha rozado y en cierto modo, la hemos permitido e incluso tolerado, porque tal vez no tuvimos conciencia de su alcance real, y solo veíamos, o queríamos ver, la punta del descomunal iceberg. Con frecuencia desde la ignorancia, sí, pero, tal y como sucede con el conocimiento de la ley, eso no nos exime de nuestra culpa.

martes, 20 de noviembre de 2018

FORO ROMANO



El paseíto de mi juventud, también lo llamaban el tontódromo, comenzaba en Telefónica, que era donde quedábamos, aunque también lo podíamos hacer en David Rico, depende, a continuación recorríamos Las Tendillas, Gondomar, avenida del Gran Capitán, lo de Bulevar es posterior, Los Tejares, que algunos de mis amigos, por influencia de sus padres y abuelos, citaban como el Generalísimo, antes de volver a Las Tendillas, vía Cruz Conde. Eso era como la vuelta de calentamiento, como hacen los de la Fórmula Uno, un presentarse y mostrarse y ver como estaba el patio, antes ir a Bocadi o Lucas, según las apetencias de ese día, o perrito o bonito con tomate. Mis hijos, y mis nietos, si los tengo, en su posible tontódromo, de seguir existiendo, no recorrerán Cruz Conde, dirán que pasean por Foro Romano, que si uno se dedica un instante a pensarlo tiene su cosa, su encanto, y hasta nos representa, nada más se ponga uno a excavar cuatro metros. Y lo más importante de todo, es que dirán y pasearán por Foro Romano, Avenida del Flamenco, Derechos Humanos o Corto Maltes con la naturalidad del que no tiene memoria y familiariza el primer instante como algo que siempre estuvo ahí. Nuestra sociedad, todas las sociedades, cambian, evoluciona, mutan, se transforman en otras, a veces peores, pero normalmente mejores. Se amplían derechos, se conquistan nuevos espacios de libertad individual y colectiva. Los modelos de familias y de relaciones cambian, los más agoreros siempre anticipan una nueva Sodoma y Gomorra y luego nuestra sociedad, la colectividad, la ciudadanía, nos da una lección y nos demuestra que es más sabía y respetuosa de lo que nosotros mismos somos capaces de imaginar. Las sociedades cambian porque, sencillamente, todo cambia. El combustible, las tapas, las fiestas, las palabras, los partidos políticos, los presidentes, los grupos de moda, las modas, el ancho de los pantalones, los peinados, los ídolos, los malvados, los delitos, las musas, los barcos, las gafas, los mejores jugadores de cualquier deporte, la arquitectura, el 4G, la placa base, las recetas, las cerraduras y la televisión.
Y si una sociedad cambia, si los individuos que la forman también lo hacen, así como todos los elementos que influyen en ella, de un modo u otro, cómo no iban a cambiar el nombre de sus calles. Y si, además, esas calles conservan denominaciones que nos trasladan a un pasado amargo para demasiadas personas, por qué seguir permitiendo el pellizco, el mal recuerdo, incluso la ofensa, cuando se puede optar por la neutralidad y la limpieza, por la calma, de nombres que no afectan a nadie, que no alteran, de ningún modo, la convivencia. Nombres sin un mal recuerdo. Hay quienes se parapetan en la tradición, en lo de toda la vida, para ningunear, cuando no despreciar, el lenguaje no sexista, la violencia de género, la ecología o la diversidad sexual, por ejemplo. Esos mismos, qué casualidad, los de siempre, porque son lo de siempre, los de toda la vida, rechazan todo lo concerniente a la Memoria Histórica, y lo hacen amparándose en multitud de justificaciones que se pueden simplificar en una sola: para qué remover el pasado.
No es solo cambiar el nombre de unas calles, retirar unos cuantos bustos y emblemas o sacar los restos de un dictador de un edificio público, es recuperar la paz social, aceptar que formamos parte de una sociedad que es consecuente y cálida con todos sus miembros. Es limpiar heridas y cerrar cicatrices, es borrar de una vez esa anormalidad que el tiempo y la tiranía consiguieron hacernos creer que formaba parte de la normalidad. No obstante, comprendo que las nuevas nomenclaturas no sean del gusto de todos. A mí, particularmente, me encantan que Corto Maltés y Librero Rogelio Luque formen parte de nuestro callejero, por todo lo que han supuesto para nuestra ciudad, y Foro Romano, como antes señalaba, me gusta mucho, advierto distinción y elegancia histórica. Sin embargo, me habría gustado una calle Eduardo García, así como otra Nacho Montoto, honrar a nuestros poetas, y amigos, en la que dicen ciudad de la poesía. Y rotular un polígono industrial como Las afueras, en homenaje al poemario de Pablo García Casado. Pero todas estas discusiones y disquisiciones son menores, y asumibles y lógicas porque no dañan a nadie, no escuecen, forman parte de la rutina del debate, pero no son el rescoldo de un pasado de dolor.
 

jueves, 15 de noviembre de 2018

EL RESPETO A LA JUSTICIA


Nos han y nos hemos educado en el respeto a la Justicia. No exagero, deténgase un instante a pensarlo. Una educación, debemos de reconocerlo, impartida por nuestros representantes públicos, que salvo en contadísimas excepciones siempre se han mantenido al margen de las decisiones de los tribunales, respetándolas y acatándolas hasta en las situaciones más complicadas. Una buena educación, en cualquier caso, ya que en una Democracia que se precie la separación de poderes debe ser un elemento esencial. Y, como ellos, como nuestros políticos, hemos entendido y obedecido las decisiones judiciales, salvo excepciones, igualmente, ya sea en los medios de comunicación, en las barras de los bares o en los encuentros familiares. Cuando haya sentencia judicial, hasta entonces no tengo nada que decir, hemos repetido. Y lo seguimos repitiendo, cuando viene al cuento, hasta contradiciéndonos a nosotros mismos. Hemos empleado el “supuestamente” y el “sospechoso” hasta en los casos más evidentes y flagrantes, esos que no generan ninguna duda, como si decir lo contrario fuera una falta grave. En las sentencias más extrañas, disonantes o rebuscadas hemos tratado de encontrar esa lejanísima excusa o peculiaridad con tal de poder explicar lo inexplicable, en tantas y tantas ocasiones. Sí, en tantas y tantas ocasiones. Hemos llegado a dudar de la absoluta veracidad de la víctima con tal de ofrecer un resquicio de comprensión a esa decisión o sentencia que no podemos comprender. Sí, hemos hecho todo eso y algo más. Como creyentes de una religión mágica e infalible, como miembros de una secta alucinógena, como padres ante el evidente pecado de sus hijos, nos hemos puesto una venda en los ojos y nos hemos creído lo que la Justicia nos ha dicho. Sin dudar, sin responder, obedientes. Tal cual, más allá del respeto.
Y es que a pesar de cuarenta años terribles, de justicia al servicio de la dictadura, su brazo ejecutor con demasiada frecuencia, justicia de rencor, venganza y exterminio, con la llegada de la Democracia todos los partidos políticos, agentes sociales y demás representantes públicos se enfundaron la bandera de la Justicia como si se tratase de una piel que nos protegía del frío, de las inclemencias, de la injusticia. Porque ese debe ser su papel, y no otro: defender la equidad, ofrecer igualdad. Y durante bastante tiempo, debemos reconocerlo, la Justicia ha cumplido con su papel, a pesar de todo lo expuesto, a pesar de las pifias, las excepciones y los patinazos, y es que bajo las togas se esconden hombres, sobre todo, y mujeres, en ocasiones, de carne y hueso, y como tales predispuestos a la equivocación. Y así lo hemos entendido y así lo hemos defendido. O sea, se han ganado el respeto, al menos el mío, sí. Respeto que la Justicia ha perdido, hablo del mío, de mi respeto particular, tras algunas de las últimas decisiones y comportamientos adoptados. Ya no me siento protegido, ya no la contemplo como ese ente superior, necesario, que nos respalda y que nos garantiza la equidad.
No retrocedo hasta la terriblemente célebre sentencia de La manada (o Piara), que propició que buena parte del país levantara la voz, me basta con mirar de reojo y escalofrío a la pasada semana. No me cabe duda de que con la decisión adoptada, acompañada de la más burda y destartalada escenificación, con respecto a la bochornosa sentencia sobre el impuesto de la hipotecas, la Justicia ha realizado la más torpe y casi irreparable campaña de imagen, de mala imagen, de su historia más reciente. La banca gana, sí, más allá del juego, también en la vida real, sobre todo, y eso lo tenían más que claro los integrantes del Tribunal Supremo. No nos preguntó Rajoy cuando, perjudicando la educación de nuestros hijos, poniendo en riesgo la vida de las personas dependientes o reduciendo, cuando eliminando, multitud de derechos de la ciudadanía, regaló 60.000 mil millones de euros a la banca para sanearla. Sí, los regaló, porque de ese dinero no hemos recuperado un céntimo. No nos preguntó Rajoy, en su momento, y ahora el Supremo (o en el ínfimo, y en minúscula) nos falta el respeto, nos toma a todos por tontos. Ese respeto faltado araña y golpea en el que le debíamos.

martes, 6 de noviembre de 2018

DISFRACES


De disfrazarse, que no sé yo, que es como más español de apariencia, menos seguidista, menos polucionado, yo veo a Villarejo disfrazado de Eduardo Manostijeras, aquel delirante personaje creado por el una vez genial Tim Burton, y maravillosamente interpretado por un jovencito Johnny Depp, antes de embarcarse en la nao pirata por la eternidad. No sé por qué le veo yo ese disfraz, aunque el disfraz del comisario, pero esos comisarios duros, oscuros y fumadores de las películas también le viene como anillo al dedo. Tal vez debería preguntarle a Cospedal, a María Dolores, que por lo visto lo conoce bien. El arcángel caído de la derecha española que empieza a dudar del precio pagado, tal vez no esperaba esta recena cuando ya tenía toda la vajilla metida en el friegaplatos. Esas fiestas que se saben como empiezan pero no como acaban, ay, esas fiestas. Ya no sé yo qué disfraz le gustará a Rato, aunque yo creo que lo suyo hoy es más de uniforme, según cuentan. Yo siempre lo imaginé de ágil violinista en película coloreada, esas en Cinemascope que antes pasaban por la tarde y hoy son carne cultista y exquisita de filmoteca. Ya no nos acordamos, que nos pasa igual que con el calor del verano, amnesia de un año para otro, pero yo sí me acuerdo bien de cuando Rato se plantaba en las universidades de media España y los estudiantes lo aplaudían con pasión futbolera, y hasta había quien suspiraba, que también recuerdo que lo incluían en la lista de los hombres más atractivos. Sí, ese país existió en un tiempo, no tan lejano. Nada de lo que extrañarse, que en esto sucedió a Conde, Mario, ese proyecto de megahombre que una vez reinó en España. Yo siempre lo imaginé disfrazado de Superman, engominado hasta el caracolillo de la frente. Rajoy, tras años disfrazado del mudito de los Hermanos Marx, decidió colocarse el de hombre invisible hace unos meses. Y hasta ahora, o hasta que Villarejo le preste algún disfraz. Veremos.
El gran referente patrio de los disfraces es Mortadelo, por supuesto, y eso que yo nunca lo he visto celebrando Halloween, que nuestro querido agente es español por los cuatro costados, con ese perenne traje negro. Muchos se quejan de que celebremos esta fiesta norteamericana, y justifican su resistencia con todo tipo de argumentos, algunos de ellos cubiertos con un barniz que desafía hasta a los tornados y lo huracanes. A mí siempre me queda la duda, y es que me da que lo español, el concepto de lo español, no es más que el resultado de una permanente mezcolanza, y es que si nos asomamos el balcón de la historia no encontramos nada más que culturas, pueblos y credos que han llegado y que, de un modo u otro, han permanecido. En nuestro vocabulario, en nuestro aspecto, en nuestra forma de ser. Y con esto no quiero decir que nos abracemos, como amantes enamoradísimos, a todo lo que nos llega de fuera como si tal cosa, no. Moderación y buena letra. Pero lo cierto es que se empieza rechazando y hasta repudiando una fiesta, una palabra o un sabor, y acabamos haciéndolo con las personas que lo transmiten y no hay sociedad más rica, sabia e inteligente que aquella que se vanagloria de su diversidad. Y para ser diversos, hay que querer y permitirlo.
Me encanta la tortilla de patatas, y los callos con garbanzos y un buen salmorejo y a la paella, sea o no la auténtica, nunca le haré asco, pero es que lo mismo me sucede con el sushi, la lasaña, el guacamole o un burrito. Y lo mismo me ocurre con todas las expresiones culturales, que consumo por igual, vengan de donde vengan, lo último que veo es la etiqueta o la denominación de origen. Películas americanas, cubanas o alemanas, pintores holandeses o rusos, escritores argentinos o canadienses, todos me emocionan por igual. Y es que si miro a mi alrededor, mi televisor o mi coche, si contemplo la marca del smartphone que llevo pegado a la mano compruebo que no es de Córdoba o de Orense, no. Celebré Halloween, sí, y también me comí unas gachas, que por cierto me salieron de maravilla. Y las dos cosas las hice, como las seguiré haciendo, armónicamente, sin enfrentamientos. No rechazaré nunca lo propio, pero tampoco lo ajeno. Eso sí, este año no me he disfrazado, que temí no estar a la altura, que la competencia era demasiado elevada.