Plenamente
consciente de que se trataba de una despedida en toda regla, me costó mucho ver
el último episodio de Juego de Tronos
–aunque ya hayan empezado a anunciar secuelas, precuelas y demás variantes-. Pulsé
el play del mando a distancia con una
extraña sensación enquistada en mi interior. Y volví a sentir lo mismo que
cuando contemplé el último capítulo de Doctor
en Alaska, Twin Peaks, Friends, Breaking Bad o The leftovers.
Vacío, tal vez esa sea la palabra más adecuada, vacío, acompañada de una
confusa pregunta: ¿y ahora qué? Después de tantos años de emociones y esperas,
no quería decirle adiós a Daenerys, a Tyrion, a Cersei, a Sansa, a Jon, a Jaime,
a Arya y a todo ese elenco de icónicos personajes que nos han cautivado durante
una década. Tengo muy claro que el enfado de tantos seguidores por la
resolución final es la prueba más evidente del triunfo de la serie. Estamos,
están, enfadados porque Juego de Tronos
ha bajado el telón, sencillamente, y da igual cual hubiera sido el final, que
ninguno nos habría gustado, queremos más, mucho más. Porque se haya repetido
hasta la saciedad no deja de ser cierto: Juego
de Tronos ya es historia de la televisión, y pueden esgrimir sus
detractores todos los argumentos posibles, que no pueden revocar tal
afirmación. Nunca hasta ahora habíamos contemplado, sin salir de casa, un
espectáculo de semejantes dimensiones, tal desfile de personajes memorables, ese
descomunal despliegue de medios técnicos, esa tensión equilibrada en los
guiones. Marca un nuevo punto en el atlas de la producción audiovisual. Abre
nuevas puertas, muestra un nuevo camino, que otras propuestas, con toda
seguridad, seguirán recorriendo.
Se
ha comentado con frecuencia que Juego de
Tronos bebe mucho de Shakespeare, sí, es cierto, y ahí están esos
personajes atormentados, atrapados en su innata condición, beligerantes con
ellos mismos, pero también bebe, y mucho, de Falcon Crest o de Dinastía,
con esos relíos familiares, esa colección de hijos bastardos, esos cuernos a
espuertas y esas canallas e increíbles alianzas. Con su toque de ensoñación, a
lo Historia Interminable, los
dragones son la más pura y mitológica evidencia, y su aliñito de sexo, más presente,
especialmente, en las primeras temporadas. Precisamente por eso nos ha gustado
tanto Juego de Tronos, porque en el
fondo, también en la superficie, es como la mayoría de nosotros, un puzle de virtudes,
defectos, fobias, manías y obsesiones. Y, como la serie, somos profundos y
frívolos al mismo tiempo, y alternamos la corbata con el chándal y el mantel de
hilo con la barra de aluminio, el tocino con el salmón, la seda con el esparto,
la caricia con el desenfreno y el perfume con el sudor. Y en la vida, en
cualquier vida, hay más chándal, tocino o sudor, téngalo en cuenta.
El
único reproche que le hago a Juego de
Tronos es el del mensaje que lanza sobre el empoderamiento de las mujeres:
son lo peor cuando tienen la sartén por el mango. No iba a ser todo perfecto,
aunque caben otras interpretaciones, como casi con todo. A diferencia de lo que
les ha sucedido a muchos de sus seguidores, me ha gustado la resolución final,
y tal vez porque entiendo que esconde una carga moral y hasta ética: la
Democracia vence a los autoritarismos, la palabra al fuego y el perdón al
rencor. En el último episodio, Tyrion nos deja otra de sus muchas frases
memorables, que con toda probabilidad lo explica todo: No hay nada más poderoso
que una buena historia. Y es que a veces sucede el milagro, la ficción nos
atrapa hasta tal punto que la incorporamos a la cotidianidad de nuestras vidas.
La hacemos nuestra. Trasladándonos al mundo de las emociones, que es lo poco o
mucho que le debemos pedir a cualquier expresión creativa. Porque tal y como
dijo Punset, al que hemos perdido recientemente: sin emoción no hay proyecto.
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