sábado, 29 de junio de 2019

1.000


Escueto, duro, rotundo, a plomo. Contundente, irrebatible, pesado, desolador. 1.000. Incuestionable, insostenible, inimaginable. El Gobierno confirmó la pasada semana que la mujer asesinada en Valdeolleros, Córdoba, sí, Córdoba, Andalucía, España, el pasado 14 de junio, fue la víctima número 1.000, sí, he escrito 1.000, desde que se contabilizan las víctimas como violencia de género como tal, hablamos del año 2003. No ha pasado tanto tiempo, no. En solo 16 años hemos alcanzado tan terrible cifra. 1.000. Ella se llamaba Ana Lucía, y antes fueron asesinadas Pilar, Carmen, Dolores, Juana, Rafi, Ana, Concha, Lucrecia, Fabiana, Dulce, Manuela, Sofía, y demos la vuelta a todos los nombres imaginables de mujer hasta llegar a 1.000. Él, el asesino, paradojas del destino, se llamaba Salvador. Pocas veces un nombre estuvo tan mal escogido. Después, cometido el crimen, impuesto su poder, conseguido el objetivo, como si ya no le quedara hacer nada más en esta vida, tal vez ya no le quedara más que hacer, o todo fuera peor, acabó con su vida. No era a la primera mujer que asesinaba, veterano en el horror. En 2002, Salvador, cómo podía llamarse así, asesinó a una anterior pareja. En 2002 la violencia de género todavía no era violencia de género, tipificada como hoy, concretada, era otra cosa, inmersa en un amasijo de causas y efectos, de supuestas emociones y contradicciones. Todos esos argumentos que escuchamos durante tantos años en las coplas, en los tangos, crímenes por amor, nos contaban, como si el amor y el crimen fueran parte de una misma cosa, y no.
Si cualquier grupo terrorista, en cualquier país del denominado primer mundo, los otros no cuentan, claro, hubiera asesinado a 1.000 personas, 1.000, en 16 años de lucha armada nos encontraríamos ante una tragedia de mayúsculas consecuencias. Una tragedia que habría requerido de planes extraordinarios, cooperación internacional, expertos y curtidos mediadores, presupuesto especial, todo tipo de recursos, tanto económicos como humanos. Y todos los esfuerzos los entenderíamos como algo lógico; todos pensaríamos que es lo “que tenemos que hacer”, lo necesario, cualquier cosa con tal de acabar con la barbarie y la sinrazón, por supuesto. O pensemos en un fármaco, desastre natural o en una extraña y desconocida enfermedad que acaba con la vida de 1.000 personas, tratemos de realizar ese ejercicio mental. En todos los casos, nadie pondría en tela de juicio la terminología, habría consenso en torno a las medidas a adoptar, y se exigiría, por parte de la ciudadanía, que se actuara con rigor, contundencia y celeridad. Sí, lo haríamos, porque 1.000 personas muertas son una tragedia inconcebible. ¿Verdad que lo es, que no admite prismas, ni divagaciones ni nada de nada? ¿O es que la cosa cambia cuando se tratan de 1.000 mujeres asesinadas por 1.000 hombres?
En muchos países del mundo, algunos de ellos dentro de la exclusivista definición “primer mundo”, siguen sin concretar la definición violencia de género. En muchos países del mundo la violencia de género sigue siendo ese asunto que forma parte de la intimidad de las parejas, de las familias, y por tanto se juzga de esa otra manera, ateniéndonos a otra forma de entender la Ley. Como sucedía en España durante tantos y tantos años. Visibilizar y denominar la violencia de género es estar del lado de las mujeres que la padecen, todo lo demás, con la nomenclatura que se quiera, supone regresar al pasado y volver a cuestionar, o no querer ver, la raíz del problema. Se llama dominación, imposición, se llama machismo. Ese es el verdadero y único origen. El machismo es el signo + de esta terrible cuenta que seguirá creciendo, sumando. Pronto la 1.001, la 1.012, la 1.048, con sus nombres y apellidos, con sus horrores padecidos con anterioridad, con sus huérfanos, que también son víctimas. Ni un paso atrás, ni una menos.

domingo, 23 de junio de 2019

FELICES INTRUSOS



Hoy la cosa va de intrusos, pero no piense en los usos menos atractivos o desconfiados de la palabra y adentrémonos en el terreno de lo desconocido, del recién llegado, de lo inesperado –que puede ser cálido y luminoso, confíe-. Puede que llegaran Juan Ramón Jiménez y Zenobia Campubrí como unos intrusos a esa Granada majestuosa y radiante que les mostraron, en 1924, Federico García Lorca y su familia. Pero tuvo que durar muy poco la sensación, si es que la hubo, debió tornarse familiar casi de inmediato, para que Juan Ramón escribiera, veinte años después, “días como aquellos se viven pocas veces en la vida”. A pesar de la diferencia de edad, Federico y Juan Ramón mantuvieron una relación basada en la admiración mutua y en la sincera amistad. El escritor Alfonso Alegre Heitzmann ha reconstruido, con precisión, esmero y detalle, “aquellos días” que los dos poetas, geniales, andaluces y universales, escoja usted el orden de los adjetivos, compartieron en el verano de 1924. Unos días en los que Juan Ramón, Federico y Zenobia, no la olvidemos, compartieron poemas y deslumbramientos, visitas y recuerdos, y también compañías, como las de Manuel de Falla, Hermenegildo Lanz, Emilia Llanos o Ángel Barrios. También fue el encuentro, y casi el hermanamiento, de las dos familias, que se entregaron a la dicha de conocerse y recordarse, en unos días que casi pueden entenderse como la noche con más estrellas que viviera el cielo poético español durante el Siglo XX.
Patetismo: Un pájaro teñido de negro que lleva un gusano de plástico en el pico. El otro intruso que hoy quiero presentarles viene de la mano del autor roteño Felipe Benítez Reyes, El intruso honorífico, prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo. Como en el resto de su obra, este intruso tiene el gusto por las palabras, la genialidad precisa y nada cansina, el pellizco, la sabiduría y el enorme talento de Benítez Reyes, uno de los mejores autores de cuantos contamos en lengua española. Un escritor que ha construido su propio universo, más allá de la geografía, creando un discurso donde la belleza y la ironía conviven en un apasionado y envidiado idilio. Pocos narradores manejan el humor con tanta inteligencia, sin caer en la gracieta o en el gag. Coincido con Felipe cuando señala que le encantaría que este Intruso honorífico fuera habitante semiperpetuo de las mesitas de noche literarias, a modo de lectura entre lecturas y es que, como su propio título indica, se trata de un bazar, que podría haber sido infinito, al que podemos acudir en cualquier ocasión. Por esta obra, Felipe Benítez Reyes ha obtenido el Premio Manual de Alvar de Estudios Humanísticos y Alfonso Alegre, el Antonio Domínguez Ortiz de Biografías, por Días como aquellos, Granada, 1924, ambos galardones concedidos por la Fundación José Manuel Lara.
No tardó la Fundación José Manuel Lara en dejar de ser una intrusa cuando llegó a Andalucía. Y estos premios y publicaciones citadas son buena prueba de ello. Y no lo fue, o sucedió sin aparente esfuerzo, gracias al trabajo de un magnífico grupo de profesionales, tan cualificados como persistentes en su labor y empeño, capitaneados por Ana Gavín. Muchos autores le debemos mucho a esta mujer que siempre se ha caracterizado por su elegancia, por el trato exquisito que nos ha dispensado, y por su confianza y enorme respeto por nuestro trabajo. En ella siempre hemos encontrado una aliada, un sabio consejo, una sonrisa, cariño y su amistad. Quien ha tratado con ella, en cualquiera de los planos, humano o profesional, sabe que no exagero y que estas palabras son más que merecidas, y tal vez escuetas, en cuanto a reconocimiento. Porque se trata de eso que tan raramente hacemos por no sé qué extraño pudor y que no es más que reconocer y exaltar el trabajo de quien lo ha hecho más que bien, como ha sido el caso de Ana Gavín. Que nunca fue, nunca será, una intrusa. Todo lo contrario, más bien.

jueves, 13 de junio de 2019

FÚTBOL, ESA EMOCIÓN


Sí, coincido con usted, al fútbol le podemos adjudicar una interminable retahíla de descalificativos hasta quedarnos afónicos. No es discutible, es una evidencia. Y basta asomarse a los periódicos de los últimos días, haciéndose eco de la trama de apuestas ilegales en la que hay jugadores y clubes implicados, prestándose por dinero a ultrajar todos los valores que deben ser inherentes a cualquier deporte. Porque el fútbol, lo queramos o no, nos guste o no, sigue siendo un deporte. Tampoco nos pongamos a repasar esos descalificativos, o a resumirlos, que este artículo, como la vida, es breve, y con la boca llena de vinagre se disfruta mucho menos. Hablemos de emociones, y el fútbol también entiende mucho de eso, a pesar de la retahíla de descalificativos, y tampoco es discutible. Porque eso es lo que nos atrapa del fútbol, lo que vence a toda la infamia que guarda en la recámara, repleta de esos personajes con millones amasados sin escrúpulos, la exhibición de lujo cateto, las comisiones desmesuradas y demás carroñas. Emociones que van de la sencillez, y hasta la inocencia, de ese niño que estrena sus nuevas botas o que cuela su primer gol o la emoción de ganar una final continental. Emoción, a raudales, como la que nos regaló la pasada semana el Córdoba Futsal. A diferencia del otro equipo, el de fútbol, en muy poco tiempo ha ascendido desde todas las categorías inferiores existentes hasta llegar a la cima del fútbol sala nacional, que es donde estará la temporada que viene. Enorme el trabajo y sacrificio de estos deportistas puros, inmunes a las inclemencias, que nos han ofrecido esta alegría tan mayúscula. Es justo reconocer, igualmente, la labor, el enorme empeño y dedicación de su directiva, capitaneada por su presidente, José García Román, que ha sabido conducir con mano firme y con mucha imaginación, bendita virtud cuando el dinero escasea, para convertir en realidad lo que todo apuntaba a inaccesible utopía.
No voy a hablar del Córdoba, de nuestro equipo descendido, que aun tratándose de una profunda y sentida emoción, es triste, y hoy quiero recuperar emociones alegres. Como la que le ofreció el Valencia a toda su hinchada, como inesperado ganador de la Copa del Rey. La confianza en el trabajo de Marcelino, siempre la solución no pasa por cesar al entrenador, ha evidenciado ser clave para haber cosechado este título, así como para ocupar plaza en la próxima Champions League. Título que, en esta edición, fue especialmente emocionante, mucho, en sus semifinales. El Liverpool consiguió lo que parecía imposible, levantar un 3-0 adverso ante un Barcelona ausente. Tottenham y Ajax, por su parte, nos ofrecieron una de las semifinales más emocionantes de los últimos años, solo resuelta sobre el pitido arbitral, como gran ejemplo de ese refrán que habla del rabo del toro. Recientemente, hemos contemplado con envidia, con mucha envidia, lo reconozco, la incontenible y gaseosa emoción de Granada y Osasuna, otra vez en Primera División. Podremos contar que lo vivimos, pero no nos sirve de nada para construir un futuro sólido, sobre todo cuando el presente actual es barro y lodo.
Disfruté, desde la emoción, y desde la sorpresa, lo reconozco, la final de Copa de fútbol femenino, entre la Real Sociedad y el Atlético de Madrid. Por todo lo que supone y representa. Retransmisión en horario de máxima audiencia desde una cadena nacional, estadio a reventar, calidad a espuertas, todo bien, pero yo le sigo poniendo un reparo, porque quiero y deseo que vaya a más el fútbol femenino. Tiene que dar un paso más adelante y también que ocupar los otros espacios del mundo del fútbol, más allá del césped. Estoy deseando ver equipos femeninos con entrenadoras, que no sea un hombre quien da las indicaciones o decide quiénes juegan. Se han dado pasos, muy grandes algunos, y ése también hay que darlo y cuanto antes mejor. Y hasta aquí algunas emociones futboleras, que nos han congregado y erizado la piel recientemente. Insisto, envidio las emociones ajenas y las que nos deparó la infancia, esas primeras veces, cuando todo es un universo limpio, sin polucionar.


domingo, 9 de junio de 2019

EL SALMÓN, EN SU GUADIANA


Siempre seguí la misma dirección, la difícil, la que sigue el salmón, siento llegar al vacío total, de tu mano me voy a soltar, es el estribillo de la canción más conocida del trabajo más atípico de los muchos que hasta el momento ha ofrecido Andrés Calamaro: El Salmón. Canción y álbum, 103 canciones repartidas en 5 CDs en la versión española, solo 21 temas en la de su país, que bien pueden considerarse como un resumen y hasta como una definición de este músico argentino. Una obra que se caracteriza por el talento, incluso la genialidad, el dominio de la melodía y de los tiempos, pero también por la compulsión –una pizca de improvisación-, el exceso, la irregularidad y el riesgo. Rasgos, todos ellos, que, si nos detenemos un instante a pensarlo, son los característicos de cualquier creador puro, da igual la disciplina, que defiende su propio e intransferible discurso en todos y cada uno de sus trabajos.
Que Calamaro cuenta con un estilo único, diferente y personal, nadie lo puede discutir. En cierto modo, tal y como les sucede a Los Planetas con el indie, el argentino ha sido referencia muy palpable en multitud de bandas y solistas del pop y rock cantado en español, hasta el punto de convertir su apellido en un adjetivo, para referirnos, de este modo, a canciones calamarianas. Basta escuchar algún tema de Pereza, Leiva, Coti, Sidecars, Los Zigarros, Babasónicos o la Bersuit para comprobarlo. Un estilo modelado a lo largo de varias décadas de oficio, tanto en solitario como en compañía, siendo Los abuelos de la nada y, muy especialmente, los legendarios Los Rodríguez las formaciones más conocidas y destacadas.
El desembarco del argentino en España se produjo, precisamente, con Los Rodríguez, una especie de All Star del rock latino que unió al propio Calamaro con buena parte de los míticos Tequila, incluido el fastuoso Ariel Rot, un guitarrista tan brillante como eficiente. Los Rodríguez fue una apuesta extraña y arriesgada en la España de los 90, entregada sin reparo a los guitarrazos de los Pixies, la letanía de Jesus and Mary Chain, la electrónica de Depeche Mode o los primeros efluvios de eso que llamamos Indie. Ese era el panorama que se encontró esta banda que fusionaba sonidos de La Movida, Gabinete Caligari, muy especialmente, con el rock porteño.
Pero Los Rodríguez no solo fueron un grupo que cantaban muy bien, formado por una selección de músicos virtuosos, fueron mucho más allá, y entre excesos, recelos y fulgor, fueron capaces de ofrecer una colección de canciones deslumbrantes, impregnadas de una genuinidad hasta entonces desconocida, valiéndose del jazz latino, el flamenco, el tango o el rock. Eternas canciones como A los ojos, Mi enfermedad o Me estás atrapando otra vez que Calamaro sigue incorporando en sus actuaciones.
Tras la disolución de Los Rodríguez, Calamaro retoma su carrera en solitario con los dos álbumes que, muy posiblemente, conforman hasta el momento su Everest creativo: Alta Suciedad (1997) y Honestidad Brutal (1999). Dos obras redondas, repletas de canciones maravillosas, sinceras hasta la desnudez más profunda e íntima, emotivas y desgarradoras. A ratos Dylan, a ratos Waits, a ratos Lennon o McCartney, a ratos Páez, Sabina o Urrutia, construye un universo de desolación, desamor, soledad e incendios, que plasma en una treintena de canciones que conforman su verdadero e incombustible tesoro musical.
En los últimos años, tal y como viene sucediendo desde hace varias décadas en el mundo anglosajón, estamos asistiendo a un fenómeno que era inédito en nuestro país, tal vez como consecuencia de que el rock no formara parte de nuestro hábitat cultural hasta mucho tiempo después: los roqueros envejecen a la vez que nosotros. Sí, ya no los consideramos como una expresión mera y exclusivamente juvenil, y les admitimos las canas y hasta el andador. Obviamente, todos los artistas no soportan del mismo modo el paso del tiempo, solo aquellos que cuentan con músculo y, sobre todo, con una obra rotunda y sólida sobre la que apoyarse.
Bunbury, Manolo García y el propio Andrés Calamaro son tres magníficos ejemplos de roqueros que están envejeciendo al mismo tiempo que sus seguidores, consiguiendo, incluso, captar nuevos en las siguientes generaciones. La habilidad de estos tres artistas, gustos aparte, es que cuentan con un ramillete de esas canciones que bien podríamos calificar como eternas, que soportan el paso del tiempo con pasmosa y hasta irreverente facilidad.
Los conciertos de Calamaro de su última y madura época se acogen a esta premisa. En el que este sábado va a ofrecer en Sevilla, y si sigue manteniendo el setlist (lista de canciones) de sus actuaciones más recientes, es un guiño, cuando no un abrazo, a sus seguidores de siempre, un ajuste de cuentas con su pasado y sus obsesiones y un querer exhibir su vigor actual, acudiendo a su cancionero más reciente.  
El propio Calamaro se ha referido a la importancia que le ha concedido a su faceta como “cantor” en los últimos años, algo que es visible en sus actuaciones. Aunque eso suponga que disfrutemos menos del Calamaro teclista, faceta en la que destaca sobremanera. Como los grandes, Calamaro lo es, uno de los más grandes en español, sus conciertos siguen emocionado, hasta las lágrimas en ocasiones. He de reconocer que escuchar en directo Paloma, la que considero su gran canción, me sigue empañando las gafas, y lo mismo me sucede con Flaca, Crímenes perfectos o Estadio Azteca que, con toda probabilidad, volverá a interpretar en su concierto de este sábado, en Sevilla.
Como el salmón de su canción, Calamaro ha seguido siempre la misma dirección, contra la corriente en demasiadas ocasiones, dejándose llevar de vez en cuando, especialmente en los últimos tiempos, pero siempre recorriendo su propio Guadiana creativo, que, como el verdadero río, a ratos es caudaloso y fluvial y a ratos nos cuesta encontrarlo en la superficie. Pero cuando asoma, pocos ríos tan brillantes, emotivos y luminosos.


martes, 4 de junio de 2019

UNA MUERTE VIRAL


Se llamaba Verónica y tenía 32 años. También tenía 2 hijos, a los que será muy difícil explicarles en el futuro por qué murió su madre. Verónica se quitó la vida porque se viralizó un vídeo de contenido sexual grabado hace seis años. Todo apunta a que Verónica fue víctima de una extorsión, y que su negativa propició que el vídeo se difundiera. Primero llegó la grabación a 20 teléfonos, pronto fueron 200, muchos más a continuación. Todos lo sabemos, rápida como la pólvora, e igual de peligrosa. Desde la empresa en la que trabajaba señalan que los últimos días de Verónica se caracterizaron por la ansiedad que exhibía, muy nerviosa, superada por los acontecimientos. La misma empresa apunta a que Verónica no quiso denunciar al presunto culpable, solo deseaba que se parase el asunto y no llegase a conocimiento de su marido. Algo que no pudo impedir y que, según señalan algunos testimonios, propició una monumental discusión de la pareja. Esa discusión tuvo lugar el viernes por la tarde. Solo unas horas después, durante la mañana del sábado, Verónica decidió acabar con su vida. En unas pocas horas, a mayor velocidad de la que se había propagado el vídeo que protagonizaba, también viralizamos la muerte de Verónica. Como también hemos viralizado las reacciones, las contradicciones, los comentarios más desafortunados e hirientes y las reflexiones más acertadas. En un breve espacio de tiempo, el estupor, la conmoción, el análisis, el juicio y la sentencia. Pronto les pediremos a los jueces que tuiteen sus decisiones. Y habrá un analista, un tertuliano de verbo fluido y tragaderas amplias, que nos intentará convencer de las bondades de la medida.
En los últimos años, siempre que llega una Feria, da igual la Feria, no tardamos en recibir uno o varios mensajes con grabaciones en las que se muestran a una o varias personas bajo los efectos del alcohol. Y rápidamente las reenviamos, porque esa sonrisa que articulamos deseamos que se pose en otros labios, y cuando lo hacemos no pensamos que ese hombre o esa mujer pueden tener hijos, pareja, madres o padres. No pensamos que le puede haber sentado mal el alcohol por cualquier motivo, como seguramente nos ha pasado a nosotros alguna vez. O, más simple todavía, que se ha emborrachado porque se lo estaba pasando en grande y era feliz y le apetecía seguir bebiendo, que todos tenemos derecho, si nos apetece, a liarnos la manta a la cabeza. Lo reenviamos sin más, sin tener en cuenta los daños colaterales. Pero es que también reenviamos el vídeo de esa chica que cazan en las duchas del gimnasio, el de aquella que practicaba sexo con un amigo y hasta la aberrante grabación realizada por los componentes de La Manada. En parte tenía razón Francisco Rivera, hay muchos hombres que son así, los de siempre, los de la caspa, los que a su modo también forman manada, los cazurros de puti y mirada chulesca, los que miden el largo de la falda de sus parejas y recortan con la vista las de las que contemplan. Puritanos cuando la moral es seña de una escala social, libertinos cuando les interesa. Esos, sí, los conocemos, son los mismos de siempre.
La muerte de Verónica no solo nos debería hacer reflexionar, que es lo poco que se nos puede pedir. También nos debería empujar a actuar. A veces tengo la impresión de que somos especialistas en encadenar palabras, en verbalizar hasta lo que realmente no sentimos, pero que nos cuesta, y mucho, remangarnos y meter las manos en el fango. Si hay quien no entiende que es un asunto que debe tratarse desde la ética, desde los valores, que por lo menos tenga miedo a las posibles consecuencias que le puede acarrear compartir ciertas grabaciones. Por eso le pido a la Justicia mano firme, condenas ejemplares. A quien tampoco esto le valga, es un valiente y no le asusta nada, que piense en su madre, en su hija, en su hermana, que pueden pasar por semejante trance. Tal vez ellas sean las siguientes en protagonizar un fenómeno viral. O usted o yo mismo, quién sabe. Y a nadie le importa. Respeto, es lo poco o lo mucho que podemos ofrecer.