Siempre seguí la misma
dirección, la difícil, la que sigue el salmón, siento llegar al vacío total, de
tu mano me voy a soltar, es el estribillo de la canción más
conocida del trabajo más atípico de los muchos que hasta el momento ha ofrecido
Andrés Calamaro: El Salmón. Canción y álbum, 103 canciones repartidas en 5 CDs
en la versión española, solo 21 temas en la de su país, que bien pueden
considerarse como un resumen y hasta como una definición de este músico
argentino. Una obra que se caracteriza por el talento, incluso la genialidad,
el dominio de la melodía y de los tiempos, pero también por la compulsión –una
pizca de improvisación-, el exceso, la irregularidad y el riesgo. Rasgos, todos
ellos, que, si nos detenemos un instante a pensarlo, son los característicos de
cualquier creador puro, da igual la disciplina, que defiende su propio e
intransferible discurso en todos y cada uno de sus trabajos.
Que
Calamaro cuenta con un estilo único, diferente y personal, nadie lo puede
discutir. En cierto modo, tal y como les sucede a Los Planetas con el indie, el argentino ha sido referencia muy
palpable en multitud de bandas y solistas del pop y rock cantado en español,
hasta el punto de convertir su apellido en un adjetivo, para referirnos, de
este modo, a canciones calamarianas.
Basta escuchar algún tema de Pereza, Leiva, Coti, Sidecars, Los Zigarros, Babasónicos
o la Bersuit para comprobarlo. Un estilo modelado a lo largo de varias décadas
de oficio, tanto en solitario como en compañía, siendo Los abuelos de la nada
y, muy especialmente, los legendarios Los Rodríguez las formaciones más
conocidas y destacadas.
El
desembarco del argentino en España se produjo, precisamente, con Los Rodríguez,
una especie de All Star del rock
latino que unió al propio Calamaro con buena parte de los míticos Tequila, incluido
el fastuoso Ariel Rot, un guitarrista tan brillante como eficiente. Los
Rodríguez fue una apuesta extraña y arriesgada en la España de los 90,
entregada sin reparo a los guitarrazos de los Pixies, la letanía de Jesus and
Mary Chain, la electrónica de Depeche Mode o los primeros efluvios de eso que
llamamos Indie. Ese era el panorama que se encontró esta banda que fusionaba
sonidos de La Movida, Gabinete Caligari, muy especialmente, con el rock
porteño.
Pero
Los Rodríguez no solo fueron un grupo que cantaban muy bien, formado por una
selección de músicos virtuosos, fueron mucho más allá, y entre excesos, recelos
y fulgor, fueron capaces de ofrecer una colección de canciones deslumbrantes,
impregnadas de una genuinidad hasta entonces desconocida, valiéndose del jazz
latino, el flamenco, el tango o el rock. Eternas canciones como A los ojos, Mi enfermedad o Me estás
atrapando otra vez que Calamaro
sigue incorporando en sus actuaciones.
Tras
la disolución de Los Rodríguez, Calamaro retoma su carrera en solitario con los
dos álbumes que, muy posiblemente, conforman hasta el momento su Everest
creativo: Alta Suciedad (1997) y Honestidad Brutal (1999). Dos obras redondas,
repletas de canciones maravillosas, sinceras hasta la desnudez más profunda e
íntima, emotivas y desgarradoras. A ratos Dylan, a ratos Waits, a ratos Lennon
o McCartney, a ratos Páez, Sabina o Urrutia, construye un universo de
desolación, desamor, soledad e incendios, que plasma en una treintena de
canciones que conforman su verdadero e incombustible tesoro musical.
En
los últimos años, tal y como viene sucediendo desde hace varias décadas en el
mundo anglosajón, estamos asistiendo a un fenómeno que era inédito en nuestro
país, tal vez como consecuencia de que el rock no formara parte de nuestro
hábitat cultural hasta mucho tiempo después: los roqueros envejecen a la vez
que nosotros. Sí, ya no los consideramos como una expresión mera y
exclusivamente juvenil, y les admitimos las canas y hasta el andador.
Obviamente, todos los artistas no soportan del mismo modo el paso del tiempo, solo
aquellos que cuentan con músculo y, sobre todo, con una obra rotunda y sólida sobre
la que apoyarse.
Bunbury,
Manolo García y el propio Andrés Calamaro son tres magníficos ejemplos de
roqueros que están envejeciendo al mismo tiempo que sus seguidores,
consiguiendo, incluso, captar nuevos en las siguientes generaciones. La
habilidad de estos tres artistas, gustos aparte, es que cuentan con un
ramillete de esas canciones que bien podríamos calificar como eternas, que
soportan el paso del tiempo con pasmosa y hasta irreverente facilidad.
Los
conciertos de Calamaro de su última y madura época se acogen a esta premisa. En
el que este sábado va a ofrecer en Sevilla, y si sigue manteniendo el setlist (lista de canciones) de sus
actuaciones más recientes, es un guiño, cuando no un abrazo, a sus seguidores
de siempre, un ajuste de cuentas con su pasado y sus obsesiones y un querer
exhibir su vigor actual, acudiendo a su cancionero más reciente.
El
propio Calamaro se ha referido a la importancia que le ha concedido a su faceta
como “cantor” en los últimos años, algo que es visible en sus actuaciones. Aunque
eso suponga que disfrutemos menos del Calamaro teclista, faceta en la que
destaca sobremanera. Como los grandes, Calamaro lo es, uno de los más grandes
en español, sus conciertos siguen emocionado, hasta las lágrimas en ocasiones.
He de reconocer que escuchar en directo Paloma, la que considero su gran
canción, me sigue empañando las gafas, y lo mismo me sucede con Flaca, Crímenes
perfectos o Estadio Azteca que, con toda probabilidad, volverá a interpretar en
su concierto de este sábado, en Sevilla.
Como
el salmón de su canción, Calamaro ha seguido siempre la misma dirección, contra
la corriente en demasiadas ocasiones, dejándose llevar de vez en cuando,
especialmente en los últimos tiempos, pero siempre recorriendo su propio
Guadiana creativo, que, como el verdadero río, a ratos es caudaloso y fluvial y
a ratos nos cuesta encontrarlo en la superficie. Pero cuando asoma, pocos ríos
tan brillantes, emotivos y luminosos.
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