Se
llamaba Verónica y tenía 32 años. También tenía 2 hijos, a los que será muy
difícil explicarles en el futuro por qué murió su madre. Verónica se quitó la
vida porque se viralizó un vídeo de contenido sexual grabado hace seis años.
Todo apunta a que Verónica fue víctima de una extorsión, y que su negativa
propició que el vídeo se difundiera. Primero llegó la grabación a 20 teléfonos,
pronto fueron 200, muchos más a continuación. Todos lo sabemos, rápida como la
pólvora, e igual de peligrosa. Desde la empresa en la que trabajaba señalan que
los últimos días de Verónica se caracterizaron por la ansiedad que exhibía, muy
nerviosa, superada por los acontecimientos. La misma empresa apunta a que
Verónica no quiso denunciar al presunto culpable, solo deseaba que se parase el
asunto y no llegase a conocimiento de su marido. Algo que no pudo impedir y
que, según señalan algunos testimonios, propició una monumental discusión de la
pareja. Esa discusión tuvo lugar el viernes por la tarde. Solo unas horas
después, durante la mañana del sábado, Verónica decidió acabar con su vida. En
unas pocas horas, a mayor velocidad de la que se había propagado el vídeo que
protagonizaba, también viralizamos la muerte de Verónica. Como también hemos
viralizado las reacciones, las contradicciones, los comentarios más
desafortunados e hirientes y las reflexiones más acertadas. En un breve espacio
de tiempo, el estupor, la conmoción, el análisis, el juicio y la sentencia.
Pronto les pediremos a los jueces que tuiteen sus decisiones. Y habrá un
analista, un tertuliano de verbo fluido y tragaderas amplias, que nos intentará
convencer de las bondades de la medida.
En
los últimos años, siempre que llega una Feria, da igual la Feria, no tardamos
en recibir uno o varios mensajes con grabaciones en las que se muestran a una o
varias personas bajo los efectos del alcohol. Y rápidamente las reenviamos,
porque esa sonrisa que articulamos deseamos que se pose en otros labios, y
cuando lo hacemos no pensamos que ese hombre o esa mujer pueden tener hijos,
pareja, madres o padres. No pensamos que le puede haber sentado mal el alcohol
por cualquier motivo, como seguramente nos ha pasado a nosotros alguna vez. O,
más simple todavía, que se ha emborrachado porque se lo estaba pasando en
grande y era feliz y le apetecía seguir bebiendo, que todos tenemos derecho, si
nos apetece, a liarnos la manta a la cabeza. Lo reenviamos sin más, sin tener
en cuenta los daños colaterales. Pero es que también reenviamos el vídeo de esa
chica que cazan en las duchas del gimnasio, el de aquella que practicaba sexo
con un amigo y hasta la aberrante grabación realizada por los componentes de La
Manada. En parte tenía razón Francisco Rivera, hay muchos hombres que son así,
los de siempre, los de la caspa, los que a su modo también forman manada, los
cazurros de puti y mirada chulesca, los que miden el largo de la falda de sus
parejas y recortan con la vista las de las que contemplan. Puritanos cuando la
moral es seña de una escala social, libertinos cuando les interesa. Esos, sí,
los conocemos, son los mismos de siempre.
La
muerte de Verónica no solo nos debería hacer reflexionar, que es lo poco que se
nos puede pedir. También nos debería empujar a actuar. A veces tengo la
impresión de que somos especialistas en encadenar palabras, en verbalizar hasta
lo que realmente no sentimos, pero que nos cuesta, y mucho, remangarnos y meter
las manos en el fango. Si hay quien no entiende que es un asunto que debe tratarse
desde la ética, desde los valores, que por lo menos tenga miedo a las posibles
consecuencias que le puede acarrear compartir ciertas grabaciones. Por eso le
pido a la Justicia mano firme, condenas ejemplares. A quien tampoco esto le
valga, es un valiente y no le asusta nada, que piense en su madre, en su hija,
en su hermana, que pueden pasar por semejante trance. Tal vez ellas sean las
siguientes en protagonizar un fenómeno viral. O usted o yo mismo, quién sabe. Y
a nadie le importa. Respeto, es lo poco o lo mucho que podemos ofrecer.
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