domingo, 11 de agosto de 2019

DÍAS DE VERANO


No me he sentido en verano hasta que los termómetros de las avenidas y de las rotondas se han instalado en sus intimidantes 40 grados. En junio y en buena parte de julio, mientras nos hablaban de esa ola de calor donde suelen padecer las olas de fríos, rumiaba, como tantos otros, las consignas aprendidas. De momento, no nos podemos quejar. Pues a mí me gusta que en verano haga calor. Y lo que nos hemos quitado ya de encima. Es verdad, que otros años, a estas alturas, ya habíamos pasado un quinario.  Dialogábamos felices, casi sin querer creernos que, por una vez, las alertas amarillas, las naranjas y las rojas nos pasaran de largo, como si fuéramos un punto invisible del mapa que el calor era incapaz de distinguir. Felices, incrédulos, sorprendidos, comentábamos en la panadería, en la frutería o en barra del bar que nos arropábamos por la noche, hasta con edredón, proclamaba algún atrevido, que salíamos con rebequita o con un tabardito, que luego refrescaba, y hasta presumíamos de nuestros estornudos, tosidos y resfriados, como si los males fueran dones celestiales. Una noche de insomnio pensé en el título de una novela, El año sin verano, pero cuando tecleé en la ventanita de Google descubrí que ya la habían escrito, Carlos del Amor, ese periodista, alto y guapetón, que nos ofrece esos reportajes tan chulos, culturales especialmente, en los informativos del Ente Público (que siempre me ha parecido una expresión de películas de espías en la época del Telón de Acero). Siempre hay una primera vez, para todo. En la búsqueda también encontré una información que captó toda mi atención: hubo, realmente, un año sin verano. 1816.
Casi medio metro de nieve en Nueva York, fuertes y continuas granizadas en Londres, cosechas y granjas arrasadas en buena parte de Europa, que provocaron la muerte de más de 70.000 personas. Tela marinera. Sin llegar a esos extremos, para algo siempre nos hemos diferenciado de Europa, en Barcelona y Madrid marcaron 12 y 13 grados durante buena parte de aquel verano que nunca fue. Y todo por culpa, o eso cuentan, de un volcán indonesio de nombre impronunciable que, con su espectacular erupción, alteró la temperatura hasta el punto de variar las estaciones de todo el mundo. Sí, parece la trama de una película de Marvel, pero es lo que han dejado escrito en las crónicas de aquel tiempo. Solo presenciando y viviendo Mary Shelley un verano tan horrendo pudo haber escrito su Frankenstein. En Zahara de los Atunes, calentita y harta de morrillo y gazpacho lo mismo le sale Mujercitas o La pasión turca, cualquiera sabe. Por un momento, creí que, como si hubiéramos comprado un billete en una máquina del tiempo, estábamos de regreso a ese 1816, el año sin verano. Pero no, solo fue un leve aviso, una tregua o una estrategia, malvada, en todo caso, que solo ha buscado encontrarnos desprevenidos, para ser así más contundente en su agresión. Ya está aquí, sí, el verano, los termómetros de las avenidas y de las rotondas se han esparcido por las redes sociales, con sus catastróficas indicaciones, antes de derretirse sobre el despiadado alquitrán, tal vez traído de aquel misterioso y virulento volcán de Indonesia –con impronunciable nombre-. Ya está aquí, ya llegó.
Lo curioso es que, aunque eso es abrazarse a ese terrible refrán, me refiero a ese que habla del consuelo de los tontos, seguimos sin ser noticia porque no es en Andalucía donde se alcanzan las máximas temperaturas cada día. En Zaragoza, Madrid o París lo están pasando bastante peor aquí, tal vez protagonizando un remake carbonizado de aquel 1816: El año con demasiado verano. En cualquier caso, aquí ha llegado, como esa canción de Amaral sesentona y pegadiza, pero jugamos con ventaja: sabemos lo que es esto y a través de los años, las olas de calor saharianas o subsaharianas, las alertas rojísimas carmesí y las noches sin bajar de los 30, hemos aprendido a convivir con el calor y sacarle su punta a los días de verano, que sí ya han llegado.


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